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Aquella noche Nino no se acercó más al torrente, y yo tampoco. Ni siquiera fumé, a pesar de que estuve todo el camino con el cigarrillo entre los dedos.

Los dos nos acercamos a la carretera y paseamos por el asfalto, rozando el límite del campo para que Nino hiciera sus necesidades ahí.

En todo lo que quedaba de paseo no nos alejamos de las farolas ni de su radio de influencia lumínica.

Cuando volvimos a la urbanización estaba tan acojonado que ni siquiera fui a casa de Marcos. Me llevé a Nino a mi cuarto, le puse un poco de agua en un bol y le dejé dormir conmigo ahí.

Aquella noche, tanto él como yo sentimos algo.

Hoy sé lo que era, o creo saberlo, pero en aquel momento era incapaz de entenderlo.

Nunca había tenido tanto miedo.

Además, miedo a... ¿qué?

No había visto nada, ¿no?

No lo sé, si te soy sincero.

Después de toda la mierda que pasó es probable que sí viera algo, sin ser consciente de ello.

Sentados aquí y ahora, acunados por la luz del atardecer y con el sonido del tráfico a nuestro alrededor y de la ciudad latiendo enérgicamente, y con la compañía que nos hacemos mutuamente, aquel episodio en el campo no parece gran cosa.

Pero tienes que imaginarte que eres tú el que caminas, a solas, por un campo desierto, apenas iluminado, con un perro gimiendo y pegado a ti, tratando de evitar que avances, mientras un escalofrío eléctrico te pinza la columna vertebral y te clava a la tierra a la vez que sientes que algo te observa desde una oscuridad impenetrable, estudiándote. No como si fueras una persona, sino como si fueras... una presa, me atrevería a decir. Y teniendo en cuenta lo que vino después, creo que no me equivoco mucho al decirlo.

Me costó dormir aquella noche. Estaba más despierto de lo normal y notaba que no estaba solo en mi cuarto. Aunque era mi imaginación, te lo aseguro.

He aprendido cosas de todo esto, y sé que aquella noche, en mi cuarto, solo estábamos Nino y yo, cada uno combatiendo sus demonios y Nino con un poco de hambre, pues le dejé sin cenar.

Por la mañana mi padre me echó la bronca por haber traído al perro a casa. No les gustaba que lo trajera por que el suelo era de mármol y el perro babeaba, además tenía el pelo largo y sucio y... no sé, nunca lo llegué a entender.

Tenía que ver con fregar y con que el suelo se estropeaba.

Pero por la mañana, con el sol bien alto y actividad por todas partes, el torrente ya no me dio tanto miedo.

Nino volvió a estar bien aquella mañana y se alejó todo lo que pudo y más.

Yo me fumé mi cigarrillo y para cuando terminé de chuparlo la mala sensación de la noche anterior era casi un vago recuerdo, como un mal sueño que ya no estaba tan seguro de haber vivido.

Así que me olvidé con la misma facilidad con la que se cierra una puerta. Lo achaté todo a mi imaginación y mi estrés y la película de miedo que me había metido entre pecho y espalda antes de mi turno el día anterior.

La sugestión siempre estaba ahí, quisieras o no. A pesar de mis 21 años de aquel entonces.

Cuando volvía a mi casa de aquel paseo matutino vi otro cartel. ¿Lo adivinas? En efecto, otro SE BUSCA, con otro gato: blanco con parches negros.

El gato, en la foto, descansaba en una cesta de mimbre en la que alguien había colocado una manta o una toalla a modo de colchón improvisado. No recuerdo el color. Pero también había un teléfono de contacto y había desaparecido hacía poco más de una semana.

El Ladrón de ManzanasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora