Capítulo 4

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-El día de San Valentín es el grano en el trasero del año.
Solté una carcajada cuando mi paciente hizo aquel comentario. La conocía lo suficiente para saber que estaba bromeando para intentar ocultar su inseguridad, pero el comentario tenía gracia de todos modos.
-¿Por qué lo dices, Elle? -le pregunté, mientras servía dos tazas más de té.
-Es la fiesta de un mártir -dijo, mientras añadía leche y azúcar a su taza. Algunos pacientes se avergüenzan de mí, o de tener que venir a mi consulta, pero otros me aceptan de una forma incondicional que puede llegar a comprometer
nuestra relación profesional. Elle era una mujer brillante, divertida y compasiva con la que había logrado alcanzar el equilibrio perfecto. Nuestra relación era amistosa sin que llegáramos a ser amigas, porque ella era la única que hablaba de sus problemas, pero nuestras sesiones habían adquirido un tono distendido, como si en vez de ser una terapeuta y su paciente fuéramos dos colegas. Había tardado mucho tiempo en sentirse cómoda conmigo, pero su actitud demostraba que por fin lo había logrado. Añadí una rodaja de limón a mi taza, y le dije:
-Es verdad, pobre San Valentín. Pero ya no es como antes, ¿verdad?
Elle suspiró, y enarcó una ceja en un gesto típico suyo.
-Claro que lo es. La búsqueda del regalo perfecto, la desesperación si no se encuentra algo apropiado, la depresión de no tener a nadie a quien regalarle algo, o de tener a alguien que no es la persona a la que una desea de verdad...
-Ya veo que estás un poco nerviosa con lo de ese día en concreto -al margen de la simpatía que sentía por ella, Elle había ido a verme para hablar, y mi papel consistía en escuchar. No tenía importancia que no siempre hiciera caso de mis
consejos, porque no siempre eran los adecuados. Supe que había dado en el clavo por la forma en que tamborileó con los dedos en la silla, pero no la presioné. Algunos de mis colegas preferían un acercamiento más antagonista, y decían que mis métodos pertenecían a la escuela de la psicología «blandengue y poco contundente». A veces funcionaba y otras no, pero yo me esforzaba al máximo.
-No es que no lo quiera, estoy muy enamorada de él -me dijo Elle, con voz suave pero firme. Un año atrás, ni siquiera habría admitido aquello.
-Entonces, ¿qué es lo que pasa?, ¿te da miedo comprarle algo? -le pregunté con una sonrisa.
-Es que es mucha presión, y creo... creo que quiere preparar algo importante.
-Quieres decir que piensa ir más allá de las flores y los bombones, ¿no?
-Ya hemos hablado de esto, de cómo van evolucionando las relaciones. Es
parte del cambio.
Elle soltó una carcajada carente de humor.
-Ya lo sé, doctora Danning. Ya lo sé.
Elle llevaba un año con su novio, y estaba planteándose la idea de casarse y tener hijos, de tener lo que ella llamaba «una vida de verdad». Tenía otros problemas más graves, pero todo se reducía al matrimonio y a los hijos, a si podía aceptar lo que su novio le ofrecía, a si el pasado seguía teniendo influencia sobre su futuro. Había avanzado mucho en el año que llevaba conmigo, pero a veces la luz del sol da más miedo que las sombras.
-Es que es muy duro -por su tono de voz, estaba claro que aquella admisión le avergonzaba-. Aunque él me lo pone todo muy fácil, sigue siendo difícil. Cuando discuto con él, siempre acaba diciéndome o haciendo algo tan perfecto, que soy incapaz de hacer que se vaya.
-¿Realmente quieres que lo haga?
-No, pero no sabe lo difícil que es estar con alguien tan perfecto -me dijo ella, con un suspiro.
-Elle, nadie es perfecto.
-Algunos lo son más que otros, doctora Danning.
-Sí, es verdad -admití con una sonrisa. Elle removió el té, como si pudiera disolver sus problemas con la misma facilidad que el azúcar.
-No dejo de pensar...
-¿En qué? -le pregunté, al ver que mi silencio no la animaba a seguir.
-¿Qué pasa si es el último hombre con el que me acuesto en toda mi vida?
Bajé la mirada hacia mi propia taza, para intentar distanciarme un poco de aquella pregunta que me resultaba demasiado cercana.
-¿Te parece algo tan horrible?
Elle dejó su taza encima de la mesa, y esquivó mi mirada.
-¿No lo es?
-No pareces muy segura.
Me lanzó una mirada que era Elle Kavanagh en estado puro: testaruda,
insegura y mordaz.
-Espero que el resto de mi vida sea muy largo -me dijo.
-Que Dios te oiga.
Nos echamos a reír, y finalmente admitió:
-No quiero serle infiel a Dan, pero tengo miedo de meter la pata sin querer.
-Ese tipo de cosas no son accidentales.
-Ya lo sé -contestó, un poco cabizbaja al oír mi tono de voz severo. La observé en silencio durante unos segundos, y finalmente le dije:
-Mi oferta sigue en pie.
-¿Para que Dan venga también y hacer una sesión conjunta? Sí, ya lo sé.
-Dan es un hombre fantástico que se ha portado muy bien contigo. No es sano dejar que alguien cargue con la responsabilidad de tu felicidad, pero tampoco lo es negarse a aceptar su apoyo.
-¡Ya lo sé!, ¡ya lo sé!, ¡ya lo sé! -gimió, mientras echaba la cabeza hacia atrás- . ¡Ya lo sé!, ¡maldito día de San Valentín!
-A lo mejor estás preocupándote demasiado sin necesidad. ¿Qué vas a
regalarle?
-Un filete con forma de corazón sazonado con espárragos, y sexo.
Iba a contestar de inmediato, pero de repente me quedé muda y volví a
servirme té para disimular. La tetera golpeó contra la taza, así que me esforcé por controlar el temblor de mis manos. La envidié con una fuerza súbita y terrible. Envidié a Elle por su carne con espárragos, por sus planes de celebrar con sexo una festividad que no soportaba, y por el hecho de que tenía algo que perder.
-¿Doctora Danning?
Me apresuré a colocarme de nuevo la máscara de doctora, se lo debía. Aunque conocía sus secretos mejor guardados y estábamos charlando amigablemente mientras bebíamos té, no éramos amigas.
-Suena fantástico, seguro que a Dan le encanta.
-Sí, eso espero.
-Y pase lo que pase después, recuerda que lo hace porque te quiere... y que está bien que tú sientas lo mismo por él.
No era la primera vez que lloraba delante de mí, pero en aquella ocasión se me formó un nudo en la garganta al ver sus lágrimas. Aunque a lo mejor mis súbitas ganas de llorar no eran por compasión, sino por mí misma; en cualquier caso, cuando le ofrecí el paquete de pañuelos de papel yo también tomé uno.
-¿Cuándo se acaba? -me preguntó, como si yo tuviera todas las respuestas.
-No lo sé, Elle. Ojalá lo supiera.
No era la primera vez que no le daba una respuesta satisfactoria, pero fue la primera vez que sentí que le había fallado. Me había planteado la pregunta del millón. ¿Cuándo se acababa?, ¿cuándo desaparecía el miedo?, ¿cuándo se desvanecerían mis anhelos?, ¿cuando dejaría de desear algo que estaba mal? Me resultaba muy fácil sentarme en mi silla de doctora y decirle a Elle que no le fuera infiel a su novio, pero ¿acaso tenía derecho a mostrar tal suficiencia? Era capaz de aconsejar a mis pacientes, pero no me aplicaba a lección a mí misma. Si hubiera estado sentada en el lugar de Elle, me habría dicho que lo mejor era entender cue mis sentimientos eran normales y naturales, que la incapacidad de Adam había provocado unos cambios muy grandes en mi matrimonio, que echar de menos el sexo era algo natural, y que desear que me abrazaran, que me hicieran el amor... sí, hasta que me poseyeran de un modo primitivo, era perfectamente normal. Era normal. Pero también me habría dicho a mí misma que sería mejor que dejara de ver a Harry, que la infidelidad emocional era tan real como si me hubiera acostado con él...
quizás era incluso peor, porque saciar una necesidad fisiológica era muy diferente a lo que estaba sucediéndome. El hecho de que Harry y yo no nos hubiéramos tocado no significaba que no estuviéramos teniendo una aventura, pero a pesar de que era consciente de ello, no podía renunciar a nuestros encuentros; de hecho, era incapaz de hacerlo. El primer viernes de cada mes, los bocadillos, sus historias y la liberación que me proporcionaban eran una fuente de luz en mi gris existencia. Estaba mal, pero no quería renunciar a aquel pequeño placer. De repente, mi móvil empezó a sonar y me arrancó de mi ensoñación. Contesté de inmediato, temerosa como siempre de que me llamaran para decirme que le pasaba algo a Adam.
-Hola Sades, soy yo.
Era mi hermana Katie. Parecía cansada, como siempre en los últimos tiempos.
-Hola, ¿qué tal estás?
-Bien. ¿Recibiste mis mensajes?
Por un segundo, estuve a punto de echarle la culpa a la señora Lapp por no haber respondido a sus llamadas, pero al final mi conciencia le ganó la batalla a mi instinto de conservación.
-Sí. Lo siento, es que he estado bastante ocupada.
-Dímelo a mí, te entiendo a la perfección.
No, no podía decírselo... y no, no me entendía. Consciente de que no era una invitación literal, sino una forma de hablar, me limité a preguntarle:
-¿Qué es lo que pasa?
-Nada, lo de siempre. Como hacía tiempo que no hablábamos, pensé en
llamarte para ver cómo estabas.
Aquello significaba que necesitaba hablar.
-¿Cómo estás?
-Como siempre. Lily está volviéndome loca, igual que Evan. Ha estado fuera de la ciudad, y no parece entender que no me entusiasma quedarme todo el día encerrada en casa con una niña llorona; además, me encuentro fatal. El primer
trimestre es una pesadilla.
-Me lo imagino -le dije, con voz tranquilizadora.
-Necesito una noche libre, ¿puedes venir conmigo al cine? -me pidió, con voz llorosa.
-Ojalá pudiera, pero...
Si iba al cine, tendría que cambiar el horario de Adam, tendría que acostarme tarde y levantarme a las cuatro de la mañana para poder arreglarme y ayudarlo a empezar con su rutina diaria, y tendría que aparentar felicidad ante mi hermana, que ya tenía bastante con sus propios problemas y no necesitaba también los míos.
-Venga, Sadie...
-No puedo, Katie. De verdad.
Su suspiro me dio de lleno en el tímpano.
-¿Cómo está Adam?
-Bien.
-¿Tienes planes para el día de San Valentín?
-Lo de siempre.
-¿Vais a venir para el cumpleaños de papá?
-Yo seguro que sí -ya lo había arreglado con Dennis para que viniera unas cuantas horas el sábado.
-¿Tú sola?, ¿sin Adam?
A las hermanas se les da bien presionar.
-Irá si le apetece, pero no sé si tendrá ganas.
Katie no hizo ningún comentario, a pesar de mi flagrante mentira. Tenía claro que Adam no iba a querer ir a casa de mis padres, porque ya no salía a ningún lado a pesar de que podía hacerlo.
-Si no puedes ir al cine, yo podría ir a tu casa para ver una película. Sólo necesito salir de mi casa, no puedes ni imaginarte lo agobiada que estoy
Al ver que yo no respondía, se detuvo y añadió:
-Bueno, no pasa nada si no puedes.
Una buena hermana mayor la habría ayudado. Siempre había intentado apoyarla al máximo, pero en aquella ocasión fui incapaz de hacerlo.
-A lo mejor la semana que viene, ¿vale?
-Claro, lo que tú digas. Ya hablaremos.
Quería apoyar a Katie como siempre, escuchar sus problemas y aconsejarla, serle útil, hacer lo correcto. Quería ayudarla como a mis pacientes, pero el miedo me lo impedía. Mi hermana sólo necesitaba que alguien la escuchara, pero me daba miedo que oír sus problemas me impulsara a contarle los míos, y no podía correr ese riesgo. Si le ponía voz a mis sentimientos, si decía en voz alta los pensamientos que carcomían mi conciencia a diario, sólo conseguiría que adquirieran una dimensión
real y palpable que me negaba a darles. Me había pasado años mostrando una fachada valerosa de cara al exterior, y al convencer a los demás de que estaba bien, había logrado convencerme a mí misma.
Me había dicho que entre Adam y yo todo estaba tan bien como cabía esperar, y no sabía qué me quedaría si me desprendía de aquella fachada.
Harry tenía razón. Era mucho más fácil seguir siendo como siempre, aunque la única persona que lo esperaba fuera una misma. Adam y yo no comimos filete con forma de corazón. La señora Lapp preparó un
estofado y me lo comí con él en su cuarto, a la luz de unas velas. Le corté la comida en pedacitos pequeños, y fui dándole bocado a bocado.
-Feliz día de San Valentín -Adam se esforzó por darme una sonrisa radiante y cautivadora... la sonrisa de la que me había enamorado. Brindé con él con champán en una copa que había sido un regalo de bodas, y
charlamos de cómo nos había ido el día. Dennis había ido a una fiesta que se celebraba en el Rainbow.
-Le he dicho que no se moleste en volver pronto, porque tengo grandes planes -me dijo Adam, mientras movía las cejas en un gesto travieso.
-¿En serio? -me recliné contra el respaldo de la silla, un poco achispada con el champán-. Así que crees que vas a salirte con la tuya, ¿no?
-No tengo ninguna duda -me dijo, antes de dirigir la mirada hacia el armario que había en una esquina. Lo había encontrado en un mercadillo, cubierto de polvo y de telarañas, con los pomos rotos y la puerta medio caída, y me había esforzado en restaurarlo. Había quedado como nuevo después de que arreglara la puerta, puliera la madera, y cambiara los pomos por otros auténticos que había comprado en una subasta por
Internet. Era mi mueble favorito de nuestro conjunto de dormitorio, pero los cajones que en el pasado contenían mi ropa interior y mis pijamas estaban llenos de medicinas.
-Mira allí -Adam señaló con la barbilla. Era el único gesto que aún podía hacer.
Cuando me acerqué al armario, lo miré por encima del hombro y le pregunté:
-¿Qué es lo que has hecho?
-Mira dentro y lo verás.
Abrí la puerta, y me encontré una caja envuelta en papel rojo. La agarré con el corazón acelerado, como si fuera la primera vez que Adam me hacía un regalo. Aunque era grande, no pesaba demasiado, y solté una risita.
-¿Qué es?
-Ábrelo.
Dudé por un momento, y al volverme hacia él vi que estaba mirándome con
una expresión esperanzada y un poco traviesa que me resultaba muy familiar Era la misma que se había reflejado en su rostro el día en que se había arrodillado ante mí, con una caja mucho más pequeña en la mano.
De repente, tuve miedo de ver lo que me había comprado mi marido. Acaricié el papel con el que estaba envuelto, y sentí su textura resbaladiza.
-Ábrelo, Sadie.
Llevé el paquete hasta mi silla, y aparté la mesa para poder sentarme con él en mi regazo. Parecía pesar más sobre mis piernas que en mis manos.
-Venga.
Fui incapaz de seguir conteniendo mi impaciencia. Quité el celo con una uña, aparté el papel y dejé al descubierto una caja blanca, sin adornos ni distintivos. Al levantar la tapa, dije en voz baja:
-Oh, Adam...
Él se echó a reír.
-¿Te gusta?
Agarré la prenda roja, y la apreté contra mi pecho mientras contenía con esfuerzo las ganas de llorar; finalmente, me obligué a decirle con fingida severidad:
-¿Para quién lo has comprado?, ¿para ti, o para mí?
-¿Estás de broma?, no los hay de mi talla -Adam sonrió, y levantó un poco la cama con el control remoto-. Levántate y póntelo.
Me levanté de la silla sin dudarlo. El picardías de tirantes con un tanga a juego no era el tipo de ropa que yo me habría comprado, pero era precioso.
-¿De dónde lo has sacado? -me ruboricé al imaginarme a Dennis
comprándomelo.
-Lo he comprado por Internet. Dennis me lo envolvió, pero no te preocupes, no vio lo que había en la caja. Me preocupaba que no fuera lo que había pedido, pero sabía que no te haría gracia que él lo viera.
-¿Es lo que pediste? -le pregunté, mientras levantaba la prenda para que la viera bien.
-Sí.
Hacía mucho tiempo que no hacíamos el amor; de hecho, hacía un año, porque la última vez había sido en San Valentín, pero la cosa había salido mal y habíamos acabado llorando los dos. Me pregunté qué era lo que había motivado aquel súbito esfuerzo por parte de mi marido, y de inmediato supe que todo se debía al desconocido de la tienda.
-Póntelo -su voz estaba ronca con un deseo muy familiar, y no pude
negarme. Adam me había visto desnuda miles de veces, me había visto ponerme tampones y usar el retrete, me había apartado el pelo mientras vomitaba, pero aun así, me sentí incómoda ante la idea de desnudarme frente a él.
-Voy al cuarto de baño -le dije, vacilante, y sentí un alivio enorme cuando asintió.
-Vale.
Cuando entré en el cuarto de baño, evité mirarme en el espejo mientras me desnudaba y colocaba la ropa encima de una silla. Apreté el picardías contra mi piel desnuda, y sentí un anhelo profundo y avasallador que me estremeció. Intenté recordar la última vez que me había puesto algo así, algo seductor. Normalmente, llevaba ropa interior de algodón práctica y sencilla.
De repente, me sentí como si fuera virgen de nuevo. Me puse el tanga, que era apenas un triángulo sujeto con dos pequeñas tiras, y sentir que se me metía por la raja del trasero me resultó extraño y sensual a la vez. El encaje me cubría el vello púbico y las dos tiras cruzaban por mis caderas, que desde luego no estaban tan
estilizadas como en mi noche de bodas.
-¿Sadie?
-¡Ya salgo!
Me puse el picardías, y lo ajusté bien. Apenas me cubría los pechos, y se partía por delante con cada uno de mis movimientos. Me llegaba hasta medio muslo, pero no tapaba nada. Era una prenda diseñada para revelar y realzar. Cuando me miré al fin en el espejo, me di cuenta de que estaba sonrosada y me brillaban los ojos. Tenía los pezones erectos, y el roce del encaje en la entrepierna hacía que me estremeciera. Normalmente, cualquier mujer que se observara con un atuendo como aquél habría empezado a encontrarse defectos, pero a mí no me disgustó lo que vi en el espejo. A pesar de que ya no era una jovencita, el tiempo no había sido cruel conmigo. No había tenido hijos que me agrandaran el estómago y
los pechos, y me mantenía en forma gracias al ejercicio físico y a una dieta sana. No había razón alguna que me impidiera mostrarle mi cuerpo a mi marido, pero tardé un minuto entero en hacer acopio del valor suficiente para salir. La luz de las velas es benévola, pero si tenía dudas acerca de la reacción de Adam, se esfumaron en cuanto abrí la puerta. Me miró con ojos relucientes, y soltó un silbido de admiración que me llenó de calidez. Me acerqué a la cama sintiéndome
incomprensiblemente tímida, y giré poco a poco para que me viera bien.
-Eres una maravilla -me dijo.
Se me aceleró el corazón al oír su sincero cumplido, porque hacía mucho tiempo que no escribía poemas sobre la forma arqueada de mis cejas y la plenitud de mis labios.
-¿Te gusta?
-¿Tú qué crees?
En el pasado, su erección me habría revelado el alcance de su deseo, pero en ese momento tuve que conformarme con el gesto de su boca y su tono de voz. Me sentí culpable por no darme por satisfecha, y me obligué a no pensar en ello.
-Ven aquí.
Cuando me acerqué aún más a la cama, experimenté una sensación de déjà vu tan fuerte que estuve a punto de tropezar y tuve que reaccionar rápidamente para recuperar el equilibrio. Por un instante, me lo había imaginado alargando las manos
hacia mí con tanta claridad, que había sentido sus caricias sobre mi piel de forma tangible, las había sentido sobre mis pechos, mi estómago y mi sexo, había sentido su boca sobre mi piel desnuda y su lengua chupándome el clitoris.
-Bésame -me dijo con voz ronca.
Me recorrió el cuerpo con los ojos, me tocó con la mirada en todos los rincones que en el pasado había acariciado, chupado y mordisqueado. Cuando contempló el triángulo casi transparente que apenas me ocultaba la entrepierna, sus ojos brillaron
y se humedeció los labios. En el pasado, Adam siempre sabía lo que quería y cómo conseguirlo, no le daba
miedo pedir cosas que yo había sido incapaz de decir en voz alta. Le gustaba decirme cosas picantes, los juegos de alcoba, experimentar, y yo siempre había participado gustosa pero nunca había tomado la iniciativa. Nuestros alientos se entremezclaron cuando lo besé, y solté un jadeo al sentir la caricia de su lengua contra la mía. Quería que me tocara con las manos, pero tuve que contentarme con tocarlo yo. Mis dedos le recorrieron los bíceps, que
permanecieron inmóviles. Nuestros rostros estaban tan cerca, que casi podía olvidar que el resto de su cuerpo había cambiado, fingir que todo era como antes, que Adam podía levantarme con un brazo y lanzarme entre risas sobre la cama antes de cubrirme con su cuerpo y arrancarme un orgasmo tras otro.
-Te deseo tanto... -me dijo.
-Me tienes.
Al ver que algo relampagueaba por un instante en sus ojos azules, me pregunté si estaba acordándose del hombre que había intentado ligar conmigo en la tienda.
-¿Quieres tocarte para que te vea?
Tragué con fuerza al oír su petición. La masturbación era algo muy íntimo, un placer individual y, en mi caso, también una necesidad, una liberación que me ayudaba a seguir siendo fiel... al menos, desde un punto de vista físico.
-¿Lo harías por mí, Sadie?
Asentí y retrocedí un poco antes de levantar las manos hacia mis pechos. Adam contempló mis movimientos con avidez, y sus mejillas se sonrojaron. Me acaricié los pezones con los pulgares hasta que se endurecieron.
-Me encantan tus pechos.
Así era entre nosotros. Él me hacía el amor con las palabras mientras yo hacía lo que me decía, y me daba a mí misma el placer que él no podía proporcionarme.
-Aparta el picardías para que los vea.
No tuve problemas para dejarlos al descubierto, porque la prenda estaba
pensada para proporcionar fácil acceso, y me chupé las puntas de los dedos antes de pellizcarme los pezones para humedecerlos. Al oír que Adam gemía, volví a hacerlo
hasta que estuvieron relucientes y oscurecidos por la excitación.
-Sí, eso es. Acarícialos. Me encanta chuparte los pechos...
Me quedé sin aliento al oír aquel comentario, porque era algo que solía
susurrarme antes de empezar a chuparme los pezones. Mis pechos palpitaron doloridos ante el recuerdo, y me acaricié los pezones con los dedos hasta que yo también gemí.
-Quiero saborearte, Sadie. Enséñame tu sexo.
Me senté en la silla con las piernas tan abiertas, que el tanga dejó de cubrirme. Cuando aparté a un lado el pequeño trozo de tela para enseñarle mi clitoris, mi sexo y mis muslos, sus palabras se convirtieron en sus manos y en su lengua, y mis manos en su miembro. Mientras me decía que quería chuparme, succionarme el clitoris y devorarme hasta que gritara de placer, gemí de nuevo y me abrí ante él. Después de chuparme el
dedo, empecé a acariciarme el clitoris con pequeños movimientos circulares, y fui acelerando el ritmo hasta que alcé las caderas con un espasmo de placer. Me metí un dedo y después otro, y al sentir mi calidez húmeda cerré los ojos y me sumergí en su voz, en la historia que fue hilando con nuestro deseo.
-Eres tan estrecha y cálida -me dijo.
Al sentir que mi sexo se cerraba sobre mis dedos, volví a alzar las caderas.
Saqué los dedos y me humedecí el clitoris con mis propias secreciones mientras encontraba un ritmo satisfactorio, que emulaba el que mi marido habría usado con la lengua.
-Eres tan hermosa...
Me dijo aquello una y otra vez hasta que quise gritarle que se callara, que dejara de hablar y me poseyera de una vez, que se derramara conmigo hasta que nosquedáramos sin aliento; sin embargo, exploté yo sola, y en el último segundo no fue el rostro de Adam el que vi entre mis piernas, sino el de Harry. Solté un grito que podría
haber sido de placer o de desesperación, y me sentí avergonzada porque la culpa no había logrado mermar mi placer. Cuando recuperé el aliento, le di un beso y compartimos una sonrisa. Le acaricié el cuello con la nariz, como solía hacer antes, y le salpiqué la cara de besos. El hecho de que él no pudiera rodearme con los brazos no menoscabó la intensidad de
nuestro abrazo. «Te quiero». En el pasado, aquellas palabras surgían con naturalidad de mis labios, pero en aquel momento se me quedaron obstruidas en la garganta. Podía
llegar a convencerme de que las cosas funcionaban bien, de que el día siguiente sería mejor que el anterior, de que superaríamos aquel abismo que iba ensanchándose y profundizándose entre nosotros día a día. Siempre me había preguntado por qué había personas capaces de tirar a la basura un aparato estropeado, pero que se aferraban a un matrimonio que no funcionaba. Allí junto a mi marido, el único hombre al que había amado en toda mi vida, el único con el que había hecho el amor y junto al que había dormido, creí entender por qué lo hacían: porque seguían teniendo esperanzas.

La amante imaginaria Donde viven las historias. Descúbrelo ahora