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Había pasado una semana entera sin noticias de Mike. Aquello era el colmo: yo persiguiéndole. Después de tres intentos de que me contestara el teléfono, por fin descolgó:

— ¡Hange, estoy colapsado!
— ¡Di hola por lo menos!
—Date prisa, estoy desbordado por los preparativos de Navidad.
— ¿Qué tienes previsto?
—Tus padres me han dicho que no pasabas las fiestas en su casa, me han invitado, pero les he dicho que no, intentarían exorcizarme de nuevo. Tengo otros planes, es la fiesta de la tanga en Mykonos.
— ¿Ah, sí? Qué bien.
—Te llamaré cuando vuelva.
Colgó.

Me quedé unos instantes con el teléfono pegado a la oreja. La cosa iba de mal en peor, pero claro, ojos que no ven, corazón que no siente.
Que mis padres no hubiesen insistido para que volviera en Navidad no tenía nada de extraño. Su hija viuda y depresiva habría desentonado en su cena mundana. Pero que Mike me dejara tirada, aquello era más difícil de tragar.

Un gran sol de invierno bañaba el salón. Lo nunca visto. Y sin embargo, no me sentía con fuerzas para salir de casa. La cercanía de las fiestas me pesaba como una losa.
Unos golpes en la puerta me obligaron a levantarme del sillón y fui a abrir.
Isabel, vestida de duendecillo de Santa Claus en versión sexy, se abalanzó sobre mi cuello.

— ¿Qué estás haciendo encerrada con un tiempo así? Ponte los guantes, nos vamos de paseo.
—Eres muy amable, pero no tengo ganas.
— ¿Te crees acaso que tienes elección? —me dijo, empujándome hasta el closet.

Me coloco un gorro de lana en la cabeza, tomo mis llaves y cerró la puerta del cottage.

Cantaba desafinando todo el repertorio navideño. A mi pesar, me hacía gracia. Isabel conseguía lo imposible.
Me obligó a atravesar toda la bahía y Mulranny a pie para arrastrarme a casa de Murel y Jack.

— ¡Somos nosotras! —gritó nada más entrar.

La seguí hasta el salón. Se fue a plantar dos sonoros besos en las mejillas de sus tíos.

— Hange, cuánto me alegro de verte —me dijo Murel agarrándome calurosamente del brazo.

Jack me dedicó una gran sonrisa y me dio una palmadita en el hombro. Sólo faltaban los cuentos de Dickens para redondear el mito de la Navidad: el abeto que llega hasta el techo, las tarjetas de felicitación sobre la chimenea, las galletas de jengibre en la mesita baja, las guirnaldas luminosas y un Jingle Bells remasterizado como ruido de fondo.
Estaba todo.
En menos de cinco minutos, Murel e Isabel se encargaron de que estuviera a gusto.
Me obligaron a sentarme, Isabel me tendió una taza de té y Murel un plato lleno de galletas, de pastel de zanahoria y de genjibre. Parecían querer que engordase un poco. Jack reía sacudiendo la cabeza.
Pasé un par de horas asistiendo a aquel espectáculo. Isabel estaba sentada en el suelo haciendo paquetitos de regalo que dejaba al pie del abeto a medida que los terminaba.
Murel tejía un calcetín de Navidad.
Me encontraba completamente fuera de lugar en aquel ambiente. Rezumaban los buenos sentimientos, cosa en la que había dejado de creer. En otro tiempo yo habría sido la primera en ponerme un gorro de gnomo en la cabeza y empezar a lanzar serpentinas. Sólo por Sara.

—Ten cuidado —me dijo Jack—. Están organizando un complot, y creo que tiene que ver contigo.
—Tú cállate —le dijo Murel —. Hange, faltan dos días para Navidad. ¿No vas a volver a Francia?
—No, en efecto.

La sonrisa forzada que mostraba desde mi llegada fue borrándose poco a poco.

—Pues vente a pasarla aquí, vamos a celebrarla en familia.

¿En familia? ¿Eso quería decir que el idiota de Levi iba a estar presente? Sólo por la curiosidad de ver cómo animaba la cena de Navidad, me sentía tentada de aceptar.

-LeviHan- La gente feliz lee y toma café Donde viven las historias. Descúbrelo ahora