Cap VIII

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Lucien permaneció quieto, mirándose la mano ya sin heridas. No quería pensar, no quería que su rostro expresara  nada. Se concentró en el latido de su corazón, en mantenerse imperturbable. Notaba a Darius demorarse. Tan solo podían comunicarse, la piedra de Fal solo podía conectar el vinculo de la telepatía, como la espada de Nuada de Lucien o la lanza de Lugh de Iam. Tan solo la caldera de Dagda en propiedad de Marcus podía mostrar lo que sucedía. Siguió mirándose la mano, pero sin verla, concentrado en su propio corazón. En mantener en la mente una desolación que… ya no sentía.

Hacía ya varios minutos que Darius se había retirado cuando salió de la habitación gritando. Tanteó su mente, buscando la conexión con alguno más de los de su raza, pero todos estaban aislados.  Marcus descansaba y tampoco podía sentir a ninguno de los gemelos Blackstone. Aún así levantó las barreras mentales, desconectándose de sus hermanos. Se había vuelto todo un experto en desconectarse de ellos, sus nuevas artes se lo habían enseñado.

—Jason, trae agua  para un baño, y que esté muy caliente.

No esperó respuesta a su orden, volvió a entrar y caminó decidido hacia ella.

Seguía suspendida en el aire, a apenas unos centímetros del lecho, como había estado en los últimos días. Con rapidez, comenzó a quitar todas las cataplasmas. Tenía que dar la razón a Darius y Marcus, aquello ya olía fatal. Las heridas estaban infectadas y la piel de alrededor comenzaba a gangrenarse.

¡Cómo no se le había ocurrido antes! ¡Cómo había sido tan estúpido!

Sus ojos hicieron estallar las suturas que había hecho unos días antes y que no habían servido de nada.  Estaba escuchando como vertían el agua en la tina, en la habitación de al lado, la que servía de vestidor. La puerta que las comunicaba  estaba entreabierta, pero sabía que nadie miraría por ella.  Esperó  hasta que la puerta volvió a cerrarse y se quedaba de nuevo a solas.

—Solo unos minutos más, preciosa. Aguanta solo unos minutos más.

Estaba decidido, tal vez fuese una locura, pero era su única solución.

Sus labios susurraron junto a su oído palabras ancestrales, pronunciando el hechizo que la   sumergiría en un profundo sueño. No estaba dispuesto a que sintiera el dolor de lo que iba a hacer. No sufriría por su culpa.

Tomó el cuerpo inerte de la joven y lo llevó en sus brazos hasta el agua. Ya no quedaba nada de su esencia femenina, todo era el hedor de la carne en putrefacción.

Y el tufo de la muerte.

Sumergió el cuerpo de su damisela en el agua sin soltarla de sus brazos. El agua caliente limpiaría las heridas, pero también las pondría en carne viva. Se estremeció al pensar en el dolor que eso le estaría produciendo. Quizás se asemejaría a los latigazos que había recibido.

Durante unos minutos que parecieron siglos, permanecieron en la misma postura. Lucien arrodillado junto a la tina y sosteniendo en sus brazos el cuerpo de la mujer, procurando  que se mantuviera cubierta por el agua hasta la barbilla. El agua estaba muy caliente. Caliente para él, dolorosamente caliente para ella.

—Tranquila, preciosa–. Sabía que no podía oírle, sabía que no estaba sintiendo nada, pero necesitaba tranquilizarla. Por alguna razón que no llegaba a entender, necesitaba hacerla sentir bien. Su bienestar era su principal prioridad en esos momentos.

Se puso de pie, elevando con él  el cuerpo chorreando de la joven. Si se dio cuenta de que estaba mojando la alfombra, ni le importó. Caminó de vuelta a la cama y depositó el cuerpo sobre las sabanas. Cogió el paño, que tantas veces había colocado sobre su frente para bajar la fiebre y frotó las heridas con fuerza. La piel muerta comenzó a desprenderse y la sangre se mezcló con el agua que mojaba su piel.

Lucien levantó un hechizo de protección para sus sentimientos que comenzaban a ser muy fuertes. Todo quedaría encerrado en aquella habitación. De esa forma nadie sentiría nada. Estaba sintiendo el dolor que ella debía de estar sintiendo, sumando a ello la culpa, la desesperación, la impaciencia…

 Continuó frotando las heridas, haciéndolas sangrar, haciendo brotar la sangre limpia, haciendo desaparecer todo vestigio de piel muerta. Su rostro no mostraba más que frialdad, la frialdad de un muro de granito.

—Tengo que hacerlo preciosa. Tengo que hacerlo –le decía mientras le daba la vuelta y seguía frotando el resto de las heridas–. Tengo que hacerlo–. Sus palabras eran  un tónico que le daba fuerza para seguir con la atrocidad que estaba haciendo. No quería pensar en lo que hacía, solo quería hacerlo.

Lucien se detuvo, tiró el paño al suelo y se levantó. La imagen que vio, le sorprendió más de lo que esperaba. Volvía a estar igual que hacía unos días, todo ella envuelta en sangre y su cuerpo de nuevo inerte. El olor característico de la sangre lo inundaba ahora todo, llenaba sus fosas nasales.

 Caminó despacio hacia el otro lado de la cama, junto a la ventana estaba la jofaina y la jarra de agua que utilizaba para afeitarse cada mañana. Extendió la mano y cogió la navaja.

Otras manos habían sostenido un cuchillo ante ella.

Realizó con rapidez cinco cortes profundos en su palma y su antebrazo, y frotó con su sangre el cuerpo de la joven.

Sus ojos vieron otras manos frotando el cuerpo con sangre.

 Expulsó de su mente aquella imagen y se concentró en los cortes que se había hecho.  Sus heridas cerraban demasiado pronto y la sangre ni siquiera había tocado su piel. Nunca una gota de su sangre había salido jamás  de su cuerpo, ¿cómo había esperado hacer eso?

Acerco la mano al cuerpo de ella y volvió a cortar. Más cerca, menos tiempo para cicatrizar. La daga la guiaba la rabia. Los cortes dividieron en dos su piel.  Después agarró con fuerza la espalda de ella. Dejando en contacto su herida abierta y la espalda ensangrentada. Esperó unos segundos y separó la mano. Sus ojos se abrieron sobresaltados. Su boca se abrió asombrada. Una pequeña sutura de forma natural cerrando un milímetro de su piel. Una simple gota  había caído sobre ella. Una carcajada resonó en la casa. Aunque tuviera que hacerlo gota a gota, centímetro a centímetro, lo haría.  Volvió a cortar la palma de su mano y volvió a acercarla a las heridas de ella. Apretando con fuerza piel contra piel, estrujando su sangre sobre ella.

Una nueva gota. Había burlado de nuevo a su sangre inmortal. Se había robado una porción de su vida.

Una y otra vez volvió a cortarse y a verter  unas gotas de su sangre sobre el cuerpo de ella. Con cada pizca  de carne curada, Lucien se impacientaba un poco más. Una simple migaja de su líquido vital vertido y una montaña de inquietud  para él.

 Necesitaba más. Más profunda…

Necesitaba hacerse una herida más profunda. Así su cuerpo tardaría más tiempo en cerrarla y podría dar el preciado líquido rojo.

Ni siquiera dudó un segundo, ni siquiera pensó en las consecuencias que eso podría tener en él.

Se desprendió de su camisa y clavó con fuerza la daga en su vientre una y otra vez. Sin parar, con fuerza. Observó su sangre deslizarse por su abdomen desnudo. En cuestión de un par de segundos, estaba sangrando por el vientre y por los brazos. Su rostro no mostró ni un ápice de dolor sino una sonrisa de satisfacción. Con rapidez, se colocó sobre el cuerpo inmóvil  y la abrazó con fuerza por la espalda. Su cuerpo estaba en contacto con el de ella, como esperaba lo estuviera su sangre.

Condenado a amarteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora