Terminado el desayuno, Germán salió a la calle en pants y camiseta de futbolista, con un cigarro encendido en la boca.
Había contraído el vicio por darle gusto a Carmela, una vecina pervertidora, dos años mayor, que lo hacía babear con sus minifaldas a cuadros.
Toma, pruébalo, le dijo una tarde lluviosa,sacándose el cigarro de la boca, y él creyó entender que la niña le decía pruébame. Salvo en sus masturbaciones, jamás logró pasar a mayores intimidades con ella.
Tampoco había adquirido la recia personalidad adulta que buscaba al comprar su primera cajetilla de Baronet.
Seguía siendo el mismo polluelo implume, el mismo boceto desvaído de ser humano, pero había sucumbido a una dependencia tan compulsiva que necesitaba el cigarro hasta para caminar.
Era sábado y a esa hora de la mañana sólo daban señales de vida los lecheros madrugadores y las señoras que regaban las banquetas, obstinadas en prolongar hacia el exterior la pureza de sus hogares.
Conocía palmo a palmo su calle, la decente y anodina calle Bartolache, por haberla defendido en cientos de cascaritas contra el odiado equipo rival de Adolfo Prieto, y podía esquivar con los ojos vendados los charcos, los arriates, las cagadas de perro.
Más que una calle era una memoria viva de su pasado: a la sombra del chopo erguido en la acera de enfrente, había besado por primera vez a una niña, María Luisa, cuando aún usaba pantalón corto, y unos metros más allá, junto a la casa de los Muriel, un coche lo había atropellado en bicicleta, el mero día de los santos reyes.
Lo mejor y lo peor de su vida le había sucedido ahí, pero a últimas fechas empezaba a sentirse ajeno a ese territorio, donde veía por doquier señales de mezquindad y estrechez mental.
Las higiénicas lavadoras de banquetas, por ejemplo, ¿no podían suspender un momento el riego cuando pasaba frente a sus zaguanes? ¿O más bien lo salpicaban adrede porque les disgustaba ver a un greñudo con el cigarro en la boca? Cabronas, pensó, como traigo la melena hasta los hombros deben pensar que soy drogadicto.
No aceptaban propaganda de otra religión en sus hogares católicos, ni tampoco, por lo visto, la presencia de hippies degenerados.
Eran idénticas al prefecto del Instituto Simón Bolívar, su eterno perseguidor, que recurría a los chantajes más ruines para obligarlo a cortarse el pelo: es por tu bien, compréndelo, con esas greñas cualquier policía te puede detener en la calle. No hagas cosas buenas que parezcan malas. ¿Quieres darle un disgusto a tu madre?
Al llegar a Parroquia se detuvo para dar una larga fumada a su Baronet; con mala fe, arrojó la colilla a un zaguán recién regado. Sacudiendo la melena con aire desafiante, dio vuelta a la derecha y caminó, muy erguido, rumbo al puesto de periódicos de Adolfo Prieto.
La semana anterior había enviado su cuento a La Cantera, el suplemento cultural del diario El Matutino, donde había un concurso semanal de relato corto, con un premio de 400 pesos para el ganador.
No se creía, ni remotamente, los elogios maternos, pero lo rentaba la idea de ser escritor y quería saber si los conocedores aprobaban o no su trabajo.
Compró El Matutino y sin mirar siquiera la sección de noticias, extrajo el suplemento de color sepia. En la primera plana había un extenso ensayo titulado "Actualidad del surrealismo", con pinturas de Magritte y dibujos de Francis Piccabia.
No sabía una palabra de esos pintores y se avergonzó de ser tan ignorante. Adentro, reseñas de libros y críticas de teatro y danza, todas firmadas por un tal Roberto Lima, que al parecer era el hombre orquesta del suplemento.
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Fruta Verde
RomanceGermán Lugo es un joven e inocente aspirante a escritor, dolido por el engaño de una mala pareja; Mauro Llamas, un dramaturgo homosexual dispuesto a todo con tal de seducir a Germán; Paula Recillas, un ama de casa divorciada y madre de Germán, altos...