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Sin necesidad de excusas, el martes por la mañana Germán y su madre ya se habían reconciliado. La ventaja de gritárselo todo a la cara era que después de una fuerte catarsis el amor renacía por impulso
natural, como una flor entre las cenizas de un incendio.

Olvidar con rapidez las mutuas ofensas no significaba dar la razón al otro. El motivo de la discordia seguía intacto, como una bomba con la mecha mal apagada, pero de momento se imponía una tregua para
resanar el cariño maltrecho.

Como todos los días, Germán y sus hermanos desayunaban chocolate caliente y pan tostado con mantequilla, mientras Paula, en bata y pantuflas, terminaba de planchar el viejo traje azul marino que Germán sólo había usado hasta entonces en bodas y graduaciones.

Era un día importante en su vida: hoy iba a entrevistarse con Nicolás Mata, el director de Publicidad Albatros, a quien había dejado ya su modesto currículum, y por la tarde tenía que asistir al inicio de cursos en la facultad de Ciencias Políticas.

En otras palabras, hoy comenzaba su vida adulta. Paula le había aconsejado ir a la agencia de traje y corbata, para darle buena impresión a sus futuros jefes.

Germán había aceptado el consejo por darle gusto, pero ya se estaba arrepintiendo.

Con el pan suspendido entre la boca y la taza, echó un vistazo al burro de planchar y su traje le pareció un elegante uniforme de presidiario.

Sí, los oficinistas eran reos de medio tiempo, con la bola de acero oculta debajo del escritorio. Tenían derecho a dormir en casa, a comer en fondas de medio pelo, pero una marca infamante los distinguía de la gente libre: la personalidad de señor prematuro que iba a contraer con esa ropa. ¿Cuál sería la siguiente humillación? ¿Obligarlo a cortarse la greña?

Con los ojos cerrados vio caer al suelo sus hebras de oro ensortijado y tuvo un fuerte dolor de tripas. Pero ni modo, para independizarse necesitaba un trabajo, y la libertad era un bien más precioso que
ninguna veleidad capilar.

Terminado el desayuno,su madre le hizo el nudo de la corbata, y luego, con el saco puesto, le arregló con esmero el cuello de la camisa.

-Estás guapísimo. En vez de darte chamba de redactor te van a contratar de modelo.

-Sí, estás hecho un figurín -se burló Félix-. Modélanos un poquito, muñeco.

-Vete a la chingada -Germán se volvió hacia Félix-. Tú eres más finolis que yo, buey. Para salir a una fiesta te perfumas hasta el fundillo.

Se guardó las llaves en la bolsa del saco, junto al ejemplar doblado del suplemento Cantera que pensaba mostrar en la entrevista,si era necesario, para acreditar su buena redacción.

Ya iba de salida cuando sonó el teléfono. Paula levantó la bocina y dijo unas palabras en espanglish, los labios fruncidos en una mueca de repugnancia.

-Es la asaltacunas -entregó el teléfono a Germán-. Quiere hablar contigo.

Kimberly llamaba desde su hotel para despedirse. Había adelantado su regreso a Seattle, porque después del incidente en Tequesquitengo, ya no podía sentirse a gusto en México.

Raymundo le haría el favor de llevarla al aeropuerto. Estaba muy agradecida por su actuación como abogado defensor. En la adversidad se conocía a los verdaderos amigos. Era una lástima que las
circunstancias la obligaran a marcharse tan pronto, pero si algún día se animaba a ir a Seattle, le encantaría recibirlo en su casa.

Al colgar el teléfono, Germán rehuyó la mirada expectante de Paula, que no se
conformaba con haber desollado a la gringa y al parecer quería más sangre. Pero no se atrevió a preguntar nada, ni él quiso desencadenar una nueva pelea con un comentario indiscreto.

Fruta VerdeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora