IX

67 2 0
                                    


Mientras silbaba una cumbia de moda, Mauro ayudó a Damiana a colocar en la mesa las bandejas con botanas árabes, un pequeño lujo que se había permitido para agasajar a sus invitados.

Todo le estaba saliendo a pedir de boca: aprobado sin regateos el presupuesto del montaje, había logrado imponer como director a Pablo Llerandi, un cómplice intelectual de su entera confianza, y por si fuera poco, a última hora el adorable Germán había aceptado venir a la lectura, en un súbito cambio de actitud que presagiaba capitulaciones mayores.

Después del tajante rechazo en el coche, ¿quién se iba a imaginar un viraje tan radical?

Sin duda se había calentado, no en el carro, cuando reaccionó con furia, sino más tarde, al recordar el manoseo en la intimidad de su alcoba.

Todos los jóvenes de esa época eran un poco bisexuales y él no debía ser la excepción, aunque tal vez no lo supiera todavía, por lo cual resultaba una presa más codiciable.

Nunca antes había esperado a un chavo con tal ansiedad, a pesar de haber estado enculadísimo de Farnesio. Viene porque me admira, pensó con orgullo, esto ya es una amistad amorosa.

En el mundo gay abundaban las aventuras con mariposones que sólo querían quitarse una calentura. A esos amantes de usar y tirar los llamaba "entregos", pues iban a lo suyo como mercancías o paquetes entregados a domicilio.

Germán era distinto: él se había enamorado de su talento y si lo sabía persuadir con tacto, si se armaba de paciencia para tolerar sus rabietas, quizá pudiera encontrar al fin un amor integral, en el que la inteligencia y el sexo no fueran antónimos.

La promiscuidad dejaba el cuerpo satisfecho, pero resecaba el alma, como bien decía Octavio Paz.

Germán no le gustaba sólo para la cama: era su mejor oportunidad para recuperar la dimensión espiritual del placer.

Julio Miranda fue el primero en llegar, a las nueve y media, con un suéter nuevo color frambuesa que Mauro le piropeó al recibirlo en la puerta.

—Vaya,Juliette hasta que por fin te pones ropa alegre. Me choca verte con tus trajes grises de contador.

—Yo sé que estos colores tropicales te encantan —Julio lo saludó de besó—, por eso me fui a cambiar antes de venir. Toma, te traje este regalito.

Sacó de una bolsa una botella de Old Parr, un gesto de amistad que Mauro le agradeció de corazón, pues sus apuros financieros no le permitían comprar bebidas importadas.

—¡Bocadillos árabes, qué maravilla! —exclamó Julio al ver la mesa puesta—. Cómo se ve que quieres agasajar al güero de tu oficina.

—Si por mí fuera le daría un banquete. Ya verás qué cuero está.
Pero no te le vayas a lanzar, cabrona.

—¿Y por qué no? Los amigos de mis amigas son mis amigos.

Mauro sabía que Julio hablaba en broma, pues jamás se habían disputado ningún novio, pero de cualquier modo, le pidió que por favor no asustara a Mauro con sus habituales procacidades, pues sabía
que Julio, ya entrado en copas y transformado en Juliette, se desquitaba de la compostura que estaba obligado a guardar en la oficina, donde era un buga irreprochable, contando con detalle sus orgías en baños públicos.

—No te preocupes, nena, vengo a un evento cultural y te prometo portarme como una dama.

Como Julio era un bebedor de carrera larga, Mauro aprovechó su sobriedad para advertirle que esa noche, cuando los demás invitados se fueran, trataría de retener a Germán y no quería estorbos.

Fruta VerdeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora