Estaba pertrechada con un albornoz, la llave de una taquilla y un par de
sandalias de goma. Al parecer, todas las mujeres habían ido en parejas, tríos e incluso cuartetos, y parloteaban y graznaban como un montón de pájaros alrededor de un puñado de trigo. La zona abierta reverberaba con el sonido de las voces femeninas, y yo permanecía de pie y sola en medio del bullicio. Katie me había regalado el vale de regalo para el balneario en Navidad, pero no
había encontrado el momento de ir. Como no me quedaba tiempo libre ni por las tardes ni durante los fines de semana, había acabado claudicando y había pedido una cita entre semana; sin embargo, no podía evitar sentirme culpable por haber dejado desatendidos a mis pacientes, y por haberme dejado seducir por la idea tentadora de dejar que me mimaran.
La sonriente recepcionista me había animado a que usara la sauna y el jacuzzi mientras esperaba a que llegara la hora de mi masaje. En el jacuzzi debían de caber unas diez personas, y el agua burbujeante era el complemento perfecto para las charlas llenas de risitas y de confidencias, para quejarse de los maridos y de los hijos. Nadie me miró con extrañeza cuando llegué sola, pero me sentí fuera de lugar
al colgar el albornoz en una percha y meterme junto a una mujer de rostro rubicundo que llevaba un bañador con un estampado de leopardo.
-Oye, ¿podrías echarte un poco más para allá? Estoy guardándole este sitio a mi hermana, está a punto de volver de la sauna.
Obedecí de inmediato, claro, aunque había espacio de sobra en el Jacuzzi y la hermana en cuestión no estaba por allí. La mujer se volvió de nuevo hacia su amiga, y siguió hablando con voz estridente sobre las escandalosas exigencias sexuales de su marido.
-No deja de ver esas películas que dan por la noche en la televisión por cable, y se le meten todas esas... esas ideas en la cabeza -dijo, como si estuviera en su casa tomando café en vez de en un sitio público y rodeada por media docena de desconocidas.
Su amiga, una rubia artificial con las uñas pintadas de color rojo fuerte, soltó un suspiro teatral y contestó:
-¡Mi marido quiere tocarme a todas horas! Quiere agarrarme de la mano y
dormir a mi lado, ¡no puedo quitármelo de encima!
Me sentí incapaz de oír todo aquello. No era que se portaran con malicia... al contrario, se notaba que querían a sus maridos, y parecían satisfechas porque aún las deseaban. Sus voces carecían del tono amargo de las mujeres que profesaban su amor
mientras el odio las corroía por dentro. Aun así, ya me sentía bastante incómoda y fuera de lugar estando sola, y permanecer allí sentada mientras no paraban de quejarse era como ir dándome sartenazos en la cabeza: absurdo y doloroso. Siguieron charlando sin inmutarse cuando me levanté y me fui a una sauna vacía, donde al menos podía estar sola sin sentirme como una paria. Las baldosas estaban templadas, y el vapor me rodeaba como en un abrazo fantasmagórico. Al sentarme en el banco, respiré hondo mientras dejaba que el calor y la humedad me envolvieran, mientras me hundía en aquel silencio que parecía sepulcral y letárgico en comparación con el bullicio del exterior. Era un sitio lúgubre, luctuoso, estigio...
Empecé a pensar en las palabras más floridas y rebuscadas que pudieran definir aquel pequeño cuarto para intentar ponerle algo de humor a la situación, y cuando me llamaron para que fuera al masaje había conseguido animarme un poco. Aunque mi masajista, que se llamaba Marta, salió de la habitación para que me pusiera cómoda debajo de la sábana, no pude evitar ponerme un poco nerviosa. Me
había recomendado que me desnudara del todo, pero ni siquiera me acordaba de la última vez que había estado desnuda delante de alguien desconocido. Dio unos golpecitos en la puerta, y entró cuando murmuré que estaba lista; después de hacerme unas cuantas preguntas, atenuó la luz y se colocó detrás de mi cabeza. Se oía una música suave que procedía de algún altavoz escondido.
