Capítulo 17

619 35 8
                                    


No sé por que nuestra sociedad parece creer que el dolor es algo que hay que
compartir, teniendo en cuenta que todo el mundo prefiere verlo de lejos. Las personas de mi entorno permanecieron junto a mí en el entierro y me ofrecieron su abrazo, aunque mi rígida incapacidad de devolver el gesto pareció desconcertarles. Me trajeron comida, me enviaron flores y tarjetas para darme el pésame, y también hicieron donaciones a la Fundación Christopher Reeve. Me dejaron mensajes en el contestador diciéndome que los llamara si necesitaba algo, sin saber que me
resultaría imposible centrarme y marcar un número de teléfono, ya que apenas era capaz de distinguir el zapato izquierdo del derecho. A lo largo de los días y las semanas posteriores al accidente de Adam, había anhelado tener un apoyo como aquél, pero supongo que la muerte no resulta tan aterradora como la enfermedad y las lesiones; en cualquier caso, me vi rodeada de
amigos y familiares bienintencionados, a pesar de que lo único que quería era permanecer sentada en silencio. Mi madre tenía buenas intenciones al decirme «¿lo ves?, sabía que mantendrías la entereza», igual que mi padre al decirme «es mejor así»: Como alababan mi fortaleza, me mostré fuerte: como elogiaban mi compostura, la mantuve. Creían que no los oía susurrar el «buen aspecto» que tenía, y lo «bien» que me lo había tomado, así que fui buena y me lo tomé bien. A pesar de que todo el
mundo se esforzó en estar conmigo, siempre estaba sola. La madre de Adam tenía las mejores intenciones al decidir venirse a vivir conmigo y despedir a la señora Lapp y a Dennis sin mi consentimiento; a lo mejor
pensó de verdad que yo ya no los necesitaba y que estaba haciéndome un favor, aunque seguramente lo que pasaba era que hacían que se sintiera incómoda, ya que su presencia siempre le había recordado la gran cantidad de cuidados que Adam
había necesitado. Reorganizó los armarios de la cocina, me traía el correo y contestaba al teléfono,
y aun así se las arreglaba para no hacer nada útil. Era como una mosca, y no me quedaban fuerzas para espantarla; a lo mejor estaba esperando a que le dijera lo que
necesitaba, como todos. Katie no esperó. Vino a casa a la semana siguiente del funeral, y se puso a lavar, a secar, a planchar y a guardar la ropa y las sábanas sucias de tres semanas, mientras hacía caso omiso de las protestas poco sutiles de mi suegra, que insistía en que tenía
pensado hacerlo ella. Katie también barrió, repartió la comida que iban enviándome en pequeños recipientes etiquetados, y organizó mi correo en montoncitos donde las facturas más urgentes tenían notas adhesivas.
Pero lo mejor que hizo por mí fue marcharse. Fue lo más maravilloso que habían hecho por mí en mi vida, y aunque sólo pude asentir en un gesto de agradecimiento, ella me entendió.
—Te llamaré —me dijo.
Aunque pareciera increíble, lo hizo... y no sólo una vez, sino cada pocos días. Mi hermana me llamó para preguntarme qué era lo que necesitaba. Escuché el llanto nocturno de la madre de Adam durante tres semanas, mientras yo misma era incapaz de derramar ni una lágrima. No dije nada cuando se infiltró en nuestra casa como si así pudiera conseguir que él volviera, le di los buenos días por la mañana y escuché sus lamentos. Su dolor era sólido, total y egoísta, y no dejaba espacio para el mío. No permití que se quedara por compasión, sino porque fui incapaz de pedirle que se fuera... hasta que el niño Jesús acabó con mi paciencia.
Al bajar las escaleras después de pasarme otra noche en vela, medio dormida y pensando sólo en el café que necesitaba para poder empezar el día, tropecé con un pesebre y tanto el portal como sus santos contenidos se desparramaron por el suelo de mi cocina. Los camellos se rompieron, y yo expresé mi opinión en una retahíla de palabrotas. Alguien había vomitado Navidad por toda mi casa, y los adornos que llevaban tanto tiempo sin salir a la luz estaban por todas partes. Habría sospechado que
aquello era cosa de unos duendes si no hubiera sabido que no existían, así que deduje de inmediato que había sido mi suegra. Había aguantado que reorganizara los armarios y hasta que le echara un vistazo disimulado a los extractos de mis tarjetas de crédito, pero aquello era una invasión mucho más personal. La encontré en el dormitorio de Adam, trasteando en un cajón de ropa.
—Necesitaba mantenerme ocupada —me dijo.
—Preferiría que no tocara las cosas de Adam, yo voy a ocuparme de ellas.
—Pero... ¡Sadie, yo soy su madre!
No me siento orgullosa de tener que admitir que perdí los estribos, además de la paciencia y, posiblemente, incluso la cabeza. La gente suele desdecirse de lo que suelta en un arranque de furia, pero yo hablé con plena convicción. No era la primera
pelea que teníamos, pero sin duda fue la más fuerte. Ella quería estar en la casa donde había vivido su hijo, y yo quería que se marchara del lugar donde había muerto. Al final gané la batalla, aunque la victoria fue amarga. No me proporcionó ninguna satisfacción decirle que sería yo quien decidiera qué hacer con las cosas de
Adam, ni que no tenía ni voz ni voto en mis decisiones. Mi suegra también estaba sufriendo, y a pesar de que yo misma apenas era capaz de entender lo que significaba haber perdido a mi marido, no podía ni imaginarme cómo se sentía ella al haber perdido a su hijo.
—Pero... ¡nos necesitamos la una a la otra! —exclamó.
—Lo siento, pero en este momento no puedo ser lo que usted necesita.
—Muy bien, si no quieres que esté aquí...
—No necesito que esté aquí —aquélla fue la respuesta más amable que fui
capaz de darle. Cuando la puerta se cerró tras ella, pensé que por fin iba a llorar, pero no pude encontrar las lágrimas. ¿Dónde estaban? Sabía que era capaz de llorar, porque lo había hecho cuando lo habían metido en la ambulancia y cuando más tarde, en el
hospital, no se había recuperado del derrame cerebral que lo había matado; sin embargo, había permanecido con los ojos secos y el rostro pétreo mientras estaba rodeada de gente que sopesaba mis muestras de dolor como si fueran una medida de mi amor. Tres semanas después de la muerte de Adam, dormía, comía, me vestía y me bañaba, hablaba y me hablaban... pero no lloraba, aunque lo intenté. Apoyé una mano en la puerta principal, y me di permiso para dar rienda suelta a mis sentimientos soltando un suspiro largo y lento. Fue como anticipar un estornudo... o un orgasmo. Sentí el dolor quemándome las entrañas y las lágrimas latentes, pero tanto el uno como las otras se negaron a salir. Me imaginé tirando,
como si fuera un pez con un anzuelo clavado dentro. Sabía que me desgarraría al salir, pero al menos estaría fuera. Esperé durante mucho tiempo, pero sólo obtuve el dolor de querer algo que era incapaz de encontrar. Mi mundo estaba pintado en diferentes tonos de gris. La depresión es muy sibilina y se disfraza de agotamiento, de dolores y de malestar general, y me habría
resultado muy fácil fundirme en el gris de mi vida, quedarme en la cama cuando tenía que levantarme y permanecer con la misma ropa, permitir que mi dolor me consumiera. No me vanaglorio por cómo logré salir adelante; de hecho, mi negativa a rendirme ante el dolor fue un error tan grande como lo habría sido sumirme en él. Quizás habría sido mejor que me hubiera permitido hundirme durante varias
semanas, pero el problema de mirar atrás cuando deberías estar caminando hacia delante es que normalmente acabas dándote de bruces con algo que te causa dolor.
De modo que me levantaba de la cama, me duchaba, me vestía, tomaba algo nutritivo cuando me acordaba de comer y un mero trozo de pan cuando se me olvidaba... incluso iba a la consulta, y ninguno de mis pacientes pareció darse cuenta de que me mostraba mucho menos comprensiva con sus problemas. La necesidad de llorar fue evaporándose con el paso de los días, hasta que me pregunté cómo se me había ocurrido pensar que las lágrimas me ayudarían en algo. Intenté recuperar mi vida semana tras semana, volví a meterme en la rutina de trabajar y de pagar las facturas. Creía que las fiestas navideñas serían duras, pero sentí un alivio enorme porque no hubo árbol ni adornos, ni siquiera los que mi
suegra había intentado imponerme. No tuve que cocinar, y pude aceptar la invitación de mis padres sin tener que preocuparme por Adam. Tuve invitaciones todos los días, y cené fuera a expensas de mi dolor.
Fue maravilloso. Aunque algunos apartaban la mirada al sentirse incómodos por la presencia casi tangible de mi pérdida, por primera vez en cuatro años podía hablar de Adam, y eso fue lo que hice. Hablé de él con mis padres, con Katie y con su marido, con conocidos a los que veía en escasas ocasiones... era como si la gente fuera capaz de tenerme lástima abiertamente. Podían ofrecerme sus condolencias, darme palmaditas
en el hombro y asentir comprensivamente cuando les hablaba de él, como si la muerte fuera menos embarazosa que una discapacidad. La fascinación que genera la muerte en alguien que no la tiene a su lado es efímera, así que al final, las fiestas se acabaron, y tanto las llamadas como las tarjetas dejaron de llegar. El mundo siguió adelante con todos a bordo, y me dejó atrás.
Dennis me invitó a cenar una noche, y acepté. Me llevó a un pequeño
restaurante al que no había ido nunca, a pesar de que había pasado por delante montones de veces. La comida era buena, y la conversación aún mejor. Fue fantástico poder hablar de Adam sin tener que soportar la carga del dolor de otra persona, ya que Dennis tuvo el sentido común de escuchar más que hablar.
—Lo echo de menos —me dijo después de la cena, en el aparcamiento—. Me daba unas palizas impresionantes cuando jugábamos al ajedrez.
—Le encantaba jugar contigo, porque yo nunca conseguí aprender.
—Me siento culpable —me dijo de repente—. Si yo hubiera estado allí, a lo mejor...
—No te culpo, Dennis.
Al ver que se secaba los ojos, sentí cierta amargura porque él podía llorar y yo no.
—Era un buen hombre —me dijo.
—Sí, es verdad.
—Me siento tan culpable...
—Yo también, pero no porque crea que habría podido hacer algo de otra forma, ni por haber salido ese día, ni nada de eso.
—¿En serio? Me alegro, Sadie. Tú no tuviste la culpa.
—Y tú tampoco tuviste la culpa de estar de viaje, ni de que lo dejáramos con alguien que la fastidió.
La firmeza de mi voz pareció sorprenderle, y su rostro se relajó con una expresión de alivio.
—Sí, ya lo sé, pero aun así...
—Ya lo sé.
—Al menos, no está sufriendo. Esblibre.
Y yo también lo era, aunque no podía admitirlo ante Dennis a pesar de que
quizás me hubiera entendido. Antes de irse, aquel hombretón que había formado parte de mi vida durante años me dio un gran abrazo. Fue un gesto de consuelo, pero más para él que para mí, y cuando cada uno se fue por su lado, él se había liberado
de su carga y yo llevaba más peso que nunca. Volver a ver a la señora Lapp fue más fácil, porque se limitó a envolverme en un abrazo maternal y me acunó hacia delante y hacia atrás durante varios minutos. Después se preocupó por mis hábitos alimenticios, presumió de sus nietos, y me enseñó las fotos del viaje que había hecho la semana anterior.
—Samuel y yo nos vamos a Nueva York la semana que viene, ¡hasta veremos un espectáculo de Broadway!
—¿Samuel no ha protestado? —le pregunté, con una sonrisa.
—No, porque nunca ha estado allí. Vamos en un autocar, con un grupo de
nuestra iglesia.
Samuel Lapp había ido muchas veces a buscar a su mujer a mi casa, y me costó imaginármelo en un musical de Broadway porque era un hombre callado que siempre parecía llevar una camisa a cuadros y unos desgastados pantalones con peto.
—Seguro que se lo pasan muy bien —le dije. Había pensado en preguntarle si le interesaría volver a trabajar para mí, porque no me entusiasmaba tener que limpiar y cocinar, pero supe que no podía hacerlo al oírla hablar de todos sus planes.
—Estoy más ocupada ahora que cuando trabajaba, llevaba años esperando a poder retirarme. Lo habría hecho hace tiempo, pero...
—Le agradezco mucho todo lo que hizo por nosotros, señora Lapp.
—Me encantaba trabajar para ustedes, incluso cuando él se ponía tontorrón.
No pude evitar sonreír, y admití:
—Sí, a veces podía ponerse muy tontorrón. Pero como ya no trabaja, puede irse con Samuel a Nueva York, o a donde quiera.
—Señora D., perdone que se lo diga, pero... usted también puede nacerlo.
Para no tener que contestar a aquello, opté por tomar un bocado del trozo de
pastel que me había ofrecido, y empezamos a hablar de temas inocuos como el tiempo o la televisión. Me comí tres trozos de pastel en total, y cuando me fui, me
dolía el estómago.
—Llámeme si quiere hablar —me dijo desde la puerta de su casa. Le prometí que lo haría, pero ambas sabíamos que estaba mintiendo. Katie siguió llamándome para preguntarme si necesitaba algo. Mi hermana siempre había sabido consolarme; cuando éramos pequeñas, solía darme la mitad de su piruleta cuando intuía que me pasaba algo, y aunque sus regalos habían pasado a ser botellas de vino caro, bombones y películas, me resultaron tan gratos y dulces
como una golosina medio comida.
Se sentó en mi sofá con un profundo suspiro de satisfacción, y se quitó los
zapatos. Se había cortado el pelo, estaba maquillada, llevaba unos pantalones y una camiseta sencillos pero de calidad, y no parecía tan cansada.
—Has adelgazado —le dije.
—Sí, es verdad. Ahora que he empezado a trabajar a media jornada, puedo permitirme pagar el gimnasio. Voy un rato con James mientras Lily está en la guardería, y después trabajo cuando se ponen a dormir la siesta.
Me quité los zapatos al sentarme. El hecho de que mi ropa no fuera tan elegante como la de mi hermana era algo habitual, pero ya no me sentía desastrada al estar junto a ella.
—Me alegro de que hayas venido, hacía tiempo que quería ver Moulin Rouge.
—Eh... sí, genial.
—Oye, si no quieres ver esa peli, podemos poner otra —le dije, al notar que su respuesta carecía de convicción.
—No, ésa está bien.
Fui incapaz de leerle la mirada, pero estaba claro que pasaba algo.
—¿Qué pasa, Katie?
Se mordió el labio, y de repente soltó la risita que debía de haber estado
conteniendo.
—Nada, es mamá.
—¿Le pasa algo? —no supe si preocuparme, aunque a juzgar por su actitud risueña, no era probable que hubiera algún problema serio.
—No, es que... me dijo que tenía que venir a verte.
Aquello no tenía ningún sentido.
—¿Qué quieres decir?
Katie se echó a reír, y admitió:
—Me dijo que tenía que venir a hacerte compañía, que estaba... preocupada por ti.
Me quedé boquiabierta, y entonces yo también me eché a reír.
—¡No puede ser!
—¡Eso fue lo que me dijo, te lo prometo!
Seguimos riendo, y cuando finalmente conseguimos recuperar la calma,
comenté:
—Es increíble.
—Le he dicho a Evan que no tenía otra opción, que si no venía a pasar un rato con mi hermana mayor, mi madre me echaría una buena bronca.
—Así no ha podido quejarse, ¿no?
—Evan no es tan tonto como para llevarle la contraria a mamá. Además, mira esto —levantó su móvil, le dio a un botón, y añadió—: Hala, ya está apagado. Mi marido va a tener que apañárselas él solo con los pañales.
—Eso suena peligroso —llené dos vasos de vino, y abrí la caja de bombones.
—Es bueno que los padres aprendan a cuidar de sus hijos, sobre todo cuando
creen que son incapaces de hacerlo; además, Lily ayuda mucho.
Me eché a reír al imaginarme la «ayuda» de mi sobrina.
—Pobre Evan.
—Se las arreglará —Katie tomó un sorbo de vino, y pareció extasiada—. Hace años que no bebía vino, y no sabes lo contenta que estoy de volver a tener mis pechos. Adoro a mis hijos, pero es fantástico recuperar mi propia vida.
Pensé que me había echado a reír, pero lo que oí fue el sonido de mi vaso de vino al hacerse añicos contra el suelo. Me arrodillé de inmediato para recoger los trozos de vidrio, y alargué la mano sin pensármelo dos veces, a pesar de que podía cortarme.
—Yo también me alegro de haber recuperado mi vida —admití, mientras las palabras iban desgarrándome la garganta—. Me alegro, Katie. Sé que no debería, pero no puedo evitarlo.
Había ayudado muchas veces a mi hermana, pero en aquella ocasión fue ella quien me ofreció su apoyo. Me limpió el corte del dedo y me lo vendó, tal y como yo había hecho tantas otras veces con sus rodillas y con sus codos magullados, y me dio
pañuelos de papel mientras las lágrimas salían a borbotones de mi interior por fin.
—Eres toda una madraza —conseguí decirle, cuando los sollozos remitieron hasta convertirse en pequeños hipidos. Volvimos a sentarnos en el sofá, y Katie encogió las piernas bajo su cuerpo
antes de contestar.
—Es verdad. Parece increíble, ¿no?
Intercambiamos una sonrisa, y me alargó la caja de bombones.
—Venga, empieza a comer.
—Genial, justo lo que me faltaba para sentirme bien conmigo misma... celulitis.
—Que le den a la celulitis, cómete los bombones —me dijo, mientras ella misma agarraba uno. El poder del chocolate era innegable, sobre todo cuando era del caro y se derretía en la lengua.
—Es como... como tener un pedacito de cielo en la boca —comenté.
Katie se llevó dos dedos a la cabeza, como si fueran dos cuernos de diablilla, y me dijo:
—Lo has dicho tú.
Cuernos de diablilla y chocolate... en algunas cosas, mi hermana me entendía mejor que nadie; ni siquiera Adam había conocido algunos de aquellos pedacitos de mí.
—Lo echo de menos, Katie.
—Ya lo sé. Yo también, Sades —se chupó el chocolate de los dedos, y me miró con expresión seria—. Es normal que lo eches de menos.
—He ido al supermercado al salir de trabajar, y no he tenido que llamar antes a casa. No he tenido que asegurarme de que había alguien cuidándolo, ni he tenido que preguntarme si estaba bien, ni si al llegar a casa me enteraría de que había pasado algo... ni si discutiríamos por lo tarde que era. Y puedo dormir, Katie —me
tragué más lágrimas antes de poder seguir—. Duermo toda la noche de un tirón, noche tras noche, y no tengo que levantarme ni una sola vez.
Su mano fue la cuerda que podía salvarme del mar de dolor que amenazaba con ahogarme, y me aferré a ella.
—Eso no significa que no lo quisieras, Sadie.
A pesar de lo mucho que deseaba creerlo, no lo conseguí del todo.
—A veces, se portaba como un capullo. Yo sabía que era porque estaba deprimido y agobiado, pero podía ser condenadamente hiriente. Era como si ni siquiera fuera el hombre con el que me había casado, como si se hubiera despertado
del coma con otra persona dentro de la cabeza.
—Pero nada de todo eso significa que no lo quisieras. Tienes razón, a veces se portaba como un capullo... pero también lo hacía antes del accidente.
Si aquello lo hubiera dicho otra persona, habría protegido con indignación la memoria de mi marido, pero con ella no pude hacerlo.
—Sí, ya lo sé. Pero también podía ser el mejor hombre del mundo, cuando le daba la gana.
—No tienes la culpa de que dejara de darle la gana —me dijo, mientras me daba un ligero apretón en la mano.
Yo asentí, y los ojos se me llenaron de lágrimas otra vez.
—No tuve tiempo de arreglar las cosas, ni de comprobar si podíamos
conseguirlo.
—Sí, ya lo sé. Te entiendo —Katie volvió a alargarme la caja de bombones. Era cierto, mi hermana me entendía. No me hacía falta que ella me dijera la verdad, pero cuando sus palabras se convirtieron en el espejo que reflejó lo que yo ya sabía, lo creí realmente.
—El hecho de que quiera ir al cuarto de baño sola y ponerme un sujetador
normal no significa que no adore a mis hijos, y el hecho de que tú quieras seguir adelante con tu vida no significa que no quisieras a Adam.
—¿Cómo es posible que se te dé tan bien dar consejos?
—He aprendido de mi hermana mayor —me dijo ella, con una sonrisa.
Y entonces, las dos nos echamos a llorar. El dolor se desvanece como una llaga; duele incluso cuando va desapareciendo, y a veces te deja una cicatriz para que siempre te acuerdes de dónde ha estado. Echar de menos a Adam no significaba que lo amara más, igual que no hacerlo no significaba que no lo amara. El tiempo suavizaría y repararía mis emociones, y sólo tenía que dejar que pasara.
Intenté seguir adelante. Me apunté a un gimnasio, cancelé la suscripción del servicio de alquiler de películas por Internet, y me uní a un grupo de discusión Literaria; en definitiva, llené mi tiempo con todas las cosas que me había negado durante años.
Pero no todas tuvieron el efecto esperado; de hecho, no tardé en tenerles pavor a las sesiones en el gimnasio, y leer libros y charlar sobre ellos requería mas esfuerzo que ver películas por la tele. A pesar de todo, me permití disfrutar de mi nueva vida, sin dejar que el peso de la culpa me oprimiera. Sin embargo, aunque podía llenar mi vida de actividades, no conseguía llenarme a mí misma. Me faltaba algo, la sensación de que había dejado alguna cosa pendiente era como una presencia insidiosa y constante en el fondo de mi mente.
Pensé que se trataba de la habitación de Adam, porque no la había tocado desde su muerte. Creí que quizás tendría que deshacerme de aquellos últimos recuerdos desu vida después del accidente, para poder empezar a recordar cosas más felices. Me quedé inmóvil con la mano en el pomo de la puerta durante unos segundos, y
entonces me di cuenta de que mi problema no residía en aquella puerta que había dejado cerrada, sino en la que había dejado abierta.

La amante imaginaria Donde viven las historias. Descúbrelo ahora