capitulo 5

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Capitulo 5 de la III parte

5
De espaldas, observó su reloj e hizo una estimación mental del tiempo del que
disponía. Era temprano, pero posiblemente fuera una ocasión idónea para realizar la
llamada telefónica que tanto estaba anticipando.
Los teléfonos públicos se hallaban en un largo pasillo conectado a las habitaciones
del personal de limpieza, un lugar cuya única bombita parpadeaba de forma errática.
Las paredes tenían un tapizado rojo de mal gusto.
Tomó el auricular y se lo colocó entre el oído y el hombro, mientras contaba las
monedas que tenía en la mano. Realizaría una llamada a Buenos Aires, así que
necesitaría todas las que había extraído aquella mañana, no sin dolor, de su billetera.
Le producía una nostalgia gélida pensar que hacía pocos años, se había dado el lujo
de hablar por teléfono cuarenta minutos con una amiga que estaba en Madrid.
Su elección había sido Susana, exnovia y ahora mejor amiga. ¿Quién lo diría?
Habían roto un mito.
Era sábado, por lo que no estaría en la universidad, sino durmiendo… la llamada
la despertaría, pero al diablo con eso: ella se alegraría de escucharlo.
Mientras el teléfono repicaba, levantó los ojos para observar con más atención el
pasillo… era tan silencioso como el suyo.
Llegó el quinto repique, todavía no atendía nadie.
Respiró con más fuerza, nervioso. Si le salía la contestadora, entonces habría
perdido las monedas. Él estaba lejos de todo.
El resquicio de debajo de las puertas estaba negro, no se colaba siquiera un poco
de luz amarilla o natural. Sus ventanas debían tener las persianas abajo.
Eso lo hacía pensar…
Octavo repique.
Ya empezaba a ponerse ansioso. Hacía calor… el sistema de ventilación del
pasillo debía estar arruinado, y el tapizado de felpa no ayudaba tampoco. Se puso a
pensar si dentro de las habitaciones también sería así, si había gente adentro.
Atendieron el teléfono. Sintió su corazón invadido por una sensación similar a la
que produce la menta dentro de la boca.
Era la señora Marceni, la madre de Susana. Se hizo a la idea de que del otro lado
de la línea debía haber un clima limpio, en un vecindario verde y bonito, donde servían un buen desayuno…
—Buenos días… soy Abraham.
Hubo un silencio expandido de varios segundos antes que la mujer expresara
sorpresa.
—¿Abraham? ¿De verdad? ¡Se te oye diferente! Oh, cariño, ¿dónde estás? Oí que
te habías ido de casa.
Respondió las cinco primeras preguntas del cuestionario usual, hasta que
consiguió colar con bastante sutileza que la llamada era de larga distancia. Se
escucharon los golpes sonoros sobre la puerta de la habitación de Susana.
—¿Abraham?
—Soy yo.
Tal como lo había previsto, ella estaba recién levantada, su voz le trajo recuerdos
placenteros, que pasaron por su mente como una película rápida.
—Dios mío…
El saludo fue tan efusivo como lo deseaba, y eso fue como una sopa caliente. Era
la primera muestra de afecto en mucho tiempo… cada día en el San Niño parecía una
semana.
Apretaba con bastante fuerza el puñado de monedas que sostenía en la mano… en
ese puñado de níquel estaba la magia del amor.
—¿Por qué no me llamaste? —le reprochó—. Estabas perdido. ¿Dónde andabas?
—Más lejos de lo que te imaginas —contestó con gravedad—. Estoy trabajando
en un hospital… de enfermero suplente.
Incluso ante ella, aquella confesión dolía. «Enfermero suplente» dolía.
—Me hallo en un lugar que se llama Valle de la Calma. El hospital es San Niño.
¿Lo escuchaste bien? —imploró, con la esperanza de que ella consiguiera el número
por Internet y tomara como costumbre llamarlo a menudo.
—¿Y cuándo vas a regresar? ¿Todo está bien?
Su interés atenuaba el dolor en más de una forma; no había repetido con dejo de
desgano y signos de interrogación su actual oficio, parecía como si hiciera caso
omiso a ello. Tal vez esos detalles le pasaban por alto, quizá entendía muy bien las
indirectas y era cuidadosa como una maestra de Tai Chi para no herir sus
sentimientos. Abraham se había convertido en un detector formidable.
