XIV

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Cuando salió de la cocina con dos platos de spaghetti recalentado, Mauro encontró a Germán dormido en el sofá de terciopelo rojo.

No le sorprendió su desplome, pues ya venía bostezando en el carro.

De hecho, había calentado la comida para tratar de bajarle un poco la borrachera, porque si en su sano juicio manejaba mal, con tragos encima era un piloto suicida.

Ya habían corrido riesgos de sobra esa
noche. Después de todo lo que habían bebido en casa del maestro Soler, debieron dejar estacionado el Volkswagen de Germán y tomar un taxi. De milagro no lo había visto la patrulla cuando se subió al camellón
de avenida Chapultepec.

A quién carajos se le ocurría soltar el volante para encender un cigarro. Lo peor de todo era que tampoco llevaba el volante de su propia vida. No se conoce a sí mismo ni sabe lo que quiere hacer con su cuerpo, pensó.

Busca mi compañía porque lo hago feliz, pero ¿me quiere de verdad? En varios momentos de esa larga parranda hubiera podido jurar que sí.

En el restaurante de chinos, por ejemplo. Cómo le brillaban los ojos al escucharme. Se desternilló de risa con la historia del matrimonio tabasqueño mal avenido que después de una bronca fuerte, para no
infringir la ley del hielo, se lanzaba reproches por medio de mascotas o personas interpósitas: ¿Verdad, perro, que nunca hay camisas limpias en mi clóset, porque la señora de la casa es una huevona? Y la esposa respondía mientras acunaba al bebé: "Cariñito mío, prométeme que de grande, cuando te vayas de putas, no vas llegar con las camisas manchadas de colorete, ni le exigirás a tu mujer que las lave".

Según Germán son igualitos a su madre, sólo que ella habla con el retrato de su abuela para regañarlo, y me sugirió escribir una comedia donde todos los personajes hablaran así.

Al calor de los tragos hasta le pusimos titulo:
Las terceros personas. Es mi cómplice perfecto, cuando estoy con él las ideas me salen a borbotones, y a veces creo que nos leemos el pensamiento.

Su admiración, su risa, su facilidad para entusiasmarse me alborotan la imaginación y las hormonas al mismo tiempo. ¿Pero de qué me sirve ser tan cautivador si no logro ni una caricia?

Fue a su recámara en busca de una cobija y arropó con ella al durmiente. Se veía tan vulnerable y tierno, que le inspiró un cariño paternal. Si, tal vez Germán ya esté un poco enamorado de mi, se ilusionó: ahora sólo falta que se dé cuenta.
Pero cuidado, nada de estropear las cosas, nada de meterle mano, no te comportes como un maricón abusivo. Él estaba dormido de verdad, no fingía como el lángara de Juan Tamariz.

Su rechazo te llevaría al despecho, el despecho a la frustración y ya pagaste un precio muy alto por buscar en las atarjeas del infierno un sucedáneo gris del amor.

Bien lo decía doña Sigmunda Freud: cuando el principio del placer deja de regir nuestra vida, ocupa su lugar el instinto de muerte.

Esa noche no estabas buscando un encuentro sexual; saliste a buscar la destrucción y por poco la encuentras.

En el espejo ovalado de la sala comprobó que la hinchazón de sus párpados casi había desaparecido. Menos mal, no quería llegar al estreno como un santo cristo. Con el doble objetivo de lucir mejor esa noche y gustarle a Germán, había logrado bajar cuatro kilos con una severa dieta de carbohidratos.

No aspiraba a tener la cinturita de Natalie Wood, pero veía satisfecho que ya empezaban a resurgir los ángulos de su cara. En cuanto a los toques en los huevos, el doctor le había asegurado que estaba ileso y sus erecciones se lo confirmaban cada mañana.

No tenía, pues, ningún impedimento para el matrimonio: sólo faltaba que el novio se decidiera a jalar.

Pero cuidado con la competencia desleal de las pirañas hambrientas. Antes de la ópera, en el vestíbulo de Bellas Artes, había saludado a varias locas del ambiente cultural y al presentarles a Germán notó en sus miradas un rencor amarillo.

Fruta VerdeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora