8. Luis Cepeda

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Agoney no demostró la menor torpeza en sus nuevas tareas. Viviendo en su casa, había sido bien adiestrado por y para su padre en las labores de casa. Por consiguiente, Agoney no tenía el menor temor de fracasar en su nuevo empleo. La cocinera de Ana Guerra la intrigaba. Era evidente que su señora la tenía atemorizada. Ago pensó que tal vez supiera algo inconfesable sobre ella. Por lo demás, cocinaba como un chef, como tuvo oportunidad de comprobar aquella noche.

Ana Guerra esperaba a un invitado y Agoney preparó la mesa para dos. Estuvo pensando quién sería su visitante. Era muy posible que fuese Thalía. A pesar de estar seguro de que no lograría reconocerlo, hubiera preferido que el invitado resultase un completo desconocido. De todas formas, no le quedaba más remedio que esperar al desarrollo de los acontecimientos.

Pocos minutos después de las ocho, sonó el timbre de la puerta y Agoney fue a abrirla con cierta inquietud. Respiró aliviado al comprobar que el recién llegado era el hombre que acompañaba a Thalía cuando ella le dijo un par de días atrás a Raoul que les siguiera. Dijo ser el conde de Cortés.

Agoney lo anunció y Ana Guerra se levantó de una otomana murmurando satisfecha:

— Cuánto me alegra verte, Juan Antonio —le dijo.

— El placer es mío, querida Ana.

Se inclinó para besarle la mano y Agoney regresó a la cocina.

— El conde de Cortés o algo así —cotilleó, buscando que la cocinera entrase en confianza. Pobre mujer. Con franca y abierta curiosidad preguntó—: ¿Quién es?

— Creo que es un caballero vasco.

— ¿Viene muy a menudo?

— De vez en cuando. ¿Por qué quieres saberlo?

— Me preguntaba si corteja a la señora, eso es todo —explicó y añadió con aire ofendido—: Pronto te picas, ¿eh?

—Es que estoy de mal humor. No sé si el soufflé habrá salido bien.

Tú sabes algo, pensó Agoney y en voz alta dijo:

— ¿He de servirlo ahora?

Mientras servía la mesa, Agoney escuchó atentamente todo lo que se hablaba allí. Recordaba que aquel era uno de los hombres que Raoul se disponía a seguir cuando lo vio por última vez. Aunque no quería reconocerlo, ya empezaba a estar intranquilo por su compañero.

¿Dónde estaba? ¿Por qué no había sabido nada de él? Había dejado dispuesto, antes de salir del Ritz, que todas las cartas o recados le fueran enviados enseguida por un mensajero especial a una librería cercana donde Rossy tenía que acudir con frecuencia. Cierto que se había separado de Raoul el día anterior por la mañana y era absurdo preocuparse por él. No obstante, era extraño que no hubiera dicho nada todavía, salvo aquella nota sucia.

Sin embargo, por mucho que escuchara, la conversación no iba a proporcionarle ninguna pista. Juan Antonio y Ana Guerra hablaban de temas intrascendentes: comedias que habían visto, nueva música y los últimos chismes sociales.

Después de la cena pasaron al salón donde la Ana, reclinada en el diván, estaba más diabólicamente bonita que nunca. Agoney les llevó el café y los licores, y tuvo que retirarse de mala gana. Al hacerlo oyó que Juan Antonio decía:

— Es nuevo, ¿verdad?

— Ha entrado hoy. El otra era una arpía. Éste me parece un buen chico. Sirve bien.

Agoney se entretuvo un poco más junto a la puerta, que se cuidó de no cerrar y oyó decir al hombre:

— ¿Será de confianza, supongo?

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