Prólogo

373 53 46
                                    

Bajo la luz escasa de estrellas y una luna llena de aquella noche fría y profunda, se encontraba Albert Colin, un joven de apenas dieciocho años, manejando a través de un sendero desértico y solitario de los muchos que hay en las desérticas carreteras y caminos de Arizona, dirigiéndose a tan altas horas de la noche a Dumbar, su pequeña ciudad donde vivía. El reloj de su celular marcaba casi las tres de la mañana cuando recibió una llamada y al escuchar el sonido del celular, Albert redujo la velocidad y sin despegar la mirada del camino, respondió.

—¿Albert? — preguntó una voz femenina al otro lado del teléfono con un poco de interferencia.

—¿Candace? ¿Qué ocurre? —contestó Albert aún atento al camino iluminado por las luces de su automóvil.

—¿Dónde diablos estás? Todos preguntan por ti.

—Nadie pregunta por mí... —dijo el chico con tristeza—. Lo siento Candace, tenía que irme, si mis papás despiertan y el auto y yo no están en casa me matarán.

—Una fiesta no es fiesta sin ti, además, es demasiado tarde, es más de una hora de camino a tu casa y es peligroso conducir en plena oscuridad y con alcohol en tu sangre.

Albert soltó una pequeña carcajada mientras ponía el altavoz de su teléfono y lo acomodaba sobre su regazo.

—Sabes que no es cierto, apenas notaron que me fui y no tome nada, lo juro.

—Yo lo noté y es lo que importa y por favor, deja de mentirme.

—Es verdad, te juro que ni una sola gota de alcohol, sabes que no soy mucho de eso... Lo siento, por dejarte así, pero no había otra forma.

La bocina se quedó en silencio por unos segundos hasta que un ligero suspiro se oyó.

—De acuerdo... ¿Sabes que te podías quedar a dormir en mi casa? Pero bueno, sé como son tus padres, era la mejor opción.

—Era la mejor opción —afirmó Albert—. Hazme un favor y descansa un poco.

—Sabes que eso no será posible —le contestó la mujer un poco más alegre.

—Lo sé, pero no se me ocurrió que más decir —ambos se quedaron en silencio por un momento con una sonrisa ligera pintada en sus rostros, aquellos dos se querían sinceramente, pero Albert era demasiado introvertido, tímido y nunca sabia que decir aun con ella, sentía que podía decir algo que pudiera estropear todo y dormirla del aburrimiento.

—¿Albert? —preguntó la mujer.

—¿Si? —contestó el chico con timidez.

—Por lo visto sigues ahí. ¿Qué tienes?

Además de todo, era un chico incapaz de mentir y del cual podías saber desde sus sentimientos, pensamientos o emociones con solo escuchar su voz o ver su rostro, aquel con una tez blanca y unos ojos color miel que lo decían todo.

—Nada, solo lamento haber sido una carga para ti en la fiesta, siento no ser más divertido o interesante, por eso te dejé, para que disfrutarás y mañana te recompensare todo. ¿Qué te parece si nos vemos mañana por la tarde? Ya sabes, ir a ver una película, cortar mi cabellera rubia de príncipe encantador, está llegando el punto en el que no soporto mi pelo largo —dijo Albert con ironía en un intento de cambiar el tema. La chica soltó una pequeña risa mientras de fondo unos murmullos se escuchaban.

—Deja de ser tan tonto, no fuiste una carga, de verdad me gustó que pudieras venir y si, ese es el plan, me agrada, aunque no exageres, tu pelo apenas y está largo. Nos vemos mañana, me tengo que ir, creo que alguien rompió un cuadro de la sala de estar y tengo que ir a ver. Me avisas cuando llegues. ¿De acuerdo? —dijo la mujer con estática en la llamada, estaba a punto de cortarse.

No Salgas de NocheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora