Cap. 3

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Abraham Salgado cerró su diario personal, marcando la última página escrita con una
pluma de gaviota, regalo de una ex (que tenía muy en cuenta su sueño de convertirse
en escritor), y se sentó al borde de la cama, dándose un tiempo para meditar,
acariciando, con su dedo, los pliegues en el cuero de la tapa.
Visto con sus anteojos, su cabello negro un poco más largo de lo normal, que se
derramaba en varias puntas a los lados de su cabeza, Abraham era alguien bien
parecido.
Su padre, quien por desgracia había caído y más nunca había podido volver a
levantarse ni económica ni moralmente, le había obsequiado una infancia muy
cómoda, pero una madurez difícil, lo que, al final, resultó más duro.

Para cuando su progenitor estaba tan acabado en la vida que siquiera podía
mostrarle una erección a su esposa, día en que convirtió su auto en un taxi, los
hermanos mayores sabían que tenía que agarrar cada uno por su lado y salir del
nido… no hizo falta que mamá lo aclarase, los cachorros tenían el tacto de un artista.
Así, pues, se acabaron las fiestas, las mujeres, la buena ropa, toda clase de
comodidad y, lo que era peor, una carrera en una universidad privada cortada por la
mitad.
Abraham ya había tenido varios empleos, y a pesar de que le dolía en el corazón,
trabajó con el temple de alguien que, más que a sí mismo, les demuestra a los demás
que no tiene nada de malo dedicarse a algo siempre que sea digno, por lo que barrió,
lavó y levantó mierda de perro. ¿A quién le importaba lo que él estuviera haciendo? A
nadie, y si salía el primer «huevón» a decir lo contrario, le iba a partir la cara.
Había pasado por lugares malos en ciudades grandes, bares, pubs, locales
inimaginables en calles negras y charcos profundos en los que nunca pensó que iría a
poner pie (la falta de dinero patrocina bien ese tipo de aventuras), así que su última
escala es un pueblito que se llama Valle de la Calma, más precisamente el hospital
San Niño, donde solicitaban personal para «empleo duradero y con posibilidades de
ascenso en poco tiempo». Aquel parecía ser un lugar bastante mejor que los
anteriores…
Se puso de pie y dio media vuelta, resuelto a tender la cama. Dejó las almohadas
perezosamente sobre la silla, empezó a alisar las sábanas con las yemas de los
dedos… Y entonces se detuvo. En seco.
Era algo extraño; unas gotas de sangre formaban círculos pequeños en el medio de
la tela.
Su mente fue, poco a poco, recobrando lucidez. Los recuerdos llegaron a su
cabeza como un veneno.
Algo había pasado anoche…
Caminó hasta el baño y levantó el bote de basura: adentro estaban amontonados
los pedacitos de papel higiénico manchados de rojo. Había por lo menos seis o siete
trozos.
«¿Mis huevos?».
Sonaba tan ridículo como gracioso.
«No hay nada malo con mis huevos».
Esa mañana se sentía bien, se sentía él… pero algo le decía que se revisara ahí,
abajo, donde muchas amantes tuvieron derecho… cuidadosamente.
Exhaló aire, ofuscado, y se desabotonó la bata, dejando al descubierto la hebilla
del cinturón. Levantó el extremo de la correa y retiró la perilla del ojal.
A continuación, se desabotonó los pantalones… el sonido del cierre le pareció
más largo que nunca en la vida.
Su ropa interior no tenía ninguna mancha. Debía recordar el momento en que se la
había colocado, en la mañana, pero para entonces, su mente estaba lejos de asociar
nada con respecto al episodio de la noche anterior.
La punzada en su mente fue más incómoda todavía, era como sentir que alguien
—aparte de él— estaba en la habitación. Es esa presencia calambrosa que a veces se hace tan intensa, que obliga a levantar los ojos o girar la cabeza… la sensación de que no estamos solos. Por lo que, convenciéndose a sí mismo de que aquello no era más
que una imbecilidad (pues la enclenque magia de la negación es lo único con lo que
podemos amenazar al destino y convencernos de que no nos puede hacer algo malo,
inesperado o tirado por los pelos), se bajó el calzoncillo, para revisarse.
Pero alguien golpeó la puerta de su cuarto, y lo hizo tan fuerte, que Abraham dio
un respingo y por poco no pegó la cabeza contra el espejo que tenía enfrente.
No iba a posponer algo tan importante como sus testículos solo porque alguien
llamaba a la puerta, sería casi como el cliché tonto de una película de terror, por lo
que, mientras iba en camino, palpó al menos sus partes nobles en busca de una
herida, una roncha, cualquier cosa.
Aparte del tacto suave y delicado, no sintió nada desagradable, salvo sus dedos
fríos.
Se abrochó el botón y abrió la puerta.
—Decime qué le dice un niño muerto a otro.
—Buenos días.
—Decime qué le dice un niño muerto a otro.
Abraham dio media vuelta para buscar la llave de la pieza, que reposaba sobre la
mesita de luz. El hombre robusto, moreno y bajito, de facciones itálicas y ojos verdes
y enormes, como los de un sapo, lo miraba con una sonrisa obscena. Su bata de
enfermero le confería a su voluminoso estómago el aspecto de una pelota.
—Me asustaste.
—Bien, pero decime qué le dice un niño muerto a otro.
—¿Qué?
—¿Me das gusanitos?
Contrajo el rostro y se empezó a reír como lo hacía el perro Patán.
Abraham sonrió, más por cortesía que cualquier otra cosa.
—Qué pelotudo que sos.
—Pelotudo pero puntual: vos deberías hacer lo mismo, y me refiero a lo puntual,
porque tu ronda empieza en cinco minutos.
Gianluca Siffredo era el primer (y ciertamente único) amigo que Abraham tenía
en el hospital. Al principio, se sorprendió de lo simpático, abierto y bromista que era,
de lo fácil que podía sacarle conversación. Sin embargo, en los días posteriores,
descubrió que por desgracia consideraba ciertos comentarios antipáticos como
bromas de buen gusto, y disfrutaba hacérselos especialmente en frente de otras
personas. Esto había hecho que, justo antes de abrirse con sinceridad ante él,
Abraham retrocediera unos pasos y se quedara a la mitad del camino entre los
comentarios informales y una amistad a medias.
Gianluca Siffredo llevaba ejerciendo tres años en el San Niño, así se lo había
comentado durante una cena en el comedor, una noche que hacía un frío de los mil
carajos.
Al ser él su suplente, tenía que verlo como una especie de jefe. No se podía llamar
de otra manera a una persona que siempre te daba algo que hacer.
—Hoy te toca barrer: del primero hasta el último, o del último hasta el primero…
como vos quieras. Por cómo van las cosas hoy (aburrido, como siempre) creo que esa
será toda tu jornada.

Valle de la Calma |Dross| #Wattys2019Donde viven las historias. Descúbrelo ahora