Capítulo 10

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Valentina nunca supo lo lejos que había llegado cuando Sebastián logró alcanzarla. Ni siquiera sabía a dónde se dirigía. Sin embargo, cuando vio que a su lado se detenía un coche de color oscuro que le resultaba muy familiar, se paró. Mucho antes de que el motor se apagara por completo, la puerta e abrió y salió Sebastián, con aspecto muy enojado. Su boca no era más que una línea, dura, que se dibujaba de un lado a otro de su hermoso rostro. Sin mediar palabra, la agarró del brazo y la llevó a empujones hacia el coche. Con la mano que le quedaba libre, abrió la puerta del copiloto y la metió dentro, cerrando la puerta con un portazo tal, que ella hizo una mueca de dolor.

Se metió en el coche y activó el cierre centralizado de las puertas del coche. Después, se quedó sentado, muy quieto, con una mano en el muslo y la otra en la boca. Mientras tanto, Valentina, intentaba recuperar el aliento tras la carrera. Sudaba tanto que la piel le brillaba como si fuera de porcelana.

-Yo...

-¡Calla! -exclamó él-. ¡No digas ni una maldita palabra!

Ella parpadeó y se quedó en silencio por el poder que él le había infundido a aquella orden. Entonces, arrancó el coche, metió una marcha y se marcharon calle abajo.

El viaje de vuelta al apartamento le resultó a Valentina tan corto que se preguntó si era posible que hubiera recorrido tan poca distancia. El coche paró de repente, y Sebastián salió, dio la vuelta al coche y le abrió la puerta. Ni siquiera la miró a la cara, pero la obligó a entrar en el edificio y en el ascensor. Cuando llegaron a la última planta, Sebastián abrió la puerta, la arrastró dentro y cerró la puerta con un nuevo portazo para después echar la llave.

Valentina no quiso comprobar lo que Sebastián tenía la intención de hacer a partir de ese momento y salió corriendo por el pasillo hasta su habitación, cerró la puerta y fue a sentarse en el borde de la cama, deseando con todo corazón que hubiera habido un cerrojo en la puerta.

Pero no era así y se echó a temblar al asimilar por fin todo lo que había ocurrido después de su confesión.

-¡Dios mío! -sollozó. Entonces oyó que él se dirigía hacia su habitación y se puso en pie de nuevo.

Todavía no podía hacerle frente. No podía. Entonces recordó que el cuarto de baño sí que tenía cerrojo y se dirigió allí a toda velocidad...

-Hazlo -la desafió una voz muy fría detrás de ella-, y verás cómo la echo abajo...

-Yo... necesito una ducha -mintió ella, sin volver a mirarlo-. Estoy sudando y el aire acondicionado está encendido. Hace..., hace un poco de frío.

-Lo que pasa, amor -dijo Sebastián, arrastrando las palabras-, es que te estás escondiendo de nuevo. Pero, como te habrás dado cuenta, no estoy dispuesto a permitírtelo. Así que es mejor que te des la vuelta y me mires, a que sea yo el que tenga que obligarte a hacerlo.

Valentina supo que aquellas amenazas no eran en vano. Sebastián, de nuevo, había decidido lo que tenía que hacer y estaba dispuesto a inspeccionarle el alma a cualquier precio.

-Tu... tu madre...-

-La ha tranquilizado mucho saber que estás de vuelta aquí conmigo -le informó él-. Pero se ha marchado a casa para recuperarse de la escenita que has montado.

¿Que ella había montado?, se repitió Valentina  en silencio. Pero, ¿quién había instigado aquella «escenita»? ¡Había sido ella, su madre!

-Date la vuelta, Valentina-

Ella se había vuelto a poner la mano sobre los ojos, pero casi instantáneamente la dejó caer, para convertirla en un puño. Luego cuadró los hombros y se dio la vuelta de repente.

AMANTES RENDIDOSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora