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Las manos de Paula Recillas volaban por el teclado de la vieja Olivetti como si las teclas del alfabeto fueran una prolongación de sus dedos. Frente a la máquina experimentaba una sensación de poderío, pues sabía que una mecanógrafa como ella, capaz de escribir a ciegas sin faltas de ortografía, hubiera sido oro molido en cualquier oficina, si los deberes maternales no la tuvieran atada al hogar. 

Esa mañana trabajaba con redoblado fervor, enternecida y orgullosa de cada frase pasada en limpio, porque su hijo Germán, a quien había iniciado en la lectura desde muy pequeño, le estaba dictando su primer cuento, un cuento fantástico escrito en un arrebato de inspiración. 

—Ninguno de aquellos seres diminutos se explicaba por qué estaban presos en esa cripta,si bien algunos hacían vagas conjeturas... 

El manejo del lenguaje no estaba mal para un chico de su edad, no señor, nada mal, o al menos eso pensaba ella, que no era ninguna autoridad literaria, bien lo sabía, mientras se esmeraba por colocar en su sitio las comas y los puntos omitidos por el aprendiz de escritor. 

Germán le dictaba de pie, recargado en el alféizar de la ventana, con la luz del mediodía entreverada en los remolinos de su melena, una tupida melena de genio incomprendido, con olas castañas y rompientes veteadas de rubio, que a ojos de Paula lo predestinaba a las grandes hazañas del intelecto. 

—Dos puntos y se abre interrogación: ¿ era un castigo por un mal pensamiento, era una prueba de resistencia, o tal vez habían descendido al infierno sin darse cuenta?

Ya sabe manejar el suspenso, se ufanó Paula, predispuesta a disculpar errores y a encontrar aciertos por todas partes.

 Una golondrina no hacía verano, claro, pero tenía la corazonada de estar asistiendo al despertar de una vocación. Si el instinto maternal no le fallaba, detrás de ese cuento vendrían muchos más, porque el carácter de Germán retraído, taciturno, replegado en su mundo interior lo inclinaba por naturaleza a la soledad y a la evasión creadora.

Desde muy pequeño, la lectura le había provocado grandes cataclismos sentimentales. Cuánto había llorado el pobrecito a los cinco años, recién entrado a la preprimaria, cuando ella tuvo la maldita ocurrencia de leerle Corazón de Edmundo de Amicis. 

Menudo dramón resultó la novelita aquella, tal vez habría debido escoger algo más ligero. Y sin embargo, la truculenta historia de aquellos mártires infantiles que estudiaban con un rigor militar y hacían sacrificios sublimes por ayudar a sus pobres familias, lo enganchó a tal punto que exigía su capítulo diario antes de acostarse. 

Fue sin duda una experiencia traumática, pero un niño tan afecto a tragarse las emociones necesitaba algún desfogue, una vida paralela donde pudiera ser un héroe romántico. 

Sí, la lectura le abrió las ventanas del alma, pensó, sin perder el hilo del dictado y ahora, cautivada por ese misterioso cuento, donde parecía cocinarse en la sombra un final sorpresivo, sintió en el pecho un grato escozor, un pálpito de vida que la hizo retroceder a sus primeras alegrías maternales, cuando el calostro fluyó por primera vez de sus senos. 

Es como si le diera el pecho otra vez, pensó con nostalgia, sólo que ahora manaba de sus pezones un borbotón de palabras.

Sintió la opresión de unas horribles tenazas, coma, que lo jalaban hacia arriba con una fuerza descomunal, coma, y al chocar con las paredes de la cripta cobró conciencia de poseer una enorme cabeza.

Estaba tan embebida en el cuento que dio algunos teclazos en falso, cosa muy rara en ella, pero no importaba, más valía continuar y dejar las correcciones para el final. ¿Quiénes eran esos cabezones sin rostro que iban desapareciendo paulatinamente de la cripta donde estaban presos, sin que nadie atinara a explicarse la causa de su extinción? Paula creía que eran seres de otro planeta, a quienes mataba la luz del sol, como al conde Drácula, o quizá larvas enterradas en el subsuelo. 

Fruta VerdeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora