Capítulo 8

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CERRANDO LA SUAVE curva elástica que forman las Antillas Menores, desde las islas Vírgenes hasta las costas vene­zolanas, broche de oro y esmeralda en el magnífico collar de las islas de Sotavento, se alza Saba, verde como que emerge de las aguas azules del Caribe con su redonda costa de roca viva, con la apretada maraña de su boscaje florecido de bugambilias, bibiscos y poincianas, perfumada del aroma penetrante de la nuez moscada, cuyos árboles crecen en las estrechas grietas que son como pequeños valles alargados. Y arriba, en lo alto, cerca de lo que fuera en otro tiempo cráter de un volcán, la pequeña ciudad holandesa de Botton, con sus pocas calles en escalera, de limpísimas casas del más puro estilo flamenco, sus pequeños jardines bien cuidados, sus aceras de azulejos brillan­tes y sus gentes plácidas y lentas, que parecen vivir al paso rítmico de un clima siempre igual, en el éxtasis de su maravi­lloso paisaje.

—Le queda muy bien ese traje, mi ama.

—Colibrí, ¿por qué entras sin llamar? —reprende Mónica, levemente sobresaltada.

—Perdone, mi ama, pero vi por la rendija que ya estaba vestida. Le queda muy bien ese traje.

Mónica ha hecho un esfuerzo para contener la sonrisa in­evitable que las ingenuas palabras de Colibrí han llevado a sus labios. Frente a aquel espejo que sin una palabra ha colgado Juan en la única cabina del Luzbel, acaba de mirarse ataviada con el vestido que trajera Segundo de María Galante, y siente la impresión de estar casi desnuda. El fino cuello adelgazado emerge del encaje que bordea el escote, las mangas llegan ape­nas a la mitad del brazo. En cambio, la falda es larga y ancha, pero ceñida en la cintura, mostrando el fino talle flexible. Ha peinado en dos trenzas sus dorados cabellos que caen sobre la espalda, nimbo rubio de su belleza ahora más frágil, más idea­lizada que nunca...

Con movimiento de pudor instintivo, se arrebuja en el chai de seda roja y el vivo color da vida nueva a sus pálidas meji­llas. Sin embargo, retrocede vacilante, con una protesta:

—No puedo salir así. Necesito mi ropa, mi traje negro... ¿Dónde está? ¿Cuándo me lo quitaron?

—No sé, mi ama. Pero salga, salga que ya estamos llegando. ¡Mire la montaña! Salga, mi ama, salga...

Mónica se ha acercado a la redonda ventanilla. En efecto, están muy cerca ya de tierra. Allí, como al alcance de la mano, está la playa rubia, con el verde cinturón de palmeras sombreando sus arenas doradas, y un sol caliente baña todo el paisaje. Es el sol de otro mundo, de otra vida... Como electri­zada, va Mónica hacia la puerta del camarote, que se abre de par en par para dejarle paso.

—¡Ya estamos en Saba, patrona! ¿No quiere usted bajar? - No es la gallarda figura de Juan del Diablo la que está frente a ella. Un instante se estremeció pensando que era él quien se acercaba, pero el hombre que se ha apresurado a fran­quearle la puerta es él segundo del Luzbel. Es menos alto, menos recio, menos arrogante, tiene los ojos claros, los cabellos casta­ños, y hay en su rostro juvenil, hoy pulcramente rasurado, un gesto a la vez solícito y curioso. Su pecho es ancho, sus manos callosas, pero sus pies no están descalzos ni viste la burda ca­miseta marinera de todos los días, sino las frescas ropas claras, típicas de los habitantes de la Martinica y Guadalupe. Porte y traje hacen perfecto juego con los de la lindísima muchacha que un instante quedaría en la puerta de la cabina, como deslum­brada, y que balbucea:

—¿Bajar...? ¿Yo...?

—Hay un bote listo para echarlo al agua. Se siente mejor, ¿verdad? Colibrí dijo que ya estaba curada y no sabe cuánto nos alegramos todos...

Ha extendido la mano señalando a los otros tres tripulan­tes del Luzbel, que ahora parecen totalmente olvidados de su trabajo, inmóviles junto a la borda, fijas en ella las miradas, tensos por la emoción invencible que aquella presencia feme­nina trae a sus mentes rudas y cándidas. Con pudor instintivo, Mónica se ha envuelto más en el rojo chai.

Mónica (Corazón Salvaje: libro 2) [Completa]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora