El payaso maldito

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                                                                                                                                                                   Hugo Mitoire

Cuando era chico, una de las cosas que más le gustaban a Sergio eran los parques de diversiones. Siempre estaba pensando cuándo llegaría de nuevo un parque, ya que en su pueblo aparecían como máximo dos o tres veces al año. 

Para él y sus amigos, ésa era la diversión más fantástica que podían ver y disfrutar. Claro en esa época no había tele, ni jueguitos electrónicos, ni computadoras, ni ocho cuartos. Por esos tiempos, la única diversión de todos los días era jugar a las bolitas, a las escondidas, concurso de figuritas, remontar pandorgas o carrera de bicicletas. A veces se iban a pescar a Paso Paloma, obvio que cuando había pique.

El ring-raje no podían practicarlo, porque como había solamente dos timbres en todo el pueblo, el de don Báez y el de don Vera, ellos ya los habían desconectado definitivamente, cansados de que siempre la estuvieran ligando con ese jueguito. Y bueno -decían los chicos-, a embromarse, quién los manda a poner timbre. Aparte era muy aburrido ir por las casas donde no había timbres, golpear las manos y salir rajando. Eso no tenia gracia. 

Un sábado, Sergio y sus amigos se prepararon porque era la primera función del California Park. Era un parque medio de morondanga que había llegado hacía como dos semanas, pero hacían tanta propaganda que hasta las vacas y los pollitos estaban por ir. En todas las escuelas regalaron unos bonos para una vuelta en la silla voladora. Ese sábado todo el pueblo fue al California Park, hasta los abuelos. Nadie quería perderse semejante acontecimiento.

El parque tenía la sillita voladora, la vuelta al mundo, el bote, la calesita y nada más. Y para jugar tenía el juego de arandelas, tiro al blanco, la pescadita y el tiro a la lata. 

Sergio y sus amigos anduvieron mirando un poco y subieron una vuelta a cada juego, menos la calesita, obvio, porque ya eran grandes. A los doce años nadie sube a una calesita.

Después fueron al juego que más les gustaba a todos, el tiro a la lata. Había que tirar a la lata. Había que tirar seis latas con tres pelotas de trapo, que eran muy livianitas a propósito, para que costara tumbar el laterío. Las latas se apilaban en tres filas, abajo tres latas, arriba dos y arriba de todo una. Ahí se gastaban todos sus ahorros, porque aparte se divertían y se cargaban. El más capo de todos era Oscarcito, el hijo del carnicero; claro, como no iba a ser capo si estaba acostumbrado a cascotear a los perros. En la carnicería del papá, siempre se juntaba toda la perrada del barrio para masticar alguna sobra y ahí lo mandaban a Oscarcito, que a cascotazos limpios los corría a todos. 

La cosa es que el único que se llevó un premio esa noche fue Oscarcito, que se ganó un payasito de yeso, de unos veinte centímetros, colorinche, unas orejas grandes y una risa que asustaba. Era un payaso medio terrorífico.

-Che, ése es para asustar gente -dijo Fredy en broma.

El asunto es que dieron unas vueltas más y todos se fueron para su casa. El domingo, como llovió todo el día, Sergio no se vio con sus compañeros, así que recién el lunes se volvieron a juntar en la escuela.

-Che, ¿vieron lo que le pasó a Oscarcito? -dijo uno.

-¡Noooo!.. ¿qué le paso? -contestaron y preguntaron casi todos.

Y ahí no mas se puso a contar.

-Resulta que el sábado a la noche, después de que nos fuimos del parque, se acostó a dormir y a la madrugada le dio un ataque, como una temblequera, como un susto bárbaro; tembalba como un pollo y decía pavadas, entonces lo llevaron al hospital y le hicieron inyecciones. Después parece que se le pasó  un poco. Ahora está en casa, y la mamá dijo si podíamos ir a verlo.

-Y sí... más vale que vamos a ir -dijeron varios.

A eso de las tres de la tarde se apersonaron en casa de Oscarcito. Los recibió la madre y los hizo pasar a la pieza.

-¿Que te pasó, che? -preguntó uno.

Al principio, cuando vio a todos sus compañeros, se emocionó un poco y quería reírse, pero parece que el julepe le duraba todavía.

-Dale, contá: ¿qué te pasó? -apuró otro.

-Yo me acosté cuando vinimos del parque, después apagué la luz y me quedé paveando un rato en la oscuridad. Acostado miraba el techo, las cosas colgadas o unos agujeritos que hay en la pared por donde entra alguna luz, y por ahí veo algo raro. Veo dos cosas medio brillantes, dos lucecitas de color verde en mi repisa de juguetes; y miro bien a ver qué había ahí y ¿saben qué había?... Ahí estaba el payasito que gané en el parque y lo que brillaba parece que eran sus ojos. Entonces cerré fuerte los ojos para ver si desaparecía, los abro y nada, no estaban más las lucecitas. "Mejor me duermo" dije, "así no veo ninguna cosa rara". Y parece que me quedé dormido ahí nomás, porque no me acuerdo de nada. 

-¡¡Bah!! ¿Y para eso tanto despelote? -apuró el más macabro de los compañeritos.

-No, eso no es todo. Parece que empecé a soñar algo de terror, no me acuerdo bien, pero creo que me corría el payasito maldito ése. Yo corría como un tarado, y él cada vez más cerca, creo que me quería matar. Me acuerdo que iba corriendo por una vereda y justo había un montón de ladrillos y cascotes, quise saltar y me caí, y ahí nomás el payasito desgraciado se me tira encima. Yo empiezo a gritar y a patalear y me despierto... y ahí sí que viene lo peor...

-¿¿Qué pasó, qué pasó?? -preguntó el más ansioso de todos.

-Cuando me despierto, veo que tengo a mi lado, en la almohada, al payaso maldito, que me miraba con sus ojos verde brillante. Y ahí sí que empecé a gritar y llorar como un loco, tiré todas las cosas al suelo; pateaba y manoteaba, hasta que llegaron corriendo mi mamá y mi papá. Yo no podía parar de llorar y después creo que me desmayé.

-Y qué te dijo el doctor? -preguntó el más científico.

-Parece que ese doctor es medio pavo, porque escuché cuando le decía a mi mamá que lo que yo tuve fue sólo una pesadilla, pero que me había asustado mucho. Quiero ver si él viene a dormir a mi pieza con ese payaso, a ver si aguanta hasta la mañana. 

-Seguro, lo que paso es que los grandes siempre creen que nosotros mentimos -dijo el más solidario. 

CUENTOS DE TERROR PARA FRANCO IWhere stories live. Discover now