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Para Laiden aquellos dos días fueron una prueba a su paciencia y capacidad de mantener la boca cerrada. Los humanos, como había leído, eran curiosos por naturaleza y la mayoría no tenía reparo alguno en preguntarle sobre su vida.

En ese tipo de ocasiones el mago tenía que ser cuidadoso y repetir la historia ficticia que habían creado de coartada: que ellos venían de una aldea de afuera de las murallas y que habían decidido estudiar en Litheas porque tenía las mejores universidades de Kerrah.

También significó acostumbrarse a la presencia humana, sobre todo porque Needle había estado insistiendo en aceptar la oferta de Ala y su pandilla de comer con ellos.

Muy en el fondo tenía que admitir que no eran tan mala compañia como le habían parecido en un principio y que —en especial la rubia— podía ser una verdadera fuente de información; sin proponérselo Ala ya había ayudado a Laiden a reunir más de la mitad de nombres de todos los estudiantes, lo cuál era mucho mejor que entrar de infiltrado en la red de la ciudad para buscar una lista.

Por supuesto, una parte de él se había aterrorizado ante tales pensamientos y los había usado de excusa para retomar sus carreras a primera hora de la mañana.

Justamente volvía de una de estas sesiones mañaneras de entrenamiento cuando recordó que ese día tendría su primera clase de pintura. Gracias a Ala sabía que la nueva maestra sería ni más ni menos que la supuesta secretaría que había recibido sus documentos y entregado sus llaves, quien, también era la madre de Kristia.

Tratando de no emocionarse demasiado, Laiden se dió una ducha rápida antes de vestirse con su atuendo típico —camisa de botones remangada hasta los codos, pantalon negro y botas de cuero café—, también escondió un saquito marrón que ató con dos correas en su pierna derecha que contenía diminutas esferas de metal, además de un cuchillo con aspecto viejo.

Una vez listo cerró la puerta tras de él y se encaminó hacia el edificio de la Facultad de Artes y Cocina.

Cuando llegó, lo primero que notó es que el aula era blanca, por no decir falta de color, con catorce bancos de ébano y su respectivo caballete. La maestra —Mónica Carthen— estaba frente al pizarrón, sentada de forma graciosa sobre el escritorio mientras trataba de mantener su cabello en orden, sujetandolo con un pincel que aún tenía rastros de pintura en él.

Laiden trató de ignorar la creciente opresión que le surgía en el pecho, encaminados mejor hacia uno de los puestos vacíos, casi al final del aula. No pasaron más de diez minutos antes de que todos estuvieran dentro, emocionados por conocer a su nuevo guía.

Carthen lo tomó como una señal para sonreír, y, aún con el pincel balanceandose precariamente sobre la cabeza, inclinarse en un saludo burlón.

—Para los que no me conocen me llamó Mónica Aemilda Carthen. Estudié psicología porque creo firmemente que solo un loco puede ayudar a otro con su locura; sin embargo siempre he sido afín al arte y como su anterior maestro renunció, tendremos que soportarnos —algunos sonrieron entre bufidos de humor—. A diferencia de otros profesores no les pienso preguntar como se llaman ni de donde vienen ¿porque tendría que importarme? No quiero hacerme ideas erróneas, prefiero recordarles por su arte, por los sentimientos que plasmen en la tela y que revelan en verdad quienes somos cada un...

—¿Y si preferimos dibujar a lápiz? —Laiden notó como la mayoría hacia gestos de exasperación hacia el chico que había hablado, como si estuvieran acostumbrados a que hiciera comentarios así.

Si hubiera estado en Nevea... Pero Carthen, en lugar de molestarse y mandarle a callar, embozó una sonrisa emocionada, como si hubiese marcado un punto.

Laiden: ¡Que Viva La Reina!Donde viven las historias. Descúbrelo ahora