—¿Estás seguro de que estarás bien? —le pregunté a Adam, mientras me ponía bien las mangas del vestido y me pasaba una mano por el pelo, incapaz de quedarme tranquila. Vi por el espejo que ponía los ojos en blanco, pero cuando me volví hacia él
puso cara de inocencia a pesar de que era obvio que lo había pillado in fraganti.
—¿A qué ha venido esa mirada? —le pregunté, con las manos en las caderas.
—Sadie, voy a estar bien.
Me acerqué a su silla y empecé a asegurarme otra vez de que estaba bien tapado y de que todo estaba en orden, pero me detuve cuando soltó un suspiro de impaciencia.
—Estaría más tranquila si Dennis...
—Hace meses que Dennis tenía planes para hoy, Sadie. Además, estoy seguro
de que la persona que envíen de la agencia lo hará bien, y sólo vas a estar fuera unas cuantas horas.
Tenía razón, pero ni siquiera su tono calmado y ligeramente exasperado
consiguió tranquilizarme.
—Pero...
—Sadie —me dijo él, irritado de verdad—, vas a trabajar a diario, y pasas fuera más horas que hoy.
—Tienes razón, pero no puedo evitar preocuparme.
—Ya lo sé, pero voy a estar perfectamente bien. De verdad. Deberías irte ya, ¿no?
—El chico de la agencia aún no ha llegado.
Les había pedido a los de la agencia que llegara con un par de horas de
antelación, porque quería tener tiempo de darle instrucciones para que no hubiera ningún problema. Estaba acostumbrada a Dennis y a la señora Lapp, y me ponía muy nerviosa dejar a Adam en manos de un desconocido. A pesar de que llegó tarde, el enfermero me dejó más tranquila. Estaba vestido con profesionalidad, me dio un apretón de manos firme, y me miró a los ojos al
presentarse y decirme que se llamaba Randy. A pesar de que debía de tener sólo unos veintipocos años, me di cuenta de que manejaba el equipo médico con soltura, así que me sentí un poco mejor.
—Que se lo pase bien, señora Danning.
—Le dije a los de la agencia que volvería a las cinco, pero creo que a las dos ya estaré aquí. Tienes mi número...
—¡Sadie, ya sabe que tiene tu dichoso número de teléfono!
Al ver que Randy y Adam intercambiaban una mirada muy masculina, como si ambos supieran lo frustrantes que podíamos llegar a ser las mujeres, decidí cerrar el
pico, así que me fui después de besar a mi marido en la mejilla. Logré llegar al coche a pesar de que en tres ocasiones estuve a punto de dar media vuelta y de volver a entrar en la casa, y conseguí contener durante veinte minutos las ganas de llamarlos
para ver qué tal iba todo.
—Como vuelvas a llamar, colgaré —me dijo Adam—. Ve y pásatelo bien, nos veremos cuando vuelvas.
Y entonces colgó sin darme tiempo a contestar.
(...)
—La verdad es que mi madre sabe organizar las cosas —me dijo Elle.
Poco antes, estaba rodeada de los satélites típicos que giran alrededor de una novia cuando está a punto de recorrer el pasillo de la iglesia, y al ver cómo se aferraba a su ramo de flores, me había dado cuenta de que necesitaba unos minutos de tranquilidad. Me había sentido orgullosa cuando les había dicho a su madre y a Marcy, la madrina, que quería hablar a solas conmigo, y habíamos salido al pequeño
vestíbulo que daba al aparcamiento.
—Mi madre vive para este tipo de cosas, y tengo que reconocer que aún
estaríamos eligiendo las invitaciones de la boda si no fuera por ella.
No era ni el momento ni el lugar para un análisis psicológico, pero le pregunté de forma automática:
—¿Cómo te sientes al respecto?
A veces, su sonrisa parecía dudar de si tenía derecho a estar en su rostro.
—Voy a casarme.
A pesar de que llevaba un traje sencillo a medida de color crema y aún no se había puesto el velo que iba a cubrirle el rostro en la ceremonia judía, era indudable que era una novia.
—Eso ni lo dudes.
Soltó una carcajada un poco temblorosa, y me dijo:
—Gracias por haber venido.
—Te dije que lo haría.
Respiró profundamente, y después de soltar el aire poco a poco, admitió:
—Creo que necesito un trago.
—Puedes hacerlo, Elle —le dije con una convicción total.
—Sí —se cuadró de hombros y miró hacia la entrada de la sinagoga, donde su madre estaba esperándola con impaciencia—. Sí, ya lo sé.
Fue una ceremonia corta, pero preciosa. Aunque me sentí un poco fuera de lugar entre los amigos y los familiares de Elle y de Dan, me alegré de estar allí. No se presentan demasiadas ocasiones de sentir que hemos tenido una influencia positiva
en la vida de alguien, y la felicidad de dos personas siempre es causa de celebración.
—Adonde quiera que vayas, yo iré; adonde quiera que vivas, yo viviré; tu
pueblo será mi pueblo, y tu Dios el mío.
No fui la única a la que se le saltaron las lágrimas cuando Elle Kavanagh le dijo aquellas palabras a Dan Stewart, y se convirtió en su esposa. Su madre se puso a llorar con menos teatralidad de la que me esperaba y los ojos de Dan tenían un brillo sospechoso, pero el rostro entero de Elle se había transformado con una sonrisa que se sabía con pleno derecho a estar allí.
A pesar de que sabía que Elle me había invitado a que fuera también al
banquete con sinceridad, y no por compromiso, me pareció inapropiado, así que felicité de corazón a la pareja antes de irme; sin embargo, me quedé mirando desde el coche mientras se hacían fotos en las escaleras de la sinagoga, y me alegre al verlos tan felices.
—No me cuelgues —le dije a Adam, en cuanto contestó al teléfono.
—¿Qué tal la boda?
—Preciosa. ¿Cómo estás?
—Precioso.
Aguanté el teléfono con ayuda del hombro mientras buscaba mi cartera en el bolso, y le dije:
—Oye, sobre lo que has dicho antes...
—¿Sí? —parecía distraído, y pude imaginarme perfectamente la expresión de su cara.
—He pensado que podría llamar a Katie, para invitarla a tomar un café.
—Claro, genial —tuve la impresión de que lo había interrumpido, y me imaginé su expresión de impaciencia.
—¿Qué estás haciendo?
—Estoy trabajando en algo —su voz se aclaró un poco cuando logró centrarse en mí—. ¿Vas a salir con Katie? Muy bien, me alegro.
«Trabajar en algo» significaba que estaba escribiendo, y mi voz reflejó la alegría que sentí.
—¿En qué estás trabajando?
—En algo.
Aquella respuesta tajante confirmó mis sospechas, y aunque no insistí, saber que estaba escribiendo de nuevo me dio ganas de hacer volteretas, de ponerme a dar
saltos.
—En fin, que creo que voy a llamar a Katie.
—Vale, disfruta.
—¿Estás seguro de que estás bien?
—Sí, estoy bien.
Aquella vez, la distracción no pareció ser la causa de la pequeña vacilación que noté en su voz.
—¿Cómo está Randy?
—¡Está bien! Maldita sea, ¿qué parte de «estoy trabajando» no has entendido?
Estaba tan contenta de que estuviera escribiendo, que ni siquiera pude sentirme ofendida.
—Perdona. ¿Puedes decirle que llegaré a las cinco, como había dicho al principio?
—Sí. Hasta luego.
—Te quiero —al darme cuenta de que ya había colgado, me dije con una sonrisa afectuosa que era un zopenco y marqué el número de Katie.
—No puedes ni imaginarte lo mucho que necesitaba esto —me dijo Katie,
mientras brindaba con su taza de café—. Adoro a mis hijos, claro, pero estar metida todo el día en casa con ellos me está volviendo loca. Evan es fantástico, pero no lo entiende. Uno no sabe lo mucho que quiere a alguien hasta que le ha limpiado el
trasero... sí, eso sí que es amor.
Debió de ver algo en mi expresión, porque de inmediato pareció horrorizada y se apresuró a decir:
—Lo siento, cariño, no quería...
—No te preocupes, la verdad es que tienes toda la razón del mundo —esbocé una sonrisa, porque no quería que se sintiera mal por lo que había dicho.
—No debería quejarme, porque mis dos terremotos no son nada en
comparación con lo que tú pasas a diario —tras una breve vacilación, añadió—: Sadie, si necesitas hablar de ello...
Iba a restarle importancia al asunto, pero, al oír aquellas últimas palabras me derrumbé. Necesitaba hablar de ello, necesitaba desahogarme. Le dije lo que se sentía al tener que meterle un tubo a tu marido por el pene para que pudiera vaciar la vejiga, lo que se sentía al cortarle la comida e ir dándosela trocito a trocito, aterrada
por lo que le pasaría si se atragantaba, lo que se sentía al permanecer despierta para poder oír cómo lo movía el enfermero y estar segura de que no pasaba demasiado tiempo en una misma postura. Le expliqué lo mucho que me dolían los brazos, las
piernas y la espalda por tener que manejar el elevador que lo subía y lo bajaba de la silla, le conté lo que había pasado con Harry y con Greg, y que aquellas historias me habían ayudado a sobrevivir sin afecto físico a lo largo de tantos y tantos meses. Le expliqué lo orgullosa que me sentía de Adam porque se levantaba cada día a pesar de que yo me habría rendido hacía tiempo si hubiera estado en su lugar, cuánto admiraba la fuerza y la determinación de mi marido a pesar de que a veces se tambaleaban, lo mucho que deseaba poder hacer más por él, y también le dije lo mucho que seguía queriéndolo incluso en aquel momento en que todo estaba desmoronándose. Creí que a lo mejor había ido demasiado lejos, porque Katie se levantó de la mesa sin decir ni una palabra cuando me quedé por fin sin aliento. Pensé que iba a
marcharse, y lo cierto era que no habría podido culparla por ello, porque acababa de descargar cuatro años de dolor y de angustia en media hora. Pero Katie no se marchó, sino que fue a la barra y volvió al cabo de unos minutos con los dos trozos de pastel de chocolate más grandes que había visto en mi vida. Después de colocarlos sobre la mesa, me dio un tenedor y me dijo:
—El glaseado es de Godiva, te mereces una buena sobredosis de chocolate del bueno.
Una buena hermana no se siente avergonzada de ti cuando te pones a llorar en público, una hermana genial es la que va dándote pañuelos hasta que se te pasa el berrinche, y la mejor es la que va a buscarte otro café con leche para que te lo tomes con la descomunal orgía de chocolate que acaba de poner ante ti.
—¿Por qué no me lo habías contado? Dios, Sadie, debes de haber estado a
punto de volverte loca.
—No es fácil hablar de estas cosas; además, tú ya tenías bastante con Evan y con Lily, y cuando te quedaste embarazada otra vez y tuviste a James... en fin, no te hacía falta escuchar encima mis penas.
—Estoy muy cabreada contigo, Sadie.
—¿En serio? —la miré sorprendida, con el tenedor a medio camino de mi boca.
—Sí, por creer que no te habría escuchado.
—Sabía que me escucharías, pero pensé que no era justo que tuvieras que hacerlo.
Por un momento, pareció a punto de protestar, pero entonces hizo un gesto de asentimiento.
—La verdad es que no habría sido capaz de escucharte como es debido... lo siento, soy un desastre.
Sentir de nuevo aquella conexión entre hermanas fue como ponerme unos vaqueros viejos y cómodos. Había echado de menos a Katie.
—No quería que pensaras que no quería a Adam —admití con voz suave—. Y cuando dejó de querer salir de casa, pensé que sería...
—Desleal.
—Exacto.
—Nadie te culparía por tener una vida, Sadie.
—Eso me dijo Adam.
De repente, recordé la primera y última reunión de un grupo de apoyo a la que había asistido. Las mujeres se habían dedicado a elogiarse las unas a las otras, mientras cada una de ellas intentaba parecer la mas mártir de todas. Cuando le expliqué aquello a Katie, frunció el ceño y me dijo:
—Es lo mismo que con las madres santurronas del grupo de juegos. Dios,
cualquiera diría que es un pecado mortal contratar a una canguro para que cuide a los niños mientras voy a la peluquería.
—Desde un punto de vista de psicóloga, pude llegar a entender que centrarse en los pequeños detalles las ayudara a enfrentarse al trauma. Pero entenderlas hizo que me resultara más duro, porque también sabía que no debería sentirme culpable por enfadarme ni por sentir resentimiento a veces.
—No me importa que haya quien se crea mejor persona por dedicarse en
cuerpo y alma a alguien, ya sea un marido o un hijo, pero no lo soporto cuando te tratan como si fueras una porquería de madre porque no te pasas horas apuntando en un álbum hasta el último detalle del primer diente de tu hijo.
Nos quedamos mirándonos en silencio durante un largo momento, y entonces nos echamos a reír. Cuando conseguimos calmarnos, me dijo:
—Qué bien me ha sentado poder desahogarme.
—Siento que hayamos pasado tanto tiempo sin hablar de verdad, Kates.
—Sí, yo también. Como vuelvas a hacerlo, te daré una buena patada en el trasero... o te quitaré tu trozo de pastel.
—Inténtalo si te atreves —le dije, mientras rodeaba el plato con los brazos para fingir que estaba protegiéndolo. La mezcla de chocolate, cafeína y charla entre hermanas me había dejado lánguida y relajada, y devoré aquella sensación con tanta gula como el pastel.
—No se lo digas a mamá, pero estoy pensando en volver a trabajar. Podría
hacerlo desde casa hasta que los niños sean un poco más grandes, ocuparme de alguna hipoteca de vez en cuando. Hace una semana me encontré a Priscilla, una antigua compañera del banco, y me dijo que estaban buscando a alguien a media jornada. De repente, mi taza de café me pareció muy interesante.
—¿Ah, sí?
—Sí. Por cierto, ¿te acuerdas de cuando nos reíamos de la gente que envía esas invitaciones de boda con fotos de niños pequeños?, ¿las que llevan impresas frases como «voy a casarme con mi mejor amigo», y cosas así?
Sí, sí que me acordaba.
—Pues resulta que Priscilla va a casarse, y me enseñó las invitaciones. ¿A que no adivinas la que ha elegido?
Se me hizo un nudo en el estómago, y no supe si se debía a una especie de
satisfacción amarga o a una fascinación mórbida.
—¿La de «hoy me caso con mi amigo»?
Katie me aplaudió, y dijo con entusiasmo:
—Exacto. Es la invitación más horrible que he visto en mi vida... por el amor de Dios, Priscilla tiene más de treinta años.
—¿Cuándo se casa?
—En junio. Es la reina del orden, creo que lo tiene todo planeado al detalle.
Apuesto a que tiene super-controlado al pobre de su prometido.
—Seguro que a él no le importa.
—Una cosa está clara: un tipo que accede a tener unas invitaciones tan cursis, debe de ser un asco en la cama.
No hice ningún comentario al respecto, y cambiamos de tema otra vez. Cuando llegué a mi coche y me puse al volante, me eché a reír con unas carcajadas tan histéricas como el llanto que había derramado allí mismo por él. Cada vez que pensaba que me había tranquilizado, me imaginaba aquellas invitaciones y
empezaba a desternillarme otra vez, hasta que me quedé sin fuerzas. Al llegar a casa, no me preocupé al ver a Adam absorto con su ordenador, pero
no me hizo ninguna gracia encontrarme a Randy en el piso de abajo, roncando delante de la tele. Lo desperté sin miramientos y le dije que ya podía irse con una brusquedad que pareció ofenderle, pero tuvo suerte de que no lo echara a patadas.
—¡Mañana mismo llamaré a la agencia para presentar una queja! —le dije a Adam, mientras ahuecaba las almohadas antes de acostarlo en la cama—. Me he enfadado tanto, que ni siquiera he querido pedirle que me ayudara a subirte a la cama.
—Sadie, cariño, ¿te lo has pasado bien con Katie? —me dijo él, con voz suave.
Me volví hacia él, y admití:
—Sí, la verdad es que me lo he pasado muy bien.
—Perfecto, me alegro —después de cerrar los documentos que tenía abiertos, apartó la silla del ordenador—. No dejes que él te lo estropee.
—¡Adam, se suponía que tenía que estar cuidándote, no durmiendo!
—Yo estaba perfectamente bien, le he pedido que me dejara solo.
—Eso no importa —después de quitarme la chaqueta y de dejarla en mi silla reclinable, me desabroché la blusa—.¿Se preocupó al menos de si necesitabas algo?
Al ver que no me contestaba, levanté la mirada hacia él y me di cuenta de que había empalidecido y de que tenía los ojos cerrados, como si le doliera algo.
—¿Adam?
Abrió los ojos, y me ofreció una sonrisa que no alcancé a creer.
—No pasa nada, me duele un poco la cabeza. A lo mejor tengo la vista cansada. Cada vez más alarmada, empecé a revisarlo. Tenía el rostro frío y húmedo, y la frente cubierta de sudor. Metí una mano bajo su camisa, y me di cuenta de que su
pecho estaba seco y caliente.
—Adam, háblame.
Le abrí la camisa, y le pasé las manos por todas partes para intentar encontrar alguna posible irritación. Me agaché para pasárselas también por las piernas, y se las puse rectas. Comprobé sus pies para ver si tenía algún uñero, busqué cualquier cosa
que pudiera estar provocándole aquel desajuste.
—¿Cuánto hace que te puso un catéter? —al alzar la mirada hacia su rostro, el miedo que sentí estuvo a punto de enmudecerme, pero me obligué a mantener la calma—. Adam, mírame.
La cabeza se le echó hacia delante, y se le agitaron los párpados. Un ligero
temblor le recorrió todo el cuerpo, y no me contestó. Me golpeó un miedo terrible, un terror brutal que amenazó con inmovilizarme.
Fui corriendo al cuarto de baño, mojé una toalla con agua fría, y volví a la carrera para colocársela en la nuca. Estaba jadeando un poco. Disreflexia autónoma. Se desencadena a causa de algún tipo de dolor o de irritación, incluso del que se genera cuando no se vacía la vejiga con la periodicidad
suficiente. Si no se trata de inmediato, puede llegar a ser mortal.
—¿Cuánto hace que te duele la cabeza?
El dolor de cabeza puede estar provocado por una subida de la presión sanguínea, el cuerpo humano dispone de unos mecanismos de protección sorprendentes. Era posible que Adam estuviera sufriendo un derrame cerebral. Me obligué a apartar a un lado el terror que me asfixiaba. Sabía cómo hacerme
cargo de aquello, iba a hacerlo. Sí, iba a solucionarlo, iba a... Dejé de pensar, y pasé a la acción. Un montón de paquetes de plástico salieron despedidos y rodaron por el suelo cuando abrí de un tirón el cajón donde estaban los catéteres, y mis dedos resbalaron sobre el fino material mientras intentaba agarrar
uno del cajón y abrirle los pantalones a Adam al mismo tiempo. Tuve que detenerme para centrarme antes de continuar. Sólo fue un segundo,
pero sabía que cada uno de ellos contaba. Le abrí los pantalones, rasgué el envoltorio del paquete estéril y saqué de un tirón el tubito flexible, pero se me cayó al suelo.
Como no podía pararme a desenredarlo, agarré otro paquete, lo abrí y saqué otro catéter.
—Es sólo un momento, cariño. Adam, por favor, quédate conmigo. Adam, por favor...
Repetí su nombre una y otra vez mientras iba explicándole cada paso, y lo tomé en mi mano para insertarle el tubo que iba a vaciarle la vejiga y a detener la reacción adversa de su cuerpo. No tenía ningún recipiente para recoger la orina, pero no había
tiempo de ir a buscar uno, era igual si se manchaba todo. Lo que tenía que hacer era controlar el temblor de mis dedos, tenían que estar firmes para poder llevar a cabo su misión.
—Quédate conmigo —susurré una y otra vez, mientras le insertaba el catéter—. Yo voy a ocuparme de todo, Adam, tú sólo quédate conmigo. ¡Maldita sea, no te atrevas a desmayarte!
Le hice un poco de sangre al insertarle el catéter. En cuanto entró, el tubo se llenó con una orina de un tono amarillo fuerte. Había demasiada, y me chorreó por
las manos. Al sentir que me caía algo húmedo desde arriba, pensé que Adam estaba llorando; sin embargo, no se trataba de sudor ni de lágrimas, sino de saliva, un largo hilo plateado de saliva que aparté al levantarme de golpe. Le eché la cabeza hacia atrás, y lo miré a los ojos sin saber qué hacer, mientras el pánico me corroía las
entrañas.
—¡No me dejes! ¡Maldita sea, Adam, ahora no! ¡Ahora no!
Él parpadeó a cámara lenta, tardó demasiados segundos en abrir y cerrar los ojos, y yo agarré el teléfono desesperada y marqué el número de Urgencias. Me respondió una voz pidiéndome que detallara la urgencia, pero el pánico me había enmudecido.
—Por favor, especifique el carácter de su urgencia.
Adam abrió los ojos. Me vio, sé que me vio. Quiero pensar que me sonrió.
—¡Necesito una ambulancia! Mi marido es tetrapléjico, y está... —fui incapaz de decirlo, pero no hizo falta.
—Ahora mismo le enviamos a alguien.
Estoy convencida de que lo hicieron, aunque no sé lo que tardaron... horas,
minutos... al final, no importó. Una eternidad es lo que se tarda en intentar comprender sin lograrlo por qué tu marido está muriéndose ante tus propios ojos.