Sexta Parte: El Feliz Cumpleaños De Lisa

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Me gusta despertar de una pesadilla.
Sí, claro, una pesadilla siempre es una pájara mental, pero lo
que me gusta es precisamente eso: despertar y darme cuenta
de que estoy perfectamente bien. La pesadilla de la que acabo
de despertar empezó como un simple sueño.
Tengo ocho o nueve años. Me encuentro en la playa, en
Jones Beach, con mi padre. Estamos los dos solos, pasándonos
un balón de fútbol americano el uno al otro. No consigo pillar
uno de los envíos de mi padre y voy a recoger el balón;
cuando me vuelvo, papá ha desaparecido. La arena empieza a
estallar a mi alrededor, como si en ella hubiera minas explosivas, y sobre una gran ola de agua roja cabalga el
cadáver de mi padre. Me despierto justo después de que su
cuerpo caiga sobre el mío y me sumerja.
—Buenos días —saluda mi madre.
Está ocupada en sacar de la repisa de la ventana los trofeos
de baloncesto ganados por mi padre, que va metiendo en una
caja con las viejas camisas de trabajo de papá.
Salto de la cama y digo:
—¿Qué estás haciendo?
—Convertir nuestro hogar en un hogar de verdad. —Se
agacha y coge otra caja, y a saber lo que hay en su interior—.
Estoy harta de ver a pacientes morirse en el hospital y de
volver a casa y encontrarme con esta especie de cementerio.
Por eso está en casa a esta hora, porque otro paciente ha
muerto por sobredosis, violencia doméstica o lo que haya sido
hoy.
Y entiendo lo que quiere decir. Me viene a la mente un
dibujo de cómo sería nuestra casa si pudiéramos pegarle
fuego: ventanas combadas, paredes cóncavas, lenguas de
fuego que consumen todo cuanto no queremos, y luego los
tres dejando nuestras huellas en las cenizas al tiempo que los
recuerdos se funden y se dispersan a nuestro alrededor. Con
la salvedad de que nunca voy a dibujarme a mí mismo
rodeado de humo negro, pues tampoco estoy preparado para
ver cómo todo arde y desaparece.
—¿Por qué tenemos que hacer estas cosas ahora mismo?
Baek sale del dormitorio de mamá. Lejos de haberse puesto a
disfrutar de la maratoniana serie de películas de La guerra de las
galaxias que tenía previsto mirar en su día libre, está ayudando a mamá con las cajas. Estamos hablando del mismo fulano
que es incapaz de lavar un solo plato o doblar sus propias
camisetas.
—Hijo mío, han pasado cuatro meses. ¿De qué nos sirve
conservar cartones vacíos de cigarrillos y cartas sin abrir? Es
demasiado. No me gusta vivir con un fantasma en la casa.
—Pero era tu marido —le recuerdo—. Y nuestro padre.
—Mi marido me traía refrescos cuando estaba enferma. Tu
padre siempre jugaba con vosotros, con sus preciosos niños,
durante vuestra infancia. No fuimos nosotros quien perdimos
a ese hombre, sino que fue él mismo quien se apartó de
nosotros. —Mamá se atraganta al hablar. Está llorando—: En
parte preferiría no haberlo conocido.
Me acuerdo de los folletos del Instituto Leteo que tiene en
su habitación.
—Quizá tendríamos que habernos esforzado un poco más
para que se sintiera feliz —murmuro—. Es lo que tú misma
dijiste hace unos días.
Baek interviene de forma sardónica:
—Hablas como un zombi. Papá ya no está con nosotros, y
punto. Mejor cállate y déjala en paz.
En mi interior también hay un vacío, y por mi cabeza
rondan unas preguntas que no puedo limitarme a ignorar.
Echo de menos al hombre que mi madre también añora, el
que reía de buena gana cuando mis amigos y yo estábamos en
su coche y fingíamos que se trataba de una nave espacial
perseguida por los invasores extraterrestres, el que miraba los
dibujos animados conmigo cuando me había despertado de
una pesadilla, el que me acostaba y me reconfortaba antes de marcharse a trabajar en el turno de noche en la oficina de
correos. No me gusta pensar en el hombre que era antes de
que nos dejase.
Mi madre deposita una caja en el suelo. Creo que la he
convencido, pero a continuación coge mi mano y vuelve a
sollozar mientras resigue la sonrisa que emerge de mi
muñeca.
—Ya hemos sufrido bastante, ¿no te parece?
Baek empieza a trasladar las cajas al pasillo. La próxima etapa
es el incinerador de basuras. Me quedo inmóvil por completo.
Pronto no queda una sola caja.
Jungkook se encuentra conmigo en la puerta del bloque donde
vive. Entramos en el ascensor y subimos al terrado. Pregunto
si la alarma que hay sobre la puerta va a dispararse, y me dice
que lleva un par de años sin funcionar, desde la penúltima
Nochevieja o algo parecido. Por lo demás, tampoco suele
utilizar esta puerta. Prefiere subir por la escalera de incendios,
para disfrutar de las vistas y hacer ejercicio, pero no tenemos
mucho tiempo, pues he de encontrarme con Lisa. El sol está poniéndose tras los edificios de la ciudad, y empiezo a
notar que el calor despiadado va a menos.
—… y Baek entonces me soltó que estaba hablando como un
zombi, porque no me creo que la muerte sea el final de la
persona —explico, refiriéndome a la escena vivida en casa.
Veo que por el suelo discurre un cable anaranjado y lo sigo
hasta el borde de la azotea—. La verdad, cuando digo estas
cosas tengo la impresión de que estoy comiéndome el coco.
—No dejes que todo esto te estropee el día, especie de
muerto viviente. Y, sobre todo, que no se lo estropee a tu
chica. —Echa mano al cable y lo sacude un poco—. Este cable
llega hasta la ventana de mi habitación. Ya está todo
preparado, pero mándame un mensaje de texto si hay algún
problema.
Me acerco al pequeño proyector blanco y gris, enfocado
hacia una vieja chimenea tapiada con cemento. Esbozo una
ancha sonrisa.
—Estoy muy ilusionada —dice Lisa, y coge un jarrón de
barro por cocer.
Nos encontramos en Clay Land, una escuela de alfarería
situada en la calle 164 que, a partir de las cuatro de la tarde, se
convierte en el estudio de un tatuador; supongo que por si
alguien que acaba de pintar unos tazones para sus padres
tiene un capricho del que más tarde se arrepentirá. Las
sesiones de alfarería salen a treinta dólares con el cupón de
dos por uno, cosa que ha hecho mella en mi billetera. Eso sí,
estamos creando algo que va a perdurar, como nuestra propia
relación. Lo que tiene su importancia, si tenemos en cuenta
que el padre de Lisa se equivocó de día y le felicitó por
su cumpleaños ayer.
Estamos sentados a la mesa de la esquina. Lisa no
espera que llegue la profesora, sino que echa mano a un
pincel y se pone a trabajar. Sus manos se apresuran, como si
estuvieran operando contrarreloj, y, partiendo de un rojo
iluminador, traza unas franjas amarillas y rosadas a lo largo del jarrón.
Pinto un zombi con cara de felicidad en el tazón que he
escogido.
—Es una pena que no hayamos estado antes en este lugar.
—No me vengas con lamentos el día de mi cumpleaños, Taehyung. —Su sonrisa se ensancha mientras resigue el contorno
del jarrón con dos dedos empapados de color morado—. Esto
me enamora. Es mejor que una bañera llena de caramelos
Skittles.
Ha usado la palabra mágica: «enamora». No ha dicho que
esté enamorada de mí, pero sí de algo que estamos haciendo
juntos, lo que me deja un poco grogui. No grogui del todo —
no ha dicho que esté enamorada de mí, repito—, pero sí lo
bastante grogui como para que el tazón casi se me caiga al
suelo. Quizá por efecto de las vaharadas de la pintura, termino
por preguntar:
—¿Te estoy haciendo feliz?
Deja de frotar el contorno del jarrón y me mira. Levanta
una mano empapada de colores y, cuando trato de cogerla,
me suelta un puñetazo y me queda su coloreado puño
marcado en el brazo.
—Ya sabes cuál es la respuesta a tu pregunta. —Mete el dedo
en un frasco de pintura amarilla y dibuja una sonrisa en mi
camiseta azul oscuro—. Y otra cosa, larguirucho. Deja de
hacerme la pelota. Mira que eres tontito…
Lisa seguramente cree que al final la llevaré a mi piso,
cosa que he evitado, pues mi piso es no apto para novias. Siempre está en desorden y huele a calcetines sudados.
Pasamos por delante de mi edificio, llegamos al de Jungkook, y
subimos al terrado en ascensor.
El sol ha terminado de ponerse, y la luna está haciendo de
las suyas. En el suelo hay una manta de pícnic sujeta con
cuatro bloques de hormigón. Jungkook se las ha arreglado para
sorprendernos a los dos.
—Seguramente te preguntas qué demonios estamos
haciendo en este lugar.
—Siempre sospeché que tenías poderes paranormales —
afirma, mientras sigue agarrándome la mano con fuerza,
como si estuviera colgando sobre un abismo. Levanta la vista y
detecta unas estrellas prendidas en lo alto del cielo lejano.
Pero estoy a punto de superarlas.
Nos sentamos sobre la manta, y pulso las teclas adecuadas
del proyector y el reproductor de discos compactos.
—Muy bien. Tenía pensado llevarte al planetario, pero lo
descarté por unas razones que es mejor que no sepas, y así me
evito el puñetazo. Pensé que, ya que no podía llevarte a ver
constelaciones, te las traería a casa.
El proyector chirría al entrar en funcionamiento, y un rayo
de luz ilumina la chimenea. Una inquietante voz femenina
saluda:
—Bienvenidos al universo conocido.
Jungkook se bajó de internet el vídeo de las estrellas y hasta
consiguió grabarnos la pista de sonido en el disco compacto.
Lisa parpadea repetidamente. Unas lágrimas asoman
a los rabillos de sus ojos, y aunque sé que no está bien
alegrarte cuando tu novia está llorando, no pasa nada si esas lágrimas son porque Taehyung ha hecho algo estupendo.
—A partir de ahora vas a encargarte de todas mis
celebraciones de cumpleaños —susurra Lisa—. La manta de pícnic, la sesión de alfarería, las estrellas… y ahora
esta mujer que habla como si fuera Dios.
—Los dos sabemos perfectamente que Dios es varón, pero
te pillo la idea.
Me estampa un puñetazo en el brazo. La atraigo hacia mí
con fuerza, y nos tumbamos para disfrutar de este viaje por el
universo. Es un poco raro ver estas estrellas cuando las
estrellas de verdad se encuentran sobre nuestras cabezas. Los
satélites artificiales trazan órbitas en torno a los planetas, y los
voy descartando uno tras otro con gestos de la mano y
chasqueando la lengua. Lisa me pega otro puñetazo y
me obliga a callar. Me hubiera callado igualmente al ver que
los planetas se alejan para que podamos admirar las
constelaciones: los mellizos de Géminis (que llevan a Lisa a soltar un gritito de admiración), el pez de Piscis,
el carnero de Aries y el resto de la familia del zodíaco. Las
constelaciones se esfuman. Los subtítulos indican que nos
encontramos a un año luz de la Tierra, unas repetitivas
señales de radio van acercándose cada vez más… hasta que
estamos en la galaxia de la Vía Láctea cien mil años luz
después. Todo esto parece estar directamente sacado de un
videojuego.
Viajamos cien millones de años luz desde la Tierra hasta
otras galaxias en las que vemos muchas tonalidades verdes y
rojas, azules y violetas, que relucen en la negrura absoluta del
espacio, como salpicaduras de pintura en un delantal oscuro.
No entiendo que no nos mareemos cuando nos desplazamos
cinco mil millones de años luz de la Tierra. Hay algo en forma
de mariposa, y descubrimos que se trata de la luminiscencia
crepuscular del Big Bang, hermosa a más no poder.
Todo comienza a alejarse, el espacio y el tiempo nos revelan
su presente, mi presente y el de Lisa, hasta expulsarnos
del cosmos. Este viaje lo cambia todo para mí. O es posible
que no lo cambie todo, pero sí que me aclara qué es lo que
puedo encontrar aquí en la Tierra, en mi hogar. El espacio
resulta lo que se dice inalcanzable para casi todos nosotros.
Me vuelvo hacia Lisa, la chica que acabo de llevar a las
estrellas en viaje de ida y vuelta, la que sigue esperándome en
tiempos tan oscuros como el propio espacio. Cojo su mano y
le digo:
—Me parece… creo que, eh… que estoy enamorado de ti.
El corazón me late desbocado. Qué estúpido soy. Lisa
está fuera de mi alcance, no pertenece a este universo.
Aguardo una reacción por su parte, que se ría de mí, pero
sonríe y disipa todas mis dudas de golpe… hasta que la sonrisa
le flaquea un instante. No me habría dado cuenta de haber
parpadeado o cerrado los ojos de alivio durante un segundo.
—No tienes que decirlo —indica Lisa. Miro sus manos
para comprobar si el hacha que acaba de clavarme justo en el
pecho es tan enorme como parece—. Quizá piensas que estoy
deseando escuchar algo así.
—Voy a serte sincero. Pensaba que estas cosas no eran para
los chavales de nuestra edad, qué quieres que te diga, pero
eres algo más que mi mejor amiga y, desde luego, mucho más
que una chica con la que me lo paso bien en la cama. No estoy esperando que me digas lo mismo. De hecho, lo mejor
es que no lo digas. No voy a tomármelo a mal. Simplemente
tenía que decírtelo.
Beso a mi novia en la frente. Nos soltamos de las manos,
separamos nuestras piernas y nos levantamos. No me resulta
fácil, pues noto una fuerte opresión en el pecho, parecida a la
que sentí aquella vez que las olas me arrollaron en la playa del
Huerto. Sigo el cable anaranjado hasta el saliente y miro
abajo. En la calle, dos tipos están dándose la mano o
trapicheando con marihuana, una joven madre tiene
dificultades para desplegar un cochecito de niño mientras un
par de chicas se ríen de ella. El mundo está lleno de fealdad,
como las drogas, el odio o las novias que no te quieren.
Contemplo mi edificio, situado dos calles más abajo. No me
importaría estar en casa en este momento.
Lisa pone la mano en mi hombro y me abraza por
detrás. En la mano tiene un papelito doblado. Lo blande ante
mis ojos hasta que se lo quito.
—Míralo —insta, con la voz un poco ahogada.
El suyo es un abrazo de despedida, que viene con una carta
de despedida escrita con palabras de despedida. Desdoblo el
papel arrugado. Hay un dibujo: un chico y una chica en el
cielo, con muchas estrellas como telón de fondo. El chico es
alto y, cuando me fijo bien, la chica está pegándole un
puñetazo en el hombro. Es una constelación formada por
nosotros dos. Lisa se vuelve hacia mí, me mira a los ojos, y casi
tengo que apartar la vista.
—Lo dibujé después de nuestra primera cita y he estado llevándolo encima, sin saber muy bien cuándo podría
enseñártelo. Hasta ese momento no habíamos hecho más que
pasear juntos, y todo fue muy sencillo, como si lleváramos
muchísimo tiempo juntos.
Comprendo que está refiriéndose a mi torpe primer beso,
que esa fue su inspiración.
—Me eché a reír después de besarte, y no te sentiste
ofendida. Sonreíste y me pegaste un puñetazo en el brazo.
—Tendría que habértelo pegado en los morros. Supongo
que me gusta ser mala con el chico del que estoy enamorada.
No me muevo. Le había pedido que no lo dijera, pero estoy
contentísimo de que lo haya hecho. Nos quedamos
petrificados en un extraño juego de miradas sin parpadeos, y
nuestras bocas se curvan,
El mundo sigue siendo feo. Pero, por lo menos, es un
mundo en el que tu novia también está enamorada de ti.

Recuerda Aquella Vez. [VK]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora