Capítulo 11

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Julio

Este mes, me llamo Priscilla, y soy agente financiero. Llevo el pelo rubio
recogido en un moño, y pendientes de perlas en mis pequeños y perfectos lóbulos; de hecho, soy la perfección personificada, destilo pulcritud y seguridad en mí misma. Aunque no soy especialmente guapa, nadie se da cuenta. La fiesta de mi amiga Tandy es tranquila y sosegada. Las conversaciones se centran en acciones, bonos, libros y obras de teatro, y de fondo se oye una pieza
clásica instrumental que no me molesto en intentar reconocer. Tengo una copa de vino en la mano, pero no le he prestado la más mínima atención a los platos rebosantes de exquisiteces que llenan la mesa.
—Pero si comparamos el futuro utópico que describe Huxley en Un mundo feliz con el distópico que presenta Orwell en su 1984, estarás conmigo en que ninguna de las dos perspectivas genera un escenario viable desde el punto de vista del actual clima moral y financiero —me dice el tipo que tengo al lado. «Sálvame», le suplico sin palabras al hombre que está pasando junto a mí para acercarse al bufé. Es un poco más alto que yo a pesar de que llevo zapatos de tacón, tiene el pelo rubio, y no alcanzo a distinguir el color exacto de sus ojos claros. Su aspecto es tan cuidado como el mío, y es obvio que haríamos buena pareja.
—El problema es que estás hablando de dos obras de ficción, Benson. ¿Sabes lo que es la ficción? Y como ambas reflejan la sociedad de la época en la que vivían sus autores, es natural que sus ideas del futuro no coincidan con las actuales.
Vaya, tiene una rapidez de reflejos impresionante. Cuando alarga el brazo para tomar un canapé, me coloca con naturalidad una mano en el antebrazo para no chocar contra mí. Al ver el ligero contacto, Benson pasa de inmediato al ataque. Me sorprende que algunos hombres aún piensen en términos de persecución y
de conquista, pero está claro que Benson es uno de ellos, porque se inclina hacia delante hasta que quedo aprisionada entre los dos.
—Ya sé que son obras de ficción, Wilder. No soy idiota.
El tal Styles, que no se ha apartado de mí, suelta una carcajada y contesta:
—No, claro que no.
Benson parece creer que está burlándose de él, porque lo mira con expresión ceñuda.
—Oye, sólo digo que en la sociedad actual no hay sitio para un futuro utópico, aunque tampoco hace falta plantearse una realidad tipo Gran Hermano.
Cuando Styles le da un mordisco al canapé, nuestros hombros se rozan.
—La verdad, si tengo que leer una novela futurista, prefiero que trate de sexo galáctico y sin limitaciones.
Benson se queda boquiabierto, y me mira de inmediato como para juzgar mi reacción. La verdad es que el comentario me ha sorprendido, pero me resulta bastante excitante oír algo tan directo; además, Benson me aburre, y Styles... me entretiene.
—¿Qué te gusta leer a ti? —me dice el hombre en cuestión, al volverse a
mirarme con una sonrisa. No suelo leer ficción, y me alegro al ver que Benson se escandaliza ante mi
admisión, porque al parecer su interés en mí se basaba en que me creía una apasionada lectora de novelas. Retrocede un paso, y le lanza una mirada desdeñosa a Styles que parece decirle que no lo ha derrotado, sino que él mismo ha renunciado
voluntariamente a la persecución.
Me alegro de que se marche, porque estaba poniéndose muy pesado; sin
embargo, Styles es harina de otro costal.
—Hola, soy Priscilla Eddings —le digo, mientras le ofrezco mi mano. Por
supuesto, tengo unos dedos perfectos y unas uñas impecables.
—Harry Styles .
Me sostiene la mano un segundo más de lo estrictamente necesario, pero no me importa. Y tampoco me importa estar lo bastante cerca para poder oler su aroma, aunque soy incapaz de precisar qué colonia lleva. Pensaba que sus ojos eran grises, pero me doy cuenta de que en realidad tienen un tono azul verdoso. Es igual, seguimos haciendo muy buena pareja. Los dos somos altos, delgados, elegantes y perfectos. Hasta el color de nuestra ropa combina bien, porque su traje
tiene un tono gris marengo y el mío un gris perla más claro.
—Dime, Harry Styles, ¿a qué te dedicas cuando no estás rescatando a mujeres de tediosas conversaciones sobre literatura?
—A rescatar a la gente de tediosas conversaciones sobre las custodias de los hijos y las pensiones alimenticias.
—¿Eres abogado? —al volver a recorrerlo con la mirada, me doy cuenta de que su traje es más caro de lo que pensaba. Me gusta que no sea un hombre ostentoso.
—Soy mediador en divorcios y asuntos familiares.
La cosa se pone cada vez más interesante. Los abogados pueden llegar a ser unos egocéntricos insoportables, pero los mediadores tienden a centrarse más en los demás y ganan un sueldo igual de bueno. No es que necesite a un hombre con dinero, claro, porque me gano muy bien la vida, pero los hombres con recursos limitados acaban siendo un fastidio. Es mejor juntarse con los de tu misma clase. Tengo la sensación de que Harry tiene muchos recursos; de hecho, cada vez estoy más convencida de que es justo el tipo de hombre que estaba buscando, así que sonrío abiertamente y me inclino un poco hacia él.
—Voy a por una copa...
—Ya te la traigo yo, ¿qué te apetece?
Mi sonrisa se ensancha al ver que me ha dado la respuesta perfecta.
—Un vino blanco, por favor.
Lo sigo con la mirada mientras se acerca hacia la barra donde Bill, el marido de Tandy, está sirviendo bebidas. Me gusta su forma de andar.
—Ah, ya veo que has conocido a nuestro Harry —me dice Tandy, al llegar junto a mí. La aprecio mucho como amiga, pero la verdad es que se esfuerza demasiado en aparentar elegancia y eso es algo que se tiene o no se tiene, que no se limita a la ropa
que una pueda comprarse.
—No sabía que fuera vuestro.
—Es una forma de hablar. Harry es nuestro amigo soltero más codiciado, un verdadero triunfador.
La última es la palabra clave, porque ya había supuesto que estaba soltero.
—Lo tendré en cuenta.
—Muy bien, cielo —me dice, antes de alejarse para retomar su papel de
anfitriona. Aunque Tandy carece de estilo y de elegancia, la verdad es que tiene buen gusto. Cuando Harry vuelve con las bebidas, ya he decidido que voy a pasarme el resto de la velada hablando con él, así que eso es lo que hago. Estoy acostumbrada a
conseguir lo que quiero, tanto en los negocios como en el placer, y en ese aspecto también nos compenetramos a la perfección. Mantenemos una conversación cuidadosamente orquestada, ambos conocemos este juego muy bien; cuando yo hablo, él me escucha, y me gusta que lo que dice sea casi igual a lo que quiere decir. Estoy acostumbrada a que los hombres se sientan demasiado intimidados para decirme abiertamente que me desean, o a que en su arrogancia crean que pueden
engatusarme sin más. A mí nadie me engatusa. Sé lo que me gusta y lo que quiero, y no pierdo el tiempo fingiendo. Sólo me acuesto con hombres capaces de mantener mi interés a largo plazo, y que cumplen con mis requisitos mínimos. El sexo no se centra sólo en el placer, también es un acuerdo de negocios. No me interesa la pasión, carece de control y conlleva demasiadas complicaciones. Me gusta que mis relaciones sexuales sean tan netas y pulcras como mi apariencia, aunque por supuesto eso no quiere decir que tengan que carecer de algún vínculo o de emoción; al fin y al cabo, no soy una frígida reprimida.
—Benson está fulminándonos con la mirada —me susurra Harry al oído.
Me vuelvo para mirar hacia el otro extremo de la habitación, pero no me
inmuto al comprobar que Benson tiene la mirada fija en nosotros y le doy de nuevo la espalda con desdén. Harry me sonríe, y toma un trago del excelente whisky que ha pedido.
—Que mire lo que quiera —digo con calma.
—Por supuesto.
