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El frenesí mediático que generó la gran detención de Deborah fue mucho
mayor de lo previsto, y durante los días siguientes Mi hermana se convirtió
en una estrella del rock bien a su pesar. Le llovieron solicitudes de
entrevistas y fotografías, y hasta en la relativa seguridad de la comisaría de
policía no estuvo a salvo de gente que se paraba para decirle lo maravillosa
que era. Por supuesto, como Deborah era Deborah, este tipo de atención no
la complacía. Declinó todas las invitaciones de los medios, y procuró con
todas sus fuerzas desembarazarse de quienes la felicitaban en el trabajo sin
manifestarles la menor hostilidad. No siempre lo lograba, pero daba igual.
Los demás policías pensaban que, encima de ser espectacular, era modesta,
hosca e impaciente con las chorradas (lo cual era cierto, en su mayor
parte), lo cual añadió más lustre a la creciente Leyenda de Morgan.
Y de alguna manera, parte del brillo se reflejó también en mí. La había
ayudado a solucionar sus casos con bastante frecuencia, por lo general con
mi perspicacia especial sobre las cosas tal como son (crueles, por suerte), y
con la misma frecuencia me habían golpeado, chuleado y sacudido en el
proceso. Nunca jamás había recibido ni siquiera una palmadita en mi
castigada espalda a modo de agradecimiento, pero ahora, la única vez que
no había hecho absolutamente nada, empezaron a reconocer mis méritos.
Recibí tres solicitudes de entrevistas de reporteros que, de repente, habían
llegado a creer que las salpicaduras de sangre son fascinantes, y me
invitaron a escribir un artículo para el Forensic Examiner.
Rechacé las entrevistas, por supuesto. Me había esforzado mucho en
mantener mi rostro alejado del público en general, y no veía motivos para
cambiar ahora. Pero la atención continuaba. La gente me paraba para decir
cosas amables, estrechar mi mano y asegurarme que había hecho un buen
trabajo. Y era cierto. Por lo general, yo era muy bueno en mi trabajo, sólo
que esta vez no lo había hecho yo. Sin embargo, de repente, era el objeto de
una atención excesiva que no deseaba. Era desconcertante, incluso
irritante, y descubrí que me encogía cada vez que sonaba el teléfono, me
agachaba cuando se abría la puerta, y hasta canturreaba el clásico mantra
de los besugos: ¿Por qué yo?
La tragedia consistió en que fue Vince Masuoka quien contestó por fin a
esa patética pregunta.
—Pequeño Saltamontes —dijo, mientras meneaba la cabeza con aire
sabio, la mañana que me oyó rechazar a Miami Hoy por tercera vez—.
Cuando la campana del templo suena, la grulla ha de volar.