Chapter 3

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Ian Gabriel Hannover era un hombre con cualidades dignas de admirar: Era atractivo, cabal, inteligente, de facciones tanto hermosas como frías, incluso algunos decían que fácilmente podría ser considerado un príncipe pero la verdad que pocos conocían era que detrás del hermoso rostro del nieto predilecto de Thomas Hannover, también habitaba barba Azul.

Luego de una noche difícil, la jornada milagrosamente había terminado, y justo antes de marcharse había recibido una noticia que alteró potencialmente su escaso buen humor, así que a último minuto decidió cambiar su curso... Mientras caminaba, todo aquel que se interponía en su camino le abría paso.

Todos sabían que Hannover era un profesional como pocos, la estrella más joven en el campo de la cirugía, y un auténtico hijo de puta cuando alguien se cruzaba de manera inoportuna en su camino y en ese momento cualquiera que se interpusiera podía despedirse de su cabeza.

—Tengo que hablar contigo. — Profirió en voz alta.

El director del hospital no apartó la vista de su ordenador pero pudo notar que el hombre frente a él estaba ardiendo de la rabia. Poco faltaba para que comenzara a echar humo por los oídos.

Con la mano hizo un gesto indicando que se acercara. Donovan era un hombre canoso cuya paciencia había entrenado arduamente con el pasar de los años, eso y el especial afecto que sentía por el padre de Hannover hacían que le tuviera paciencia.

— ¿Qué se te ofrece?

El joven doctor dio un paso adelante y se acercó atravesándolo con la mirada. Las aletas de su nariz se abrieron airosamente mientras hablaba apretando los dientes.

—Sabes muy bien porque he venido— masculló—te dije que no accedería a ser el tutor de residentes. — tiró un fajo de papeles sobre el escritorio. — ¿Qué se supone que significa esto?

—Eso significa que te hemos dado los mejores promedios ¿No te alegra? Son los promedios más brillantes de este año. Oxford y Harvard. No podía asignarles un tutor que no fueras tú.

—No estoy jugando Greg.

El hombre abandonó la atención del ordenador, masajeó su tabique nasal rogando a los ángeles y todas las deidades en las que no creía, que fueran a socorrerlo. Tomó las copias de las fichas que Hannover acababa de tirar y habló mientras las ordenaba.

—Tienen mucho talento.

El más joven chasqueó la lengua.

—No me importa— respondió arreglándose la corbata, comenzaba a ahorcarlo. —El talento se demuestra en la sala de operaciones con un pecho abierto frente a tus ojos y una vida pendiendo en tus manos.

—Tú también fuiste residente y si mal no recuerdo, tuviste que trabajar mucho para demostrar que tus logros académicos no eran comprados ¿O me equivoco? —calló, desarmado y sin argumentos.

El problema no era con los residentes exactamente —al menos no con todos— el problema era suyo, de sus ambiciones de éxito y gloria. De sus imprudencias, cómo eso había arruinado la vida de una persona y él no hizo nada para ayudarle.

Las palabras de Donovan lo hicieron maldecir en voz baja y abandonó la oficina aún sintiendo las corrientes de ira fluir a través de su cuerpo. Jamás dejaría de odiar a la prensa sensacionalista y sus comentarios malintencionados. Tampoco a los residentes y a él mismo por lastimar a los demás con sus errores.

Fustigado por sus recuerdos, entró en el ascensor —milagrosamente vacío— obligándose a calmarse. Mientras descendía al estacionamiento, Hannover pensaba en ella. Habían pasado varios meses desde la última vez que le vio y desde luego no le mencionó la "maravillosa" noticia de que sería su tutor.

La señorita Zimmermann era ardiente, con una boca tan deliciosa como peligrosa y una perfecta perra manipuladora que se había dedicado la mayor parte de su juventud a asediarlo. Debía idear la forma en que Greg se la quitara de encima o todos notarían lo que pasaba entre ambos. Una cosa llevaría a otra y... Todo terminaría por saberse.

«De todas las mujeres que me he tirado, tenía que ser ella» pensó frustrado.

Por un momento contempló la idea de retomar sus actividades lujuriosas con Zimmermann para mantener la paz entre ambos. No todo podía ser malo, el sexo sería su comodín, un terreno neutral... como Suiza.

Luego de un largo baño con agua caliente se vistió acorde para la entrevista que tendría lugar en su elegante despacho.

Allí dejaría a la chica periodista curiosear a su antojo, que viera cada uno de sus diplomas y reconocimientos, la dejaría deleitarse con su riqueza . Esta le sacaría una foto en medio de sus trofeos y certificados. Ya se la podía imaginar, jactándose con sus colegas de haber entrado a una casa como la de los Hannover, asombrada por la cantidad de diplomas que poseía, alabaría su intelecto y él esbozaría un par de sonrisas hipócritas.

Acabaría con ello rápido, tenía que hablar con Zimmermann para hacerle desistir de entrar al St. Matthews, no sabía exactamente cómo pero lo lograría, de eso estaba seguro.

— Doctor... La señorita del periódico está entrando a la mansión.

El hombre asintió con una expresión carente de emociones, se enfundo en un costoso traje de dos piezas para dirigirse al recibidor.

E Ian... Que había visto de todo en la vida; desde las mujeres más finas y elegantes, los cuadros de los pintores más ilustres del mundo y los paisajes más hermosos... Fue presa de la sorpresa cuando unos ojos azules lo traspasaron desde el umbral.

Aturdido por la incontrolable fascinación que le produjo la mujer frente a sus ojos, se puso de pie reverenciando su belleza. Por un momento se vio tentado en pellizcarse el brazo y así confirmar que no estaba soñando.

Recorrió la distancia que los separaba a grandes zancadas, y mientras caminaba reparaba en el aspecto físico de la joven. Ella era blanca como la nieve, su cabello trenzado era de un rubio oscuro, tenía unos carnosos labios de matiz coral, y sus ojos iban surcados por suaves ojeras signo de cansancio, sin embargo, estos fácilmente podrían formar parte de una exhibición de Tiffany's.

—Señorita Ross.

El marcado acento del doctor le hizo abrir la boca. Hannover vio como un rubor traicionero se trepaba por las mejillas de la chica, y el aleteo de sus pestañas le pareció el gesto más erótico que había visto en mucho tiempo.

Sonrió con galantería estirando la mano para saludarla. El olor de su inocencia llegó hasta él provocándole una corriente de excitación.

— Es un placer conocerla. 

La Máscara de Ian HannoverDonde viven las historias. Descúbrelo ahora