Semana 1.

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Lunes.

Marina caminaba por la calle, completamente en silencio, excepto por el sonido de sus botas contra el pavimento.

Llevaba su cabello rubio ondulado recogido en una coleta que cosquilleaba en su nuca. Llevaba su vestido negro hasta medio muslo, ceñido en la cintura con cuello blanco y acompañado por sus medias de lunares.

En su mano llevaba su libreta de tapas negras y un lápiz tras su oreja.

Avanzaba con paso rápido y decido hacia la biblioteca, deseando caminar por su pasillo favorito, acercarse a su libro favorito y sentarse en el suelo a releerlo como hacía un día a la semana.

Tras menos de cinco minutos, llegó a la biblioteca. Subió los peldaños de mármol de la biblioteca y entró por las grandes puertas de madera.

Saludó con la mano y una sonrisa a la bibliotecaria, Sarah, y avanzó con grandes zancadas hacia el pasillo B-187.

Caminó un poco y ahí lo encontró; El rayo de Luna de Margaret T. O'Donnell. Se sentó en el frío suelo de mármol con las piernas cruzadas y el libro entre sus manos, con esa portada oscura con una luna dibujada y el título en letras blancas.

Abrió el libro, deseando leer de nuevo la historia de Lena y Thomas, pero algo en la primera página la distrajo. Era un papel doblado.

Marina, con el ceño fruncido, desdobló el papel.

"Hola, a quién quiera que lea esto.

No creo que sea nadie, porque este extraño libro no lo conoce casi nadie.

Pero si estás leyendo esto, mereces la pena.

Este libro ha sido mi amigo cuando nadie más lo era, y por eso, si me contestas, seguiré dejando una nota en este libro.

-Anónimo."

Marina miró la nota y la releyó hasta comprenderla.

Agarró su libreta y su lápiz y comenzó a escribir.

"Anónimo:

Hola, mi nombre es Marina, Marina Hal.

Este es mi libro favorito prácticamente desde que sé leer. No sé quién eres, pero me caes bien.

Y tú también mereces la pena.

-Marina."

Arrancó la página de su libreta, la dobló y la metió entre la portada y primera página, blanca con las letras El rayo de Luna en negras.

Dejó el libro en su correspondiente lugar en la estantería.

Comenzó a caminar por los pasillos de la biblioteca, observando a cada persona, preguntándose si alguno de ellos era Anónimo.

Martes.

Marina estaba tumbada en la cama, agarrando sus rodillas.

La habitación estaba oscura, pese a que eran más de las diez de la mañana.

Marina sentía un vacío en su pecho y no sabía por qué. Quizás por el tema Stephen.

Stephen Butts había engañado a Marina con la que era su mejor amiga, Nancy Collins.

Y, en cierto modo, Marina lo comprendía. Nancy era una chica alta, de piel aceitunada, cabello largo y negro, y unos ojos azules hipnotizantes, además de un cuerpo de muerte.

Marina se levantó de la cama y se acercó al estéreo. Cogió un disco al azar y, con los ojos cerrados, lo puso.

Y sonó Taylor Swift con su State of Grace.

Marina avanzó hacia la cama y se tumbó en ella, mirando al techo. En su almohada había un trozo de papel doblado; la nota de Anónimo.

Le gustaba que aquella persona sin nombre hubiera decidido usar Anónimo como seudónimo.

Miércoles.

Su tono de llamada la despertó. Miró la hora; 5.37 a.m.

Hacía a penas una hora que había logrado dormir y ya la estaban despertando.

Alargó la mano y cogió el móvil.

-¿Diga?

-Tía, lo siento -Era Nancy, con voz de borracha.

-Ignórame, alcohólica -dijo Marina, y acto seguido cogó.

Sí, Nancy, pese a tener diecisiete años, era alcohólica. Y cada vez que estaba borracha, llamaba a Marina.

Y aquello la molestaba.

Jueves.

Otro día de no hacer nada, tirada en su cama, con todas las ventanas y persianas bajadas, con música de fondo y levantándose sólo para comer algo.

Viernes.

Aquel día decidió salir a la calle. Si seguía más tiempo encerrada, se volvería loca.

Se puso un jersey rojo con coderas color ocre, una falda negra hasta medio muslo, sus botas de combate negras y se recogió el pelo en una coleta.

Y con su libreta de tapas negras y su lápiz tras la oreja, salió a la calle.

Era verano, pero no hacía un calor excesivo.

Caminó por las calles de la ciudad hasta llegar al parque al que siempre iba.

Se sentó en el borde de la fuente que había y abrió su libreta.

Observó a la gente que allí había. Hubo un chico que le llamó la atención, estaba solo, sentado en un banco, con auriculares y mirada perdida.

Marina, lápiz en mano, comenzó a dibujarlo.

Sábado.

Día de la visita semanal de su madre.

No, no podía dejarla vivir en paz. Tras la emancipación de Marina, su madre le dejó un mes de libertad. Luego, comenzó a ir todos los sábados.

-Bueno, cielo, ¿qué tal va todo?

-Genial, mamá -dijo Marina, removiendo su café.

Samantha, la madre de Marina era exactamente igual a ella pero con veinte años más. Mismo cabello rubio ondulado, mismos ojos celestes, misma piel pálida, mismas pecas...

Samantha asintió y observó con pleno detalle el salón del apartamento de Marina. Tenía tazas de café, bolas de papel y libros por todas partes; encima del sofá de terciopelo rojo, encima de la mesa de café de caoba, por la alfombra turca, por el suelo de parquet...

-Esto está un poco desordenado, ¿quieres que te contrate una asistenta?

Marina negó con la cabeza.

-Me gusta mi desorden.

Domingo.

Día en el que su padre la obligaba a ir a misa.

Marina llevaba un vestido rojo de cuello blanco y ceñido en la cintura, junto con sus inseparables botas de combate negras y su cabello caía suelto hasta sus hombros.

Miraba al cura con expresión de estar escuchando atentamente, pero su mente estaba muy, muy, muy lejos.

A ella la religión le era más bien indiferente. Iba a misa, pero tampoco escuchaba. No era una persona religiosa, pero su familia sí.

Y por eso, domingo tras domingo, tenía que ir a la iglesia aquella llena de ricos, niños gritones y escuchar a un hombre mayor hablar de las mismas cosas semana tras semana.

Lo bueno de los domingos era que, tras misa, iba a su apartamento, comía algo y se sentaba toda la tarde a ver películas antiguas.

Anónimo.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora