Muchas veces, durante los años felices, su padre le había dicho algo que iba más o
menos entre las líneas de «no dejes nunca que nadie te obligue a hacer nada».
Camino al diminuto ascensor, Abraham se daba cuenta de que su tarea sería una
de las más grandes excepciones en la vida.
O quién sabe, tal vez era simplemente el umbral del desengaño…
Sí, precisamente; aquel había sido un consejo ingenuo. ¿Como podría responder?
«Doc, aquí entre nos, justo ahora, me caga tener que bajar a la morgue, ¿ok? Pídaselo
a una enfermera. Sí, sí, lo sé, pero es que no puedo, y eso es eso. No lo entendería. Y
ya que estamos, ¿me daría el puesto que ocupa Siffredo si no se presenta a trabajar en
un par de días más? ¿Me aumentarían el sueldo? ¿Pondrían Wifi en este lugar de
mierda?».
El ascensor se hallaba en la cocina del San Niño, que era un lugar inmenso, con
un cuarto de refrigeración de dos plazas y un centenar de cuchillos e instrumentos
colgados boca abajo sobre la hilera de hornallas. Las cajas apiladas y llenas de
cartones de huevos le recordaron las veces que, de niño, acompañaba a su madre al
supermercado. Le encantaba que lo metieran dentro del carrito y lo hundieran en
víveres. Una vez, al llegar a la caja registradora, ella le había preguntado a la
empleada con solemnidad «¿Cuánto vale este muñeco?», y él se había reído. ¿Por qué
recordaba eso ahora?
Cruzó un montículo de verduras, percibiendo el olor de las especias, de la carne
cruda, los ajos y los quesos. No ayudó en nada ver que, sobre la mesa más larga,cercano a un fregadero que goteaba, se hallaba una enorme bandeja de hierro con un
cerdo dentro.
«¿Desde cuándo acá le dan cerdo a los pacientes? ¿Es para los doctores, acaso?».
La sangre del animal inundaba sus pezuñas. Su cabeza abultada y rosa todavía
tenía los ojos abiertos, esa conocida expresión tan humana, tan atrozmente
indiferente.
Se introdujo en el ascensor de personal. Le recordó a esos ascensores antiguos que
había visto alguna vez en Buenos Aires. Cerró la rejilla y marcó el botón negro que
estaba al fondo de la pared.
Tras varios crujidos y vueltas de perna, el aparato comenzó su descenso. La
cocina desaparecía lentamente ante su mirada, posada aun sobre la cabeza del animal
que, desde ahí, parecía devolverle la mirada, con los ojos en blanco. Eso fue lo último
que vio antes de quedar a oscuras.
No se iba a poner a pensar ahora en lo que había pasado atrás con el teléfono.
«Dejémoslo en que fue una broma pesada», lo consoló una voz muy profunda.
«Dejémoslo en que un imbécil se contagió de la estupidez de Gianluca».
Semejante humillación ante Susana resultaba una bendición ante cualquier otra
posibilidad.
Y ya, y eso fue todo, y no iba a pensar en más nada. No ahora, «especialmente
ahora».
Pero su propia cabeza lo traicionó, como muchas otras veces, y lo hizo desde el
principio: «¿Cómo es posible que este agujero sea tan profundo?».
Más que ser una planta baja, parecía un piso subterráneo, lo que quería decir que
el San Niño en realidad tenía cuatro niveles, no tres.
Finalmente, empezó a ver una luz a la altura de sus zapatos, que se fue
transformando, con una lentitud exasperante, en un pasillo muy estrecho de baldosas
verdes, en cuyo final se hallaba una puerta doble, sucia.
El ascensor se detuvo con un golpe desagradable, y, para no perder el tiempo
dejándose engañar ni dejar que su imaginación tomara demasiado terreno, abrió la
rejilla y se puso en marcha. Ahora envidiaba a esas personas que no pueden pensar y
mascar goma al mismo tiempo.
Veía a los lados, buscando algún indicio del panel eléctrico: sabía cómo eran
porque, si su memoria no lo traicionaba, debía ser idéntico al de su propia casa, pero
veinte veces más grande, lo suficiente para justificar una palanca llamada «H2».
Además, Enrique, el compadre de papá, les había enseñado un truco o dos para
manipular la caja y que la cuenta de la luz no saliera tan cara… todas las buenas
familias tienen siempre a un Enrique por ahí.
Pero por más que recreaba su mente pensando en cumplir su misión, no la hallaba
en ninguna esquina: al lado de cada baldosa solo había otra, y, mientras más se
acercaba a las puertas del fondo, más moho y mugre había entre los resquicios de
cada una.
Apretó y soltó los puños, una y otra, y otra vez, como una medida de relajación.
Se detuvo y se sacó los lentes, para limpiarlos con la bata, pues los veía empañados.
Se giró sobre los talones, con la esperanza (casi ridícula) de ver si no había dejado
pasar algo de largo; una puerta convenientemente ubicada en una esquina, un lugar ideal, lo que fuera…
Pero no apareció ni una cosa ni la otra.
Así que ya era oficial: se tenía que meter dentro de la morgue, y con ello, la ira
afloró. «¿Quién coño, quién carajo, qué hijo de puta pone un generador eléctrico en la
sala de los muertos?» o qué hijo de puta pone la morgue donde se instaló el generador
eléctrico, el orden de los factores no altera el producto, y su molestia era válida.
Cuando empujó las puertas (que eran bastante pesadas), escuchó el rechinar del
gozne… el recibimiento estereotípico lo hizo sonreír. El humor, aunque oscuro, fue
un elixir, y ayudaba a bloquear la inquietante oscuridad que tenía al frente.
Hacía frío, lo sintió casi de inmediato. La refrigeración obviamente era alta. Podía
escucharla en algún lado…
Dejó las puertas abiertas de par en par para aprovechar la luz de afuera: la sala
estaba a oscuras, y tenía que buscar primero el switch para encender las lámparas.
Quizá fuera prohibitivo dejar escapar el frío, quizá fuera más prohibitivo aun dejar las
puertas así, pero la verdad, para él, todos le podían chupar un huevo.
Ante sus ojos aparecieron dos filas de camillas muy largas, que estaban
distribuidas a la derecha y a la izquierda, las sábanas blancas arropaban cuerpos,
cuyos relieves se podían contemplar bastante bien, a diferencia de básicamente casi
cualquier otra cosa en aquel lugar.
Dio cinco pasos al frente y luego media vuelta, buscando el interruptor de
electricidad: no estaba en ningún lado.
Revisó incluso en las paredes contiguas, pero tampoco había nada.
La suerte le estaba dando la espalda, otra vez: el interruptor de luz debía hallarse
al final de la sala. Otra incoherencia digna del San Niño.
Respiró profundo y se frotó la frente. El grave ruido de la refrigeración era lo
único que lo acompañaba, y por un momento, lo agradeció.
Empezó a caminar firmemente, viendo hacia delante.
¿Qué se le había ocurrido?, ¿que en ese momento las puertas se podrían cerrar
detrás de él? Por supuesto que sí. Después de todo, estas ni siquiera tenían ojos de
pescado, por lo que se quedaría completamente a oscuras. Pero no pasaría, porque eso
sería estúpido, ¿verdad, Abraham?
Pasaba de largo una camilla, y después otra, y después otra. Y mientras más
caminaba, más se daba cuenta de lo largo que era el lugar y por ello supo que, dentro
de poco, el alcance de la luz se agotaría, y se metería de lleno en lo negro.
Abraham no cometió la estupidez de detenerse y mirar hacia atrás, aquello hubiera
sido un error fatal que alimentaría su imaginación, tampoco se puso a pasear la
mirada para observar las camillas y averiguar si un brazo se había salido de la sábana
y colgaba a un costado de la cama, o si un dedo gordo se asomaba con una etiqueta.
De repente esas cosas perdieron su natural humor negro.
¿Y si escuchaba algún ruido por ahí, en un costado, en algún lugar que él no podía
alcanzar a ver? ¿Algo aproximándose?
«Por Dios, ya basta, ya es suficiente».
Visto así no hacía justicia al tono iracundo de su conciencia. Abraham no sabía
que realmente se estaba dedicando un regaño a sí mismo.
Alguna voz muy extraña, algún remanso bastante maligno, un enemigo natural (de esos que uno no controla y te pueden cantar una canción que ni siquiera te gusta todo
el día sin que la puedas hacer callar), le recordaba, casi cortésmente, lo del teléfono…
Se alzaba una pregunta muda: ¿sucedería otra desagradable anécdota ahí y ahora?
Maldecía.
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Valle de la Calma |Dross| #Wattys2019
ParanormalVALLE DE LA CALMA, es un libro del famoso youtuber DROSS #3 calma (28/7/19)