XVIII

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9 de mayo de 1979

El orgullo me escuece porque no tuve pantalones para responder la verdad a mi madre. Con mi silencio le concedí una victoria moral, pues como dice el refrán: el que calla, otorga. Debí soltarle la neta a
quemarropa, por más dolorosa que fuera.

Eso estaba pidiendo ¿no? Pero número uno: yo no soy un libertino tan cabrón como Baldomero, y número dos: me faltó sangre fría para clavarle otro puñal en la herida
abierta por los españoles.

La retórica de una madre ofendida no debe ser tomada al pie de la letra. Sólo quería comprobar si todavía conserva el dominio de mi conciencia.

Más que una pregunta me lanzó un
buscapiés, como si dijera entre líneas: atrévete a reconocer que te acuestas con Mauro y esta familia quedará destruida en cinco segundos. Demasiada responsabilidad para un pecador confundido, que apenas se
asoma a la libertad con el alma llena de nubarrones.

Pero pensándolo bien, ¿quién me obliga a rendirle cuentas de mis actos? El otro día, después del estreno, Mauro me dijo que él tampoco ventila intimidades con su madre, ni ella se lo ha pedido nunca.

Bastante sufrió con el número de rumbera que hizo en Villahermosa para pedirle mayores aclaraciones. Por eso se limitó a presentarme como amigo en la fiesta de Roxana. De hecho, temía haberla perturbado con la escena de la obra donde el padrino seduce a su ahijado en el jardín botánico.

Y me aseguró que la mayoría de sus amigas locas guardan las mismas reservas con la familia, no en balde vivimos en un país donde los valores entendidos suplen a las verdades incómodas. De manera que si los homosexuales declarados no se confiesan en familia, ¿por qué carajos he de hacerlo yo, que apenas empiezo a experimentar con esto, y no tengo ninguna prisa por definirme?

Claro está que Mauro, la Chiquis y las demás reinas de la oficina no tienen una madre española, ni una familia donde los psicodramas telúricos son el pan nuestro de cada día.

En una casa como la mía los
secretos duelen más porque son un virus desconocido. La sangre española se subleva frente al disimulo, y quizá por eso, hasta hace poco teníamos un pacto de franqueza suicida que desafiaba cualquier regla de
urbanidad.

Pero ese pacto se ha roto, por lo menos entre mi madre y yo, pues a partir de ahora han entrado en vigor nuevas reglas. Ella misma las dictó al elevar un pecadillo inocuo al rango de abominación monstruosa, y hoy clausuró el camino de la franqueza, cuando me puso en la disyuntiva de callar o cagarme en la alfombra. Como un reportero que entrevista a un político, esperaba de mi cualquier cosa menos una
respuesta sincera.

Ironías de la vida: sin damos cuenta hemos contraído los pudores del trato social a la mexicana y ahora sólo nos quedan dos alternativas: la simulación o el desolladero.

14 de mayo de 1979

Mauro ha caído de mi gracia para siempre. Qué poca madre, carajo, ¿no podía tener un poco de tacto, un poco de respeto a los sentimientos de su mejor amigo? ¿Pero acaso se le puede pedir caballerosidad
a un maricón de mierda?

Hasta ayer tenía una visión idealizada de la marginalidad sexual, por haber caído en una oficina donde hay tantas locas inteligentes y encantadoras. Pero ya empiezo a descubrir las aberraciones de este submundo, ¿o tal vez debería decir de la condición humana?

El abuso de confianza, la ostentación fanfarrona, el afán de utilizar a los demás, no son defectos privativos de los putos, aunque en ellos resulten especialmente ruines. Eso es quizá lo que más me desilusiona: la imposibilidad de crear un nuevo mundo amoroso, como el que soñó Charles Fourier. ¿Cómo diablos construir ese paraíso, si la vileza humana mata en embrión cualquier utopía?

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