VIII

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Cuando despertó, temprano por la mañana, se sentó de golpe sobre el revoltijo de
sábanas.
No tenía idea de cómo se había dormido: la luz de la lámpara seguía encendida,
era de día.
Desde luego, recordaba el incidente de la noche, fue lo primero que se le vino a la
mente, como si fuese un jeroglífico tallado en sus sesos, que decidió no darle esos
tres segundos de alivio, de no recordar nada, que prosiguen al despertar. Se extrañó
de que no hubiese tenido pesadillas. Ahora todo estaba calmo, calmo como una buena
mañana. Sentía un dolor de cabeza espantoso, la migraña había vuelto, pero al menos
estaba justificada.
Quería encontrar a Murillo y preguntar sobre el escándalo. Era obvio que alguien
tendría algo que decir (Abraham temía lo contrario, muy en el fondo, lo temía) pero
aquello era una posibilidad remota y demencial: la gente tenía que haber escuchado el
pandemonio de anoche.
Se sentó al borde de la cama y se frotó la frente con pesadez.
Al cabo de cinco minutos se había aseado y vestido; nunca le había costado tanto
abrocharse los botones de la bata.
Salió al pasillo y lo encontró tal como siempre: no había una sola presencia,
aparte de la propia.
«La misma mierda de siempre», pensó con una amargura sin precedentes en su
vida.
Bajó por las escaleras y cruzó la puerta: la recepción estaba ocupada por la misma
enfermera de cabellos grises, con su acostumbrada y amarga mirada de «pajarraca
mal cogida» que él tan odiosamente juzgaba.
Pero por lo menos, era una presencia que lo consolaba. Era alguien más. Y ante lo
innombrable, ante lo descabellado, los humanos hacen manada por naturaleza.
Más allá, en el pasillo del lado extremo, las enfermas se movían con sus carritos
lentamente, como si fuera un baile personal, un ritmo propio, «meneando sus gordos
culos de aquí para allá y de allá para acá». Todo parecía normal: «¿Ruidos por la
noche? ¿Aquí? Qué va, qué va… ». Abraham se enojaba cada vez más.
Cruzó la sala, paseando la vista por las oficinas, la sala de maternidad, por las
incubadoras (todas vacías), buscaba a Murillo con la vista, y lo encontró finalmente
sentado a espaldas suyas, ajeno al mundo, escribiendo algo en una carpeta médica.
«¿Será prudente molestarlo ahora?».
Abraham no se cuestionaba las cosas con la misma tozudez que normalmente
hubiese sido propia de él si la noche anterior las malas noticias no hubieran vuelto a
hacerle una visita. Malas noticias que provenían de la «maldita» morgue, y que lo había tenido despierto toda la «puta» noche.
¿En algún momento a Abraham se le cruzó por la cabeza que se estaba volviendo
loco? ¿Que estaba perdiendo la razón? Nunca. Y tenía derecho a ello, porque era la
verdad, y él lo sabía: no estaba loco, no estaba alucinando, no estaba imaginando
nada.
Su mente era una ensalada de odio, pero no por ello dejaba de pensar con
propiedad, era como un borracho inteligente: tenía la intención de hablar con Murillo
al respecto, y tenía la intención de pedir explicaciones. Eso ya se había convertido en
algo con igual derecho de propiedad a como si estuviera reclamando por un vuelto
justo. Abraham buscaba una respuesta lógica a todo, algo que acabase con sus
miedos, estaba hambriento de explicaciones.
Tocó la puerta con los nudillos, Murillo se giró sobre la silla y lo observó con su
único ojo. Le hizo un gesto con la mano para que esperara.
Aquellos cinco minutos se le hicieron eternos: los supo reconocer como los más
largos, como los más irritantes de toda su vida, y su mente inquieta le hizo ponderar
si era posible que, en treinta años, siguiera recordando esa justa escena cuando le
tocara esperar por cualquier otra cosa estando enojado. Ese sería su punto de apoyo
para el futuro. Es un alivio saber, cuando se tienen problemas, que uno ha pasado por
cosas peores, pero el sentimiento se revierte cuando uno reconoce que lo presente es
lo peor que la ha pasado en la vida. «En la maldita, maldita, maldita vida», gritó en la
caverna de su mente, con dolor.
—Buenos días, Abraham.
—Buenos días, doctor. Perdone la molestia, quiero hablar con usted.
El hombre lo inspeccionó con el ceño semifruncido.
—¿Sí?
—¿Anoche no hubo ruidos?
—¿Ruidos? ¿Qué ruidos?
Sintió una estocada en el corazón. Si una vez pensó que de ser esa la respuesta
podía agarrar al doctor por el pescuezo y demandar explicaciones, a la hora de la
verdad, su valor se disipó.
—Ruidos, sí…
Murillo se rascó la nuca y miró al suelo.
—No dormí anoche aquí, Abraham, creo que te lo dije ayer en la cena. Yo
conduzco a casa.
Lo recordó casi de inmediato. Era cierto, él se lo había dicho. El pulso se le
aceleraba. Había perdido el tiempo…
—Te noto asustado.
—Es en relación a lo que hablamos ayer, yo siento mucho tener que importunarlo
con…
—Tal vez no sea el mejor momento —interrumpió, con pesadez—, pero yo
también tengo una pregunta que hacerte.
Algo malo iba a venir, lo presentía…
—¿Sí?
—¿Vos dejaste la luz de la morgue encendida?
Respiró por la boca, viendo a Murillo al ojo. Sentía la lengua seca.
—Sí, cometí ese descuido. Me fui corriendo de ahí.
—Recibí quejas por ello…
—Lo siento mucho.
Oh, Dios, lo sabía, lo sabía tan pronto las palabras salieron de los labios del tipo.
Lo sabía bien, lo sabía, lo sabía, lo sabía… sabía que algo horrible, indecible había
ahí, en esa relación de ideas, en ese atar de cabos a medias que tenía en la mente, del
que quería distraerse con desesperación, porque el terror iba a subir como un vómito
incontrolable: «dejaste la luz de la morgue encendida», «recibí quejas por ello»,
«gritos en la morgue», «se levantan y gritan», «quejas por ello, quejas por ello».
Dios, por favor no, no quiero pensar en eso, no… «recibí quejas por ello». «¿De
quién las recibiste, maldito tuerto subnormal, de quién recibiste esas quejas, hijo de
mil putas?».
Murillo asintió varias veces y apretó los labios.
—¿Te puedo ayudar en algo más?
—Muchas gracias.
Al darse media vuelta, y alejarse por el pasillo, se puso a pensar copiosamente en
imágenes que le venían a la cabeza como un torbellino, mientras veía la lluvia caer,
tras el vitral de la recepción.
Hasta entonces, había sido el peor negocio, había sido la peor apuesta de toda su
vida, pero sí, tenía que seguir abrazando el sentido común, tenían que seguir
habiendo respuestas lógicas.
De pronto, la alianza con Murillo, el nexo, se había hecho polvo.
«Dios mío, por favor».
«Dios mío, por favor… ».

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⏰ Última actualización: May 09, 2019 ⏰

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