La fiesta de bienvenida se había prolongado hasta las cuatro de la mañana y aunque los visitantes españoles venían rendidos por el jet lag, le habían puesto buena cara al tequila y a los antojitos mexicanos de Paula, que rezumaba alegría por el éxito de la fiesta, y sobre todo, por haber hecho feliz al primo Baldomero. Qué rápido había congeniado con todos los amigos de la casa, con cuánto regocijo se había unido al coro de cuarenta voces que cantaban a pecho herido "¡pero sigo siendo el rey!"
Tras la despedida del último invitado había caído el telón y ahora Paula comenzaba a recoger el tiradero.
El único prieto en el arroz era la ausencia de Germán, pensó mientras guardaba el platón de enchiladas en el refrigerador. Después de tanto presumir sus éxitos literarios en las cartas a Baldomero, ahora resultaba que no podía presentárselo. ¿Tanto lo dominaba ese marica que por estar en su estreno dejaba plantados a los parientes de España, a la sangre de su sangre?
Bien hubiera podido venir a casa después del teatro. Pero no, tenía que largarse a emborrachar con esa runfla de pervertidos.
—Pues me da mucha pena —se disculpó con los españoles—, pero creo que mi hijo se la ha corrido larga. Ya lo veréis mañana,si acaso llega a dormir.—No te preocupes, mujer, menudos gamberros son los críos a esa edad —minimizó el desaire Baldomero—. Mi hijo Daniel es idéntico, nunca le vemos el pelo.
Los caballitos de tequila y la falta de sueño habían agrietado el rostro de Baldomero, pero las chispas de sus ojillos vivaces proclamaban que venía dispuesto a divertirse en grande.
Calvo y chaparro, curtido por el sol, tenía una recia musculatura de leñador forjada en sus mocedades, cuando trabajaba en un aserradero. Era fácil imaginárselo con una boina y un puro en la boca, recorriendo el viñedo familiar o despachando en la taberna del pueblo el vino de mesa que él mismo embotellaba en casa, un vino crudo y fuerte, como su propia personalidad, que Paula ya había probado esa noche, pues Baldomero había traído una maleta llena de botellas.
Por lo que había observado en las últimas horas, Baldomero ejercía un dominio casi tiránico sobre su esposa Rosalía, una señora entrada en carnes, alta y pechugona, con los pómulos salpicados de pecas, que parecía la hermana mayor de su esposo, pues le sacaba un palmo de estatura.
Tal vez trataba de hacerse perdonar su talla con una sumisión indigna, para no colocar al marido en posición de inferioridad. Más de una vez, en el transcurso de la charla, Baldomero la había callado en forma soez cuando ella osaba responder alguna de las preguntas de Paula sobre la vida en Piloña:
—Mi madre me contaba que conoció a mi padre en una fiesta muy bonita, donde bajaban piraguas por el río del pueblo. ¿Todavía la celebráis?
Sí, claro, el 15 de agosto —había dicho Rosalía, adelantándose a su marido—. Después hay una verbena preciosa en la plaza mayor.
—Calla, embustera, que no sabes una palabra —la fulminó Baldomero—. Te has confundido con la fiesta del Asturión. La fiesta del pueblo es el 8 de septiembre, y ese día no hay verbena en la plaza: sólo
una procesión donde sacan en andas a la Virgen de la Cueva.Española mexicanizada, Paula se había acostumbrado a las suaves maneras del altiplano azteca y compadeció a Rosalía por tolerar ese trato despótico. Al parecer, Baldomero era un dictadorcillo con
alpargatas.En cambio, dispensaba un trato solícito y paternal a su sobrina Jacinta, una muchacha de carnes magras, con ojillos protuberantes y rostro anémico, vestida toda de negro, que derramaba en el respaldo del sofá una larguísima cabellera castaña.
Su océano capilar había hecho las delicias de Danielita, que toda la noche estuvo jugando a hacerle trenzas. Paula, en cambio, veía sus crenchas enmarañadas con
desconfianza y un poco de asco.
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Fruta Verde
RomanceGermán Lugo es un joven e inocente aspirante a escritor, dolido por el engaño de una mala pareja; Mauro Llamas, un dramaturgo homosexual dispuesto a todo con tal de seducir a Germán; Paula Recillas, un ama de casa divorciada y madre de Germán, altos...