Capítulo III: Perdida

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Regina Mills

Tal y como ya había pensado desde que salimos de casa… Emma Swan estaba loca. Y por más que me tirase de la manga… no pensaba entrar en aquella discoteca de mala muerte. No tenía la edad requerida, y mucho menos las ganas de entrar allí. Sin embargo, ella seguía insistiendo. Finalmente suspiré y me ajusté la corbata de mi traje, que Emma insistía en que tenía que haberme cambiado, y me acerqué con intención de entrar.

_ Un momento, señorita._ Me dijo una voz cavernosa.

Justo con ello contaba. Un segurita de dos metros que, evidentemente, no me iba a dejar pasar. Sin embargo, cuando el hombre iba a abrir su boca para pedirme el carnet, Emma tosió sonoramente, mirando con interés la pared contigua a la puerta.

_ Regina… ¿No crees que estas tuberías están algo oxidadas?_ Alcé una ceja, sin comprender. El brillo del cobre nuevo cegaría hasta al más tonto… Pero parecía que Emma no era precisamente tonta._ No sé… quizá deberíamos decírselo a nuestra encantadora madre… ya sabes, la alcaldesa. Si no podemos entrar… tampoco nos interesa que tengan abierto este antro de agua contaminada, ¿no?

Maldita niña diabólica. Era astuta, de eso no había duda. El gorila se hizo a un lado, como si mi presencia repentinamente le causase pavor. Por supuesto que la gente ya sabía quién era yo, con sólo echarme un vistazo. Y mi madre causaba, por alguna extraña razón, pavor en la gente. Pero, desde luego, no era una mala persona.

Sentí cómo Emma me cogía del brazo y me llevaba dentro, pero estaba aún algo aturdida por lo que acababa de hacer como para hacer nada en contra. No fue hasta encontrarme dentro cuando finalmente mi cerebro volvió a funcionar como debía, y mi cabeza se quedó en su sitio.

La música electrónica estaba haciendo pitar mis tímpanos. La gente bailaba erráticamente de un lado a otro. ¿Divertirse? ¿En aquel antro perverso? ¡Jamás! Mucha gente me tachaba de tener una beatería insoportable, y quizá fuese cierto, porque al ver a aquellas mujeres girar sobre aquellas barras de acero, no pude evitar sentir una arcada al pensar en lo denigradas que se encontraban en aquel momento. El asco y la pena se agrupaban a partes iguales en mi interior.

Mis ojos buscaban un lugar en el que poder olvidarme de lo que estaba viendo. Finalmente, me separé de Emma, que por mí podía morirse, y me escondí en un sofá que hacía esquina. Desde donde estaba, a menos que me esforzase, no tendría que ver nada. Esperaría hasta que Emma estuviese distraída y entonces me escaparía de vuelta a casa. Me daba igual si Emma quemaba mi libro… compraría otro igual.

_ Hola… ¿Vienes mucho por aquí?_ Me preguntó una voz aterciopelada.

Sentí un ligero escalofrío mientras mi mirada se volvía hacia la mujer que había hablado. Por suerte para mí, no era una de las bailarinas ni nadie que quisiera echarme. Aunque suerte, era un término relativo. La sonrisa de aquella mujer, y el brillo de loba en sus ojos, me instaban a salir pitando. Aunque no dejaban de ser tan llamativos como el escote que llevaba. Debía tener unos dos años más que yo.

Yo había tenido claro, desde la adolescencia, que mi interés eran las mujeres. Sin embargo, eso no implicaba que fuese a salir con cualquiera, y mucho menos con la primera que me lo propusiera. Sin embargo, mi educación, incluso en aquellas circunstancias, estaba por encima de todo. La joven apartó un mechón rebelde y se me quedó mirando a través de los orbes azules que eran sus ojos. Lo admito, era guapa.

_ No. Es la primera vez que vengo. Esta clase de sitios no me gustan mucho._ Extendí la mano._ Soy Regina.

_ Yo soy Ruby._ Se presentó, extendiendo una vez más su sonrisa._ Ya intuía yo que este tipo de sitios no te gustan.

Una pésima madre, dos curiosas hijas (SwanQueen)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora