Capítulo 11

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 TEMBLANDOLE EL ALMA, como si no le fuese posible asimilar la horrible verdad, trémula y espantada como si escu­chase el relato de una pesadilla, ha oído Mónica las palabras del pequeño Colibrí, sola con él en la cubierta de la goleta abando­nada...

—¡No puede ser! ¡No puede ser! ¿Qué había hecho él? ¿Qué pasó antes?

—Nada, mi ama, nada. Iba con sus papeles para cobrar la carga y luego comprar una cosa que quería comprar... Pisó el portal y lo metieron adentro, y a mí me cerraron la puerta en la cara y me echaron a patadas, mi ama... Pero no me fui y oí gritar al amo: "Al que me toque le cuesta la vida". Casi seguro que le dieron un golpe en la cabeza, por detrás, porque ya no dijo nada más, y cuando lo sacaron por la otra puerta iba como desmayado. Yo quise ir corriendo, pero un soldado me dio aquí con el arma larga... Aquí, patrona, mire...

No, no es una pesadilla, no es un sueño... Colibrí le ha mostrado las huellas de un golpe brutal, unas manchas de sangre sobre su camisa blanca, y las pequeñas manos negras se juntan temblando, mientras parecen pedirle auxilio los grandes e inge­nuos ojos espantados:

—¡Hay que hacer algo, mi ama!

—¡Naturalmente que hay que hacer algo! ¿Dónde están los demás? Segundo, Martín, Julián... ¿Dónde están? ¿Dónde es­taban?

—En la taberna, mi ama. Todos tienen miedo de caer en chirona... Allí no le dan a los pobres sino calabozo y palos... Todos van a esconderse... Pero usted, usted y yo, que no tengo miedo de nada, aunque me maten...

—¡Pues ven conmigo!

—¡Adonde usted me mande! Al pie de la escala está el bote. Seguro que a usted la tienen que dejar entrar... Seguro que a usted tienen que decirle... ¡Ay patrona...!

—¿Qué pasa?

Han corrido juntos a la borda. Cuatro botes, cargados de soldados, llegan, desparramándose como para rodear al Luz­bel... El más grande se ha detenido bajo la misma escala. No lleva, como los otros, soldados coloniales ingleses, sino marinos del guardacostas, y ondea en su popa la bandera de Francia...

—¡Pronto... arriba! —ordena la voz autoritaria del oficial—. Aseguren el ancla. Tomen inmediatamente posesión de la gole­ta... ¡Echen mano a todos los tripulantes! ¡Que no escape nadie!

—¡Un momento, señor oficial —Mónica ha avanzado, encen­dida de una ira repentina, de una violenta indignación que le arde en la sangre— ¿Qué significa esto?

—¡Caramba! —exclama el oficial, contemplándola con mira­da sorprendida, en la que arde una espede de franca admira­ción— ¿Es usted la mujer de Juan del Diablo?

—¡Soy la esposa de Juan de Dios, patrón y dueño de esta goleta! Sé que le han detenido y apresado sin provocación nin­guna de su parte, y ahora...

—¡Pongan mano en todo con cuidado, muchachos! ¡Miren si no hay en la bodega explosivos o armas! —recomienda el oficial, soslayando la protesta de Mónica. Y dirigiéndose luego a ésta, le explica—: Son las precauciones de costumbre, señora. Soy responsable de la vida de mis soldados...

—¿De quién viene la orden de apresar a Juan y apoderarse de su barco? —trata de saber Mónica— ¿Qué ha hecho para...?

—Lo que ha hecho no lo sé ni me importa —la interrumpe altanero el oficial. Y dirigiéndose de nuevo a sus subalternos, ordena—: ¡Detengan a todo tripulante... amarren codo con codo al que se resista! Llévense al muchacho ése...

—¡Dios libre a nadie de tocar a este niño! —salta Mónica furiosa.

—¡Basta ya! Todo el mundo va detenido, y usted también, señora de Dios, o del Diablo, que a mí no me interesa cómo se llame.

Mónica (Corazón Salvaje: libro 2) [Completa]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora