Capítulo 12

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DESVIADO CIEN KILÓMETROS de la ruta que debieran seguir para llegar a Saint-Pierré, sacudido aún por las recias marejadas en la que las ráfagas secundarias de un ciclón lo han envuelto durante muchas horas, lleva el Gallón su azarosa mar­cha por los oscuros mares encrespados... Roto, desarbolado, con las bodegas aún mediadas de agua, con la maquinaria inútil, navega, no obstante, con extraña precisión, impulsado por su única vela de proa, guiado por las recias y expertas manos de aquel que a los veintiséis años es el más audaz navegante del Caribe. Atento al ruido, alzando de cuando en cuando la cabeza para mirar la bitácora que se balancea sobre la rueda del timón, duro y alerta como si se hubiera hecho de piedra para las horas de la ruda batalla, Juan del Diablo parece sólo atento a la mar­cha del barco... Por la cubierta que aun bañan las olas, aga­rrándose a las paredes, se acerca un hombre hasta su lado, y Juan interpela:

—¿Qué pasa Segundo, por qué dejaste la vela?

—Está en buenas manos, patrón. El Anguila y Martín, están con ella, y como la tormenta va amainando, pensé que usted podía necesitar relevo... ¿Sabe que el capitán está mal herido? ¿Que el timonel y el primer piloto se fueron al agua? ¿Que el único que manda a bordo es el oficialito ese que vino a pren­dernos, que de marino no tiene nada?

—Sí, Segundo, sé perfectamente todo eso.

—El barco está, como quien dice, en nuestras manos, patrón. Y si no es por nosotros, anoche naufragamos, nos hubiéramos estrellado contra las rocas de Granaditas, habríamos encallado en un bajo, o quizás hubiésemos caído en el centro del hura­cán...

—Sí, Segundo, sé eso. Ve a atender a tu trabajo. —Segundo ha vacilado. Sobre los montes de la isla de Granada, el viento ha barrido las nubes, y asoma con tono sonrosado la primera luz del alba. Juan consulta de nuevo la brújula, y des­pués ordena:

—Dentro de media hora cambiará el viento. Mira a ver si pueden alzar otra vela en el palo que queda intacto, para que viremos cuando el tiempo cambie.

—¡Y podremos irnos hasta el fin del mundo! —se alboroza Segundo con la esperanza a duras penas contenida—. Si usted me autoriza, patrón, yo me encargo de limpiar el guardacostas de los pocos que nos están estorbando... ¡Con ellos no podemos llegar muy lejos... nos denunciarán!

—No, Segundo, no vamos a matar a nadie.

—-Patrón, esta es la oportunidad, la única oportunidad que tiene usted y que tenemos todos. ¡Ponga proa al continente, des­embarcamos en la Guayana, y ahí que nos busquen!

—No, Segundo, no vamos a escapar. —Y en tono autoritario, ordena—: ¡Levanta la otra vela. Segundo, haz lo que te mando!

—Está bien, patrón. Por usted, no por mí lo decía. Yo no tengo juicios ni cargos, a mí no pueden hacerme nada, pero usted es muy tonto con volver a meterse en la boca del lobo...

—Ve a lo que te he mandado. Segundo. Vamos a virar. ¡En Saint-Pierre debe estarme esperando una dama a la que quiero volver a ver, pagare por ello el precio que pague!

Conteniendo el gesto rebelde, obedece Segundo a la voz de Juan. Su figura se encoge, se aleja desvaneciéndose en la estrecha cubierta mojada, mientras por el lado contrario de la caseta del timón otro hombre aparece, los ojos como brazas, el rostro pálido y demudado. De una ojeada parece medir de pies a cabeza al recio hombretón que ahora sólo parece atento a llevar el barco. En el suelo, a su lado, envuelto en su chaqueta de marino, un niño negro duerme como un ángel y el rostro del joven oficial se crispa de extrañeza mirándolo, para volver luego a contemplar con temor y curiosidad al que llegó al Gallón prisionero y atado... Largo rato vacila como si escogiera cuidadosamente las palabras que va a dirigirle, como si luchara entre dos temores, conteniendo con esfuerzo su ansiedad... hasta que fuerza al fin una sonrisa diplomática:

Mónica (Corazón Salvaje: libro 2) [Completa]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora