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La pauta se cumplió cuando llegué al trabajo. El mismo agente estaba
sentado en el escritorio de recepción y asintió al ver mis credenciales. La
misma gente llenaba el ascensor cuando subí a la segunda planta. Y en la
cafetera me estaba esperando el mismo vil brebaje que lleva allí desde el
principio de los tiempos. Todo muy consolador, y movido por la gratitud
hasta intenté beber el café, y compuse la misma mueca horrorizada cuando
lo sorbí. Ay, el consuelo de la rutina aburrida.
Pero cuando me volví de la máquina de café hacia lo que habría debido
ser un espacio vacío, encontré un objeto en mi camino, tan cerca de mí que
tuve que detenerme con brusquedad, lo cual causó, por supuesto, que la
venenosa poción del vaso se derramara sobre mi camisa.
—Oh, mierda —dijo el objeto, y yo levanté la vista de la hirviente ruina
de mi pechera. Ante mí se encontraba Camilla Figg, una de mis
compañeras de forense. Era treintañera y cuadrada, tirando a aburrida y
poco habladora, y en aquel momento enrojeció violentamente, como solía
pasar cuando la veía.
—Camilla —dije. Pensé que lo había dicho en un tono plácido, teniendo
en cuenta que mi camisa era relativamente nueva y que, por culpa de ella,
iba a disolverse. En cualquier caso, se ruborizó todavía más.
—Es que lo siento muchísimo —dijo en un murmullo entrecortado, y
miró a ambos lados como si buscara una vía de escape.
—No pasa nada —mentí—. Seguro que será mejor para la salud llevar
puesto el café que beberlo.
—De todos modos, no quería hacerlo —dijo. Levantó una mano, ya
fuera para atrapar sus palabras en el aire o para sacudir el café de mi
camisa, pero en cambio agitó la mano delante de mí, se alejó por el pasillo
y dobló la esquina.
Parpadeé estúpidamente mientras la veía marchar. Algo nuevo había
roto la pauta, y no tenía ni idea de qué significaba o qué debería haber
hecho. Pero tras reflexionar durante unos cuantos inútiles segundos, lo
deseché con un encogimiento de hombros. Estaba resfriado, de modo que
no debía esforzarme en extraer un sentido del extraño comportamiento de
Camilla. Si yo había dicho o hecho algo indebido, era por culpa de los
comprimidos para el resfriado. Abandoné el café y me fui al servicio para
intentar salvar algunos fragmentos de tela de mi camisa.
Restregué con agua fría durante varios minutos sin lograr eliminar la
mancha. Las toallas de papel seguían destrozándose, y dejaban docenas de
pequeñas migas de papel sobre la camisa sin afectar a la mancha. Este café
estaba hecho de una materia asombrosa. Tal vez contenía una parte de