Las negociaciones continúan con miradas veladas y roces aparentemente fortuitos. No protesto cuando penetra en mi espacio personal, y el resto de la habitación se desvanece mientras centro toda mi atención en él. El hecho de que no
esté mirando por encima de mi hombro en busca de otras posibilidades es un punto a su favor, y responde a mis comentarios con pertinencia e interés. Tiene buenas historias en la manga, pero también sabe escuchar y no me abruma con un soliloquio incesante. Conforme avanza la velada, el bullicio aumenta,
porque el alcohol aligera las inhibiciones y hace que la gente se vuelva más amigable o más combativa. Mañana, muchos de los presentes se levantarán con una buena resaca, y se arrepentirán de las alianzas que han hecho y deshecho por culpa del exceso de vino.
Benson parece haberse olvidado de nosotros, porque está soltándole un
discurso que se oye desde aquí a una morena exuberante que trabaja en mi banco. La pareja que hay junto a nosotros tiene pinta de estar a punto de empezar a besarse de un momento a otro, porque están achispados y acalorados, y tienen las copas vacías.
Me acerco un poco a Harry para apartarme de ellos, ya que obviamente han perdido el sentido del decoro.
—¿Quieres otra copa? —me pregunta él.
—No, gracias. Creo que es hora de que me vaya.
Va a preguntarme si puede acompañarme a casa, y yo voy a aceptar.
—De acuerdo, voy a buscar tu abrigo.
Esta vez, sonrío mientras se aleja. Puede que la cosa acabe agriándose, que él estropee nuestras cuidadosas negociaciones con una boca y unas manos demasiado codiciosas, y la verdad es que me apenaría que fuera así porque además de atractivo y encantador es inteligente. Cuando me trae mi gabardina de Burberry, me ayuda a ponérmela con un cumplido, y siento cierta satisfacción al ver que él lleva una prenda muy similar.
Sólo vivo a tres calles de la casa de Tandy, así que he venido andando. Cuando salimos al porche delantero, inhalo el aire fresco de la noche y espero, consciente de que él no va a despedirse sin más.
—¿Puedo acompañarte a tu casa, Priscilla?
Ninguno de los dos fingimos que su ofrecimiento es una simple cortesía. Las negociaciones acaban de avanzar un poco, y siento el mismo revoloteo que me recorre el estómago cuando aparece una buena oportunidad de inversión, o cuando firmo un acuerdo que nadie más ha podido conseguir.
Sonrío mientras disfruto de esta dulce anticipación.
—Me encantaría.
La acera de adoquines es bastante irregular, y a pesar de que puedo andar sin problemas con los tacones, no me importa aceptar el brazo que él me ofrece. Durante el corto trayecto, me entretiene con historias de sus mascotas de la infancia, y le
cuento mis últimas vacaciones. No se trata de historias íntimas, pero nos hacen avanzar un paso más por el camino que los dos parecemos interesados en seguir. Cuando llegamos a la puerta de mi casa y saco las llaves, no finjo que tengo problemas para abrir, porque entonces le daría una excusa para ayudarme y sería como el paso previo a invitarlo a pasar. Intercambiamos una sonrisa amable. Ha llegado el momento en que va a hundirse o a nadar, y aunque tengo la esperanza de
que haga lo segundo, he presenciado gran cantidad de hundimientos ante esta misma puerta.
—Buenas noches, Harry.
Estamos tan cerca, que los dobladillos de nuestras gabardinas se rozan cada vez que movemos las piernas. Tengo las llaves en la mano izquierda, y bajo la mirada hacia la cerradura antes de volver a levantarla. Tengo que alzar la barbilla ligeramente para que nuestros ojos se encuentren.
—Buenas noches, Priscilla.
Su voz es cálida y amistosa. Nos quedamos muy quietos, y el aire parece cargarse de anticipación otra vez. Mientras espero, empiezo a preguntarme si lo he juzgado mal después de todo, si va a resultar ser como los demás.
—Me lo he pasado muy bien.
—Yo también —admito, con una sonrisa. Espero un poco más, y él sonríe. Los dobladillos de nuestras gabardinas se besan, pero nosotros no. Harry me ofrece la mano, y cuando se la estrecho sé sin lugar a dudas que volveré a verlo. Permanecí sentada en silencio, atónita. A pesar de que llevaba toda la mañana
con hambre, ni siquiera había tocado mi ensalada. De repente, se me había revuelto el estómago.
(...)
Harry estaba sentado con la espalda muy recta, mirando hacia delante. Una mujer pasó de largo haciendo footing, y se volvió a mirarlo por encima del hombro con un gesto que pareció tan automático como inconsciente; sin embargo, él no mostró señal alguna de haberse dado cuenta. Durante un par de minutos, los únicos sonidos que rompieron nuestro silencio fueron el del tráfico y el del esporádico ladrido de algún perro; finalmente, Harry volvió
la cabeza hacia mí con un movimiento tan rígido y preciso como el de un autómata.
—Pregúntamelo, Sadie.
Yo me limité a sacudir la cabeza, y me negué a contestar.
—Pregúntame por qué no me acosté con ella.
Fui incapaz de apartar la mirada de su rostro, mientras me prometía que me levantaría y no volvería jamás si se atrevía a sonreír.
—¿No quieres saberlo?
No, no quería. Harry había roto las reglas tácitas que regían nuestros encuentros, y si no había historia que contar, no había razón alguna para que nos viéramos.
—Hemos tenido tres citas desde entonces —su voz no era desafiante ni
petulante, sus palabras se limitaban a revelar una realidad—. Esta noche voy a volver a verla.
Me tragué mi respuesta como si fuera una araña amarga y vomitiva, y Harry
enderezó de nuevo la espalda ante mi silencio. Una brisa suave le alzó la punta de la corbata, y cuando cruzó las piernas y sus calcetines oscuros asomaron bajo los pantalones, tuve que apartar la mirada porque ver el bulto del hueso del tobillo me resultó algo insoportablemente íntimo.
—¿Por qué no la probaste Harry?
Él se volvió de nuevo hacia mí, y me dijo con voz inexpresiva:
—Porque es diferente.
Por la forma en que había descrito su apariencia, su aroma y la conversación que habían mantenido, me había dado cuenta de que era diferente a la docena de mujeres que había compartido conmigo. De las otras había hablado con más admiración, con más deseo, incluso con más entusiasmo, pero era la primera con la que salía más de una vez.
—¿No quieres saber por qué es diferente?
—No, Harry, no quiero saberlo.
Cuando apartó la mirada del camino vacío que teníamos delante, me encogí de hombros, enarqué ligeramente una ceja y alcé un poco las comisuras de los labios. Él
se pasó la mano por el pelo, se frotó los ojos mientras soltaba un gemido de disgusto, y se levantó del banco.
Una joven madre cruzó el camino con su hijo. El pequeño andaba torpemente pero con determinación, y su madre evitó que se cayera en más de una ocasión. Harry y yo los observamos hasta que desaparecieron al doblar un recodo.
—Espero que te lo pases bien esta noche.
Mis palabras sonaron tan sinceras, que yo misma estuve a punto de creérmelas. No supe si lo convencieron, pero se limitó a asentir y a marcharse sin contestar.
(...)
—Se parece a ti —le dije a Katie, mientras contemplaba la carita arrugada del bebé que tenía en sus brazos.
—Vaya, muchas gracias. ¿Estás diciéndome que me parezco a un viejo calvo y arrugado? —me contestó ella. Parecía exhausta, pero estaba radiante.
—Claro que no, pero tiene tu nariz. ¿Cuándo van a volver papá y mamá? —le pregunté, mientras acariciaba la cabeza de mi nuevo sobrino.
—Como Evan ha tenido que ir a trabajar un par de horas, tienen que ir a buscar a Lily a la guardería, así que supongo que estarán aquí en una hora.
—Entonces, debería irme para dejarte descansar un poco.
—Sadie...
Aparté la mirada del bebé dormido, y le dije con voz distraída:
—¿Qué?
—¿Puedes quedártelo un momento?, tengo que ir al cuarto de baño.
—Claro.
Después de dármelo, Katie se levantó con cuidado de la cama y fue al cuarto de baño, mientras yo me quedaba mirando al pequeño que tenía en los brazos. James Trevor Harris tenía cinco deditos perfectos en cada mano y el mismo número en cada pie, una boquita de piñón, unas pestañas doradas, unas mejillas tersas y dulces, y unas cejas pequeñitas y perfectas. Estaba un poco ceñudo, como si estuviera costándole un poco adaptarse a la vida fuera del vientre materno.Dio un pequeño respingo cuando mi lágrima le cayó sobre el rostro, pero no se despertó y me apresuré a secársela antes de que pudiera resbalarle por la frente hasta
la mejilla. Su piel era suave como los pétalos de una rosa. Al ver que respiraba hondo, contuve el aliento a la espera de un berrido que no llegó.
—No hace falta que te vayas antes de que lleguen papá y mamá —me dijo Katie con voz suave. Tras meterse en la cama con una mueca y un gemido, añadió—: Tendrán ganas de verte.
—Sí, ya lo sé.
El problema era que no quería ver cómo colmaban a Katie de atención y de mimos. Era una actitud pueril y egoísta, pero no por ello menos real.
—Genial, déjame sola ante el peligro. Me agobian cuando me tratan como a una niña pequeña.
—Sobrevivirás. Además, a lo mejor se centran en James, es precioso —le dije, mientras se lo ponía de nuevo en los brazos.
—Sí, es verdad —contempló arrobada a su hijo, y tardó varios segundos en
volver a mirarme—. ¿De verdad tienes que irte?
—Sí, tengo que...
—Volver con Adam. Sí, ya lo sé. Vale.
Después de abrazar a madre e hijo, me apresuré a marcharme de allí.
(...)
—Todo está en orden, pero habrá que ir echándole un vistazo a la llaga de
presión que tiene en la nalga izquierda —dijo la enfermera que había ido a casa a ver a Adam. Era la primera vez que venía y parecía una verdadera maníaca, porque su  sonrisa era tan desmesurada, que parecía que estaba enseñando los dientes. Por su actitud, supuse que debía de ser nueva y que aún no tenía demasiada práctica en aquel tipo de situaciones.
—Estoy aquí —le dijo Adam, sin molestarse en fingir una cordialidad que no sentía. Cuando la enfermera se volvió a mirarlo, él le lanzó una versión más tensa de la sonrisa de la que me había enamorado, y fue como ver un muñeco con el rostro de
mi marido. Las expresiones eran las mismas, pero algo no acababa de encajar.
—¿Disculpe?
Si su actitud no se debía a la inexperiencia, entonces era una de esas enfermeras insoportables que deberían saber que una lesión de médula no comportaba un daño cerebral.
—Estoy aquí, puede dirigirse a mí directamente — le dijo Adam. Prefería estar en la silla durante aquellas visitas de asistencia a domicilio, porque sentía que controlaba más la situación.
—Perdone, señor Danning. Como le decía a su mujer, todo está en orden, pero habrá que ir...
—Ya la he oído la primera vez —la cortó él con impaciencia.
Permanecí en silencio, porque estaba allí para observar y tomar nota de aquella visita que era un pequeño componente más de la inmensa totalidad de cuidados que Adam necesitaba a diario; estaba allí porque era mi obligación como esposa saber
todos los detalles relacionados con su salud, a pesar de que el comentario
despreocupado de la enfermera sólo había servido para inquietarme.
—Perdón —dijo ella. Adam estaba cada vez más malhumorado, pero la mujer no lo conocía lo suficiente para saber que era mejor dejarlo tranquilo y empezó a hablar sin parar sobre cosas muy básicas. Como era de esperar, a él no le sentó nada bien que se creyera con derecho a darle lecciones.
—Hace más de cuatro años que tuve el accidente, así que sé cómo orinar por un tubo —le dijo con sarcasmo, cuando ella le explicó por segunda vez que era muy importante que le drenaran la vejiga cada cuatro o seis horas.
—Bueno, pues ya está. Muchas gracias, señora Carter, pero creo que yo puedo ocuparme del resto —me apresuré a decir, para romper el súbito silencio que se había creado. Me di cuenta de que Adam se irritó aún más al oír mi forzado tono de
voz desenfadado. Sin embargo, la mujer no captó la indirecta, y siguió parloteando como un periquito sobre cuidados intestinales y catéteres intermitentes mientras bajábamos
las escaleras. Cuando por fin salimos al porche, le dije adiós y cerré la puerta con alivio antes de que terminara de hablar. No pretendía ser grosera, pero había puesto a Adam de muy mal humor. Una mente brillante atrapada en un cuerpo que no funciona conduce a un tipo de crueldad creativa; como mi marido no podía atacar con los puños, tenía que hacerlo con las palabras. Lo oí mascullando imprecaciones al llegar a la puerta del dormitorio. Estuve a
punto de no entrar por cobardía, pero aún faltaban unas horas para que Dennis empezara su turno y no tenía opción. Adam me necesitaba, y eso era algo que provocaba su rabia impotente y mi desesperación. Dejó de refunfuñar como si se hubiera dado cuenta de que yo estaba al otro
lado de la puerta, y me obligué a entrar. Tenía la cabeza ladeada hacia la ventana, y la luz del atardecer le bañaba las mejillas.
—Asegúrate de que no vuelva —me dijo.
—Vale.
—No soy un maldito idiota.
—Ya lo sé.
Nunca sabía qué hacer cuando estaba así. En el pasado, lo habría dejado
tranquilo para que pudiera tranquilizarse a solas, pero en ese momento tenía que estar a su lado; además, sabía que si me iba acabaría llamándome al cabo de unos minutos para que lo ayudara con algo, quizás por pura malicia.
—¿Quieres comer algo? —tomé su gruñido de respuesta como una afirmación, así que añadí—: ¿Algo en concreto?
Como se limitó a gruñir de nuevo, decidí no insistir. Después de asegurarme de que el interfono estaba encendido, me sujeté el monitor al bolsillo y bajé a la cocina. Montones de matrimonios se rompían a diario por razones mucho menos poderosas que la súbita incapacidad de uno de los cónyuges. Incluso un matrimonio
sin fisuras requería gran cantidad de trabajo y de compromiso para mantenerse sólido, y el nuestro había recibido golpes muy duros. Cuando Adam había tenido el accidente, yo trabajaba a tiempo parcial como
asesora adjunta en un instituto, y aunque el sueldo no era ninguna maravilla, el horario reducido me había permitido pasarme casi todo el día en el hospital. Al despertar del coma, Adam había aceptado la lesión sin pestañear, pero había encarado la recuperación como un hombre bala disparado desde un cañón en llamas
porque estaba decidido a curarse, a volver a funcionar; de hecho, estaba convencida de que estaba decidido a andar, a pesar de que los médicos le decían que no podía ser. Cuando había empezado con la terapia física, pude salir más del hospital, y las
horas que pasaba en casa se convirtieron en un refugio, en un paraíso lejos del olor a antiséptico y a miseria humana, en un lugar donde podía gritar y llorar tan fuerte como quisiera, donde no tenía que ser fuerte y valiente. En casa me desmoronaba, me pasaba horas mirando álbumes de fotos o me preparaba alguna comida sencilla que
no me llevaba de vuelta al hospital. Aquellas pocas horas eran un tesoro que guardaba con celo, la clave que me ayudaba a mantener la cordura.
Teníamos un seguro y cumplíamos los requisitos para recibir un subsidio, pero aún faltaban dos años para que recibiéramos la indemnización de la empresa que había fabricado los esquís defectuosos de Adam.Teníamos lo justo para pagar asistencia a domicilio durante un par de horas, mientras yo estaba trabajando o
estudiando, pero el peso de la mayor parte de sus cuidados recaía sobre mí. En el hospital, había sido su voz cuando él no tenía fuerzas para hablar, la manta que le había protegido del frío; había sido su enfermera, su criada, su defensora, su puerta y su ventana, pero me había convertido en el muro contra el que lanzaba su furia y su frustración, y las manos con las que lo demolía. Había creído que estaba preparada para que viniera a casa; desde que él había
recuperado el habla, sólo hablábamos de cómo serían las cosas cuando regresara, de cómo funcionaría todo, de lo que haríamos, de lo fantástico que sería todo cuando estuviera de nuevo en su propio ambiente, cuando recuperáramos la feliz burbuja de
exclusividad que habíamos disfrutado durante tantos años, cuando pudiéramos recuperar nuestra privacidad. Los doctores nos habían dicho que el hecho de que nuestras vidas hubieran cambiado para siempre no significaba que hubieran quedado destrozadas. Adam tenía un pronóstico excelente, así que cuando se recuperara podría trabajar, hacer el amor, volver a ser una persona en vez de un paciente. Había llorado al irme del dormitorio que adoraba y que yo misma había remodelado, cuando las paletas empezaron las obras en el cuarto de baño, cuando
me tumbaba sola en nuestra cama y contemplaba un techo que no era el de siempre. Sin embargo, no lloré cuando Adam llegó a casa, porque tenía que ser la esposa perfecta. Él necesitaba que se lo hicieran todo, y yo acepté sin protestar aquel trabajo,
aquel deber, aquel papel. Nunca antes habíamos experimentado el tipo de agotamiento mental provocado por las continuas interrupciones del sueño que Katie había sufrido
después de dar a luz, pero Adam necesitaba tantos o más cuidados que un niño pequeño. Había que moverlo cada dos horas para que no le salieran úlceras de presión, y como en aquel entonces nuestro presupuesto era más limitado y no nos permitía comprar un tipo de cama especial que se inflaba y se desinflaba a voluntad,
ni contratar a alguien que se ocupara de él por las noches, tenía que ponerme el despertador noche tras noche para levantarme a trompicones y realizar las tareas necesarias. Al final, llegué a un punto en que no sabía si estaba despierta o dormida,
pero nunca me quejaba a pesar de que tenía todo el cuerpo dolorido, porque al menos podía sentir el dolor; en cambio, Adam ya no podía sentir nada. Como no podía valerse por sí mismo, necesitaba una atención constante. En cuanto me sentaba para comer o para leer un rato, en cuanto iba al lavabo, me llamaba por medio del monitor. El equipamiento que podía manejar mediante la voz
y la boca y que le había proporcionado tanta independencia era muy caro, y no habíamos podido permitírnoslo hasta que habíamos recibido la indemnización. Habíamos luchado juntos por salir adelante durante dos años, pero nos las
habíamos arreglado a base de trabajo duro, y había progresado tanto, que resultaba difícil de creer que no iba a ser capaz de levantarse y volver a andar algún día. Cuando habíamos recibido la indemnización y habíamos podido contratar a la señora Lapp y a Dennis para que me liberaran de parte de la carga, cuando yo había
vuelto a trabajar y habíamos podido comprar el equipamiento adaptado que le había devuelto algo de independencia, había creído que nuestras vidas mejorarían aún más, pero había sido entonces cuando había empezado a cambiar todo.
Adam había empezado a encerrarse en sí mismo al estar rodeado de máquinas y de aparatos que le permitían ver la televisión y leer, manejar una silla de ruedas y
hablar por teléfono. Cuantas más cosas podía hacer, más se evidenciaba todo lo que quedaba fuera de su alcance, y entonces había surgido la rabia. Tras aquellos cuatro años, había conseguido más empatía con mis pacientes de la que habría podido tener antes. Entendía un anhelo de alcanzar el olvido capaz de empujar a algunas personas a refugiarse en la bebida y en las drogas, y por mucho
que me doliera, también entendía las razones que podían llevar a alguien a tener una aventura, la facilidad con la que la necesidad de sentir el contacto físico podía silenciar a los dictados de la razón, cómo el deseo de arder de pasión podía llevarse por delante a todo lo demás.
—Maldita sea... tengo hambre, Sadie. No quiero sopa —me dijo, cuando entré en el dormitorio con un plato de la deliciosa sopa de verdura de la señora Lapp.
—Pues es lo que he preparado —le dije, sin perder los estribos—. Si sigues con hambre después de comértela, te prepararé otra cosa.
—¡No quiero una maldita sopa!
—Entonces, tendrías que haberme dicho lo que querías cuando te lo he
preguntado —me esforcé por mantener la voz tranquila.
—Sabes que no me gusta la sopa —masculló. Estaba colocando la servilleta y la cuchara, pero al oír aquellas palabras me detuve en seco y levanté la mirada hacia él.
—¿Desde cuándo?
—Dios, Sadie, desde siempre —me contestó él, con un tono que rezumaba sarcasmo. Aquello no era verdad, estaba intentando acicatearme para que me enzarzara en una discusión con él. Me negué a mirarlo mientras removía la sopa para que se enfriara un poco, y me senté junto a él para empezar a dársela.
—No la quiero.
—Tienes que comer algo, y esto es lo que he preparado.
—Vete al infierno, Sadie. ¡Métete la maldita sopa por donde te quepa!
Mi mano se detuvo a medio camino de su boca, y le dije:
—No hace falta que seas tan maleducado.
—¿Por qué?, ¿porque no tengo derecho a enfadarme?
—¡No digas tonterías! —volví a bajar la cuchara, y la dejé en la bandeja con una mano temblorosa.
—Porque tengo que ser un lisiado feliz, ¿verdad? Mira qué valiente soy. No soy un minusválido, lo que pasa es que soy válido desde otro punto de vista, ¿no?
Sus palabras eran cortantes como un trozo de cristal, y destilaban veneno. Su boca se torció en una mueca llena de amargura, sus pálidas mejillas se enrojecieron, y su cabeza se sacudió dentro de los límites a los que se reducía su capacidad de movimiento.
Tuve que cerrar los puños sobre mi regazo para controlar el temblor de mis manos. Se me encogió el estómago, y se me hizo un nudo en la garganta.
—¡Di algo, Sadie!
Sacudí la cabeza sin abrir la boca, mientras me esforzaba por mantener la compostura.
—¿Qué pasa?, ¿es que no eres capaz de gritarme? ¿Vas a dejar que te hable así? ¿Vas a quedarte ahí sentada sin protestar porque no quieres ofender a un lisiado?
—¡Ya basta, Adam! —me levanté y agarré la bandeja para llevármela.
—¡Que te den, Sadie! Tengo razón, ¿verdad? ¡Pues que os den a ti, a la sopa y a la enfermera!
Lancé el plato antes de darme cuenta de lo que hacía. Se estrelló contra la pared, mientras la cuchara rebotaba en el suelo.
—¡Vete a la infierno! —le grité con tanta fuerza, que me dolió la garganta—. ¡Por mí puedes morirte de hambre, malnacido!
—Sí, eso sí que te gustaría, ¿verdad? Te encantaría dejar que me muriera de hambre para no tener que molestarte con todo esto, para no tener que seguir cuidándome...
—¡Cierra el pico! —le grité a meros centímetros de su cara, a la distancia de un beso—. ¡Cierra la maldita boca, Adam, y deja de comportarte como un capullo!
Sus ojos azules relampaguearon de furia.
—¡Deja tú de ser una maldita hipócrita y dime la verdad!
—No sé de qué estás hablando —le dije con voz gélida, mientras empezaba a limpiar la sopa. Darle la espalda era el peor insulto que podía hacerle, porque era incapaz de obligarme a que me volviera hacia él.
Adam empezó a soltar una retahíla de insultos tan inventivos y maliciosos, que habría admirado su creatividad si no hubiera sido el blanco de todo aquel veneno. Me golpeó en todos mis puntos débiles, donde más me dolía, utilizó todas las inseguridades que yo le había revelado y algunas que había intuido por sí solo, hasta que consiguió que me derrumbara y que me echara a llorar allí mismo, a cuatro patas frente a su silla de ruedas; a pesar de que sabía que su actitud se debía a lo mucho que detestaba aquella situación, a veces tenía la impresión de que era a mí a quien odiaba.
—Admítelo, desearías que hubiera muerto —me dijo finalmente, con la voz rota de tanto gritar.
Me puse de pie, y acerqué la cara a la suya de nuevo para pagarle con la misma agresión que él me daba. No podía apartarse, pero creo que no lo hubiera hecho en ningún caso.
—Sí, a veces desearía que hubieras muerto.
Nos quedamos mirándonos durante lo que me pareció una eternidad, y finalmente me dijo:
—Yo también.
Lo único que podía hacer cuando lloraba era abrazarlo, acariciarle el pelo, susurrarle palabras de consuelo, besarle la boca... sin embargo, él no podía devolverme el abrazo. Yo no tenía a nadie que me apretara con fuerza cuando lloraba, ni que me dijera que todo iba a salir bien. En aquel matrimonio ya no tenía cabida el egoísmo, teníamos que luchar para seguir adelante.
—Lo siento —me dijo una vez tras otra, mientras yo le repetía sin cesar que no pasaba nada. No sabía qué darle aparte de mi compasión, y tenía la impresión de que nunca llegaría a tener reservas suficientes

La amante imaginaria Donde viven las historias. Descúbrelo ahora