2. La oferta de la Señorita Garrido

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Agoney se dio la vuelta, incómodo por el contacto, esperando encontrarse con un vendedor ambulante y miserable, de aquellos que habían proliferado desde el final de la guerra, pero en su lugar había una joven vestida con ropa cara, negra y llena de encaje.

— Siento abordarlo así en la calle.

Ago asintió lentamente, dándole pie a continuar con lo que fuera a decirle. Si era una embaucadora, había elegido muy mal a su presa. Además de sus papeles como ciudadano de la Unión y su trompeta, no tenía nada de valor.

— No quiero venderle nada. Vengo a ofrecerle algo.

Aquello sólo aumentó las sospechas de un timo en ciernes, pero Agoney tenía una carácter demasiado suave para cortar bruscamente a una desconocida con buenas maneras.

— ¿En qué puedo ayudarla?

La chica sonrió y con una mano enguantada se apartó la melena oscura.

— Hemos coincidido esta tarde. En el Quizás. Por casualidad he escuchado parte de su conversación con otro joven.

— ¿Parte? — remarcó, alerta. Raoul nunca le habría acompañado al baño de encontrarse en una relación, pero siempre había personas que tardaban más de lo debido en entender que la cosa se había terminado. O familiares que no estuvieran enterados. A fin de cuentas, se trataba de una joven y escapaba a los gustos de Raoul. Que él supiera.

— Nada. Sólo unas palabras mientras mi acompañante pedía en la barra. Pero creo que podemos llegar a un acuerdo beneficioso para ambos.

¿Beneficioso? ¿Acuerdo? Aquello empezó a inquietar a Agoney.

— ¿Ha esperado y me seguido hasta aquí?

— ¡No! Me he concentrado en mis asuntos y cuando al entrar al metro le he visto, me ha parecido providencial.

— ¿Y a qué clase de acuerdo se refiere?

Por primera vez, la muchacha vaciló. Miró un momento en silencio a Agoney, fijamente, y sacudió la cabeza antes de abrir con cuidado su bolso y tenderle una tarjeta.

Ago la cogió con la misma delicadeza con la que hacía la mayoría de las cosas. Era de tamaño promedio, de papel grueso y negro, con letras blancas y puntiagudas que anunciaban con claridad "Thalía Grrido, Ex Principiis S.L." y una dirección en el barrio de Lavapiés bajo una corona dibujada con dos líneas simples.

— No me siento cómoda hablando de negocios en la boca del metro. Tengo una pequeña consultoría ¿por qué no nos vemos mañana a las onces allí? Podremos hablar con calma.

Agoney asintió lentamente, mirando la tarjeta, no muy seguro de si aceptar la proposición.

— Las doce son... una buena hora.

— Le esperaré allí. Muchas gracias y buenas noches.

Con una sonrisa que enseñaba unos dientes graciosos, la chica se despidió y volvió a subir las escaleras del metro, confirmándole a Agoney que, aunque era posible que no lo hubiera acechado toda la noche, sin duda lo había seguido al menos por la calle.

La chica, Thalía, no le había transmitido nada negativo. Su ropa era buena sin ser inquietantemente cara y de estilo decimonónico, como estaba de moda entre algunas personas de su edad.

Ago dudó frente al torno, preguntándose si era buena idea echar una carrera hasta la Casa del Teléfono que había junto al Banco de España y correr el riesgo de perder el último metro... el sistema encontraría a Raoul, pero sin saber dónde vivía y si ya habría llegado, se arriesgaba a hacer una llamada costosa sólo para dejarle un mensaje sobre nada en concreto. Lo más probable era que Thalía fuera a ofrecerle algún tipo de chanchullo a cambio de dinero, pero la gente era imprevisible al final.

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