«Dios, cómo te amo».
Había cortado con ella por una razón tan extraña como ambigua, «debemos
darnos tiempo para conocer más cosas, más gente», era una forma alterna de decir
«quiero acostarme con más gente, y no herirte en el intento».
—Te estoy llamando desde el hospital —contestó—. ¿Cómo te va?
Susana se quedó en silencio. Ella había hecho una pregunta primero… lo conocía
lo suficiente como para saber que algo andaba mal: estaba deprimido, o estaba
empezando a deprimirse.
—¿Qué te pasa? Contame, ¿todo está bien?
—No… lo siento mucho, no quería llamarte así. No es justo.
Apretó los dientes.
—No digas eso, porque para momentos así es que me gusta más que me llames.
Contame, ¿qué pasa? ¿Es el trabajo?
—Sí, es el trabajo. No me gusta…
—Pero tenés que hacerlo, y lo sabés.
—Lo sé, pero no es eso, es…
Hubo varios segundos de silencio. Se escuchaba una vieja interferencia en medio.
Típico de una línea telefónica vieja.
—¿Qué?
—No es duro, no hacen que me parta el lomo.
—¿Tenés un número? Puedo llamarte yo.
Había estado con muchas mujeres, tal vez demasiadas, pero la sensibilidad de ella
era única.
«Cómo te amo».
—Te llamo desde un teléfono público.
—Bien. ¿Qué me estabas diciendo?
—Mirá, no me cae bien la gente, mi jefe es… mi jefe directo es un idiota total. Si
te cuento lo que pasó, te reirías, pero no vale la pena, y tampoco es eso.
—¿Seguro?
—Seguro, muchas gracias por escucharme.
—No pierdas el tiempo agradeciéndome más, decime qué es lo que te tiene mal.
—No he salido de aquí en cinco días, Susana, me siento enclaustrado. El hospital
es grande, pero…
—… es un hospital —interrumpió, con obviedad.
—Exacto.
—¿Qué pasa? ¿El contrato de trabajo no te deja salir hasta el finde?
—No, ni siquiera hubo contrato, todo fue muy informal, muy rápido. Es solo que
cuando intenté salir ayer, no pude, llovió con una fuerza que no te podés imaginar. No
viste nada igual.
—Pero hoy tratarás de salir otra vez, supongo.
—Quizá en la noche.
—¿Dónde estás?
—En un pueblo que se llama Valle de la Calma —repitió—. De hecho, ni siquiera
estoy en el pueblo, estoy en las afueras. No es algo que puedas encontrar fácilmente,
ni siquiera si te ponés a buscarlo en Google.
—¿Es un lugar pequeño? ¿Podés salir a divertirte?
—He escuchado que es pequeño, sí.
«¿Podés salir a divertirte?», él recogía esos detalles. ¿Cómo podía haber dejado ir
a alguien como ella? Sabía que todavía le daba celos imaginarlo con otras, pero él
estaba primero que eso.
—Siempre pensé que eras una persona muy fuerte, lo has sido desde que
comenzaron a suceder los problemas en casa. No vas a dejar que un mal empleo te
arruine siquiera…
No escuchó lo último que dijo.
—Lo sé, pero… hay cosas que han pasado.
Tragó saliva. No iba a ser fácil hablar sobre sí mismo, eso le costaba, pero aquella
era Susana, y era lo menos que merecía.
—¿Cosas que han pasado? Contame.
—Es complicado, pero…
En ese momento era difícil saber si ella estaba más asustada que él.
—Entonces sacalo, y que no te quede nada por dentro.
—Vos creés en mí, ¿verdad?
Hubo un silencio de varios segundos.
—Sí.
—Han estado pasando cosas raras en este hospital… no me gusta, en verdad que
no me gusta…
—¿Qué cosas raras, Abraham?
—¿Por dónde empezar? Me he despertado en la noche, sintiendo cosas extrañas…
ayer, por ejemplo, apareció una mancha en la pared que…
—CALLATE LA PUTA BOCA, MARICÓN. GIL. BASURA.
Abraham echó la cabeza para atrás, por un momento sintió una aversión más allá
de lo comprensible, de lo humano, tan terrible, grotesco y repulsivo que su mente le
dio un tirón, y arrojó el auricular.
El teléfono quedó guindando en zigzag a pocos centímetros del suelo, tirado por
el cordón metálico.
Esa voz de hombre no era del papá de Susana, no podía ser, su mente daba
vueltas, daba vueltas rápido. Abraham dejó salir un gemido.
Tomó el auricular, se le resbaló. Volvió a tomarlo con ambas manos, y se lo pegó
a la cabeza con todas las fuerzas que pudo reunir.
—¿Susana? ¿Me oís?
La llamada se había cortado.

Valle de la Calma |Dross| #Wattys2019Donde viven las historias. Descúbrelo ahora