-Si quieres más o menos presión, dímelo.
Después de asegurarle que lo haría, me tensé mientras esperaba el contacto de sus manos. Al sentir que sus dedos fuertes y ágiles me acunaban la nuca y empezaban a trabajar en los nudos de tensión que tenía en la base del cráneo, tuve
ganas de preguntarle cómo sabía lo que necesitaba, cómo sabía dónde y cómo tocarme para aliviar puntos de dolor que hasta ese momento ni siquiera había notado; por suerte para mi dignidad, me resultó imposible formularle aquellas
preguntas tan absurdas, porque era incapaz de articular palabra. Sentí que flotaba, que la música y el aroma a lavanda y a romero me acunaban mientras Marta me masajeaba.
Al cabo de un rato se colocó a mi lado y me dejó un brazo al descubierto, pero respetó mi pudor y se aseguró de colocarme bien la sábana alrededor del cuerpo. Sus manos me recorrieron el bíceps y el antebrazo, fueron masajeándome músculos que
castigaba a diario al teclear y tomar notas y que apenas recibían atención. Solté un pequeño gemido cuando alcanzó un punto especialmente sensible en la parte inferior de mi muñeca, y fue presionando y amasando hacia mi mano hasta estirarme los dedos uno a uno. Los cerré y los abrí de forma involuntaria mientras me masajeaba la palma y el dorso de la mano, y después de cerrar ambas manos sobre la mía y mantenerla cautiva durante unos segundos, empezó a masajearme entre los dedos. Una corriente de emoción descarnada me inundó la garganta con la fuerza y la amargura del ácido. ¿Cuándo había sido la última vez que alguien me había tomado la mano con tanta ternura y tanto cariño? De hecho, ¿cuándo había sido la última vez que alguien me había tomado la mano? Me obligué a tragar para intentar deshacer el nudo que me obstruía la garganta,pero me sentí impotente ante el escozor de las lágrimas tras mis párpados cerrados. Marta se centró en el otro brazo, y lo trató con la misma fuerza tierna. Cuando llegó a
los dedos y sentí su palma contra la mía, ni siquiera pude disimular el hecho de que estaba llorando, y las lágrimas empezaron a trazar un recorrido silencioso y ardiente por mis mejillas antes de llegar a mis orejas y caer por mi cuello.
-Ponte boca abajo.
Me sentí agradecida por poder esconder el rostro y recuperar el control, así que obedecí de inmediato y coloqué la cara en la almohada con forma de donut. El terso papel que la cubría me tapaba los ojos, así que ni siquiera tuve que cerrarlos para
cegarme y aislarme de todo en un oscuro capullo protector. Nunca me tocaba nadie, y no me bastaba con un apretón de manos o con un abrazo flojo en el que los torsos ni se rozaban. Echaba de menos los cálidos abrazos de Adam, sentir sus piernas, su pelvis y sus muslos apretados contra los míos, la forma en que parecía engullirme con su cuerpo.
Consciente de que lidiar con las lágrimas de otra persona no era nada
agradable, intenté llorar en silencio y no tensar los hombros con los sollozos que no podía liberar. Marta tenía que haberse dado cuenta de lo que pasaba, pero siguió masajeándome sin decir palabra. Lloré en silencio, sin sollozos y sin esfuerzo. Oí que se abría un bote y que Marta se echaba aceite en las manos, y al volver a sentirlas sobre mi piel, tanto mis
músculos como yo misma nos deshicimos. Finalmente, me puso la palma de la mano entre los omóplatos y me dijo:
-Ya está. Voy a buscarte un vaso de agua, ahora vuelvo.
Antes de salir de la habitación, dejó un paquete de pañuelos de papel junto a mí sin decir palabra. Cuando oí que la puerta se cerraba, me senté y apreté la sábana contra los pechos, y al cabo de unos segundos, me sequé la cara y me puse el albornoz. Cuando Marta volvió con un vaso de agua que en realidad no me apetecía, ya había podido recuperarme un poco.
-Lo siento -le dije, sintiéndome como un cachorrillo que acabara de orinarse en la alfombra.
-No te preocupes, el masaje libera endorfinas y puede ser una experiencia muy intensa desde un punto de vista emocional -me dio un ligero apretón en el hombro, y añadió-: Disfruta del resto del día, ¿de acuerdo?
Asentí agradecida, sintiéndome menos ridícula de lo que había esperado. La casa estaba en silencio, y entré sin hacer ruido. Aún tenía los músculos relajados y distendidos, y me sentía como una bailarina al apoyar el pie de talón a punta con cada paso, al mover los brazos con gestos fluidos mientras colgaba el
abrigo en la percha y colocaba el maletín en su sitio. Me quedé inmóvil, y escuché los sonidos de una casa que no esperaba mi presencia. El suave tictac del reloj de pie de la sala de estar se fundía con el suave murmullo de la televisión de la cocina, y con el sonido rítmico de un chuchillo contra la tabla de cortar. Después de apoyar una mano en la baranda de la escalera y un pie en el primer escalón, cerré los ojos y me empapé de la calma de mi hogar mientras respiraba con inhalaciones profundas y pausadas.
-¿Doctora Danning?
Abrí los ojos de inmediato.
-Hola, señora Lapp.
-Ha vuelto muy pronto, ¿se encuentra mal? -me dijo, mientras me miraba con preocupación.
-No, es que tenía un compromiso fuera de la consulta y después he decidido venir directamente a casa.
Supuse que el colapso emocional que había sufrido aquella tarde se me reflejaba en la cara, porque mis palabras no parecieron tranquilizarla. Se secó las manos en el delantal mientras asentía sin demasiada convicción, aunque quizás ni siquiera
entendía qué era lo que no acababa de convencerla.
-Entonces, ¿puedo irme ya?
-Claro, cuando quiera.
-Voy a llamar a Samuel, Emma y su marido se han ido de viaje y tenemos a nuestros nietos en casa.
-Entonces, vaya a pasar un buen rato con ellos, yo me ocupo de todo aquí.
-Gracias. Hasta mañana -a pesar de su sonrisa, me recorrió de arriba abajo con la mirada como para asegurarse de que estaba bien.
Cuando se fue, subí al piso de arriba, donde el silencio era más profundo. Lo más seguro era que Dennis estuviera durmiendo, porque no solía levantarse hasta las cinco de la tarde, y Adam debía de estar trabajando.
Me acerqué con pasos quedos a su habitación, entreabrí ligeramente la puerta y dije con voz suave:
-¿Adam?
No estaba trabajando. Aunque estaba en la cama con el ordenador delante, el archivo que tenía abierto permanecía en blanco. Había vuelto la cabeza hacia la ventana, donde la luz del sol se movía entre las sombras que proyectaba un árbol. Lo había visto así miles de veces, cubierto con sábanas y mantas porque ya no
podía regular su propia temperatura corporal.
-Hola -le dije con poco más que un susurro.
Se volvió hacia mí. En el pasado, sus ojos o la curva de su boca me habrían
revelado sus pensamientos, habría alargado la mano hacia mí antes de murmurar mi nombre, y me habría llevado a la cama. Entonces me habría desnudado lentamente o se habría limitado a arrancarme lo justo, y habríamos hecho el amor durante horas.
-¿Qué haces en casa? -se limitó a decirme, con un toque de frialdad en la voz.
-He usado el vale de regalo que me dio Katie -me acerqué a la cama para
sentarme junto a él, y le aparté el pelo de la frente-. Necesitas un corte de pelo, colega.
-¿Cómo te ha ido?
Al ver que me recorría con la mirada, me pregunté qué era lo que veía.
-Bien, ha sido muy relajante -le pasé los dedos por el pelo, que ya no era como antes. Siempre lo había llevado largo y tenía un tacto sedoso, pero después de que tuvieran que rapárselo en el hospital para practicarle una tracción, le había
crecido más grueso y áspero-. Será mejor que te lo corte ahora mismo.
-No hace falta, Sadie.
Volví a pasar los dedos, y sentí la caricia de los mechones en el dorso de la mano.
-Lo tienes demasiado largo, se te empieza a meter en los ojos.
-Vale -me dijo él, con un suspiro.
Cuando me incliné a besarlo, me detuve a inhalar por un segundo su aroma, el aroma de mi marido.
-Voy a por las tijeras.
Al entrar en el cuarto de baño, me enfrenté a mi reflejo en el espejo. El pelo se me había soltado y las ondas alborotadas me enmarcaban las sonrojadas mejillas, tenía los ojos enrojecidos, y la ropa arrugada. Incapaz de permanecer en el balneario más tiempo del necesario, había hecho caso omiso de las duchas y de las lociones de regalo y me había limitado a vestirme y a agarrar la chaqueta antes de irme a toda
prisa. Parecía como si acabara de salir de la cama, así que no era de extrañar que la señora Lapp me hubiera mirado con tanta consternación. Al darme cuenta de lo que Adam había visto al contemplarme, me pregunté qué estaría pensando, y si se creía
lo que le había dicho. Volví a la habitación con un peine y unas tijeras, ajusté la cama hasta que quedó sentado, y le coloqué una toalla alrededor del cuello antes de peinarle el pelo con los dedos para que le cayera sobre los ojos. En el pasado solía llevarlo así, y le daba un aire de granuja.
-Córtamelo corto, muy corto -me dijo de repente.
-¿Cómo de corto? -le pregunté, tras un segundo de vacilación.
Él sonrió, y contestó:
-Casi rapado.
-¿Estás seguro?, pensaba que te gustaba tu pelo.
-Sadie, todos matamos lo que amamos.
Volví a pasarle los dedos por el pelo, sin saber si estaba bromeando o hablando en serio. Aunque capté la referencia a uno de los poemas de Oscar Wilde, no alcancé a entender por qué había hecho aquel comentario.
-¿Estás seguro?
Siempre había envidiado su elocuencia, su capacidad para expresar como nadie las emociones a través del lenguaje, y esperé su respuesta decidida a intentar que por una vez no se me escapara ningún pequeño matiz que pudiera haber oculto en sus palabras.
-Córtamelo.
-Adam...
Interrumpí mi protesta al ver que hacía un pequeño gesto de negación con la cabeza y que su boca se tensaba. Agarré el peine y las tijeras, pero fui incapaz deempezar.
Adam no tenía una belleza clásica. Sus rasgos eran demasiado marcados y
asimétricos, sus ojos demasiado hundidos, y una vieja fractura le había desviado un poco el tabique nasal; sin embargo, tenía un pelo precioso del color del otoño, con
profundos tonos marrones y rojizos ribeteados con algunos reflejos dorados.
-Córtamelo.
No tuve más remedio que hacerlo. No tenía sentido ir cortando poco a poco,
había que hacerlo de un tirón, como al quitar un esparadrapo. El primer mechón cayó sobre la toalla, seguido de otro y de otro más, mientras su pelo iba acortándose tal y como él quería. Como tenía la cabeza apoyada contra la almohada, la parte posterior me costó un poco más, pero me las arreglé. Corte tras corte, las tijeras fueron dejando al descubierto la forma de su cráneo y el dulce contorno de sus orejas, el irregular borde que marcaba el nacimiento del pelo, la vulnerabilidad de su nuca.
Tardé demasiado poco en completar la tarea, y sentí el tacto rasposo de los
pelitos cortos al pasarle la mano por la cabeza. Parecía más joven, desnudo. Después de apartar con un cepillo algunos pelos que le habían caído por la cara y el cuello,
dejé a un lado la toalla.
-¿Parezco un recluso?
Le tomé el rostro entre las manos, y le dije:
-Estás guapísimo.
Cuando cerró los ojos y volvió a tensar la boca, me incliné y le rocé los labios con los míos.
-Para mí estás maravilloso, Adam. Como siempre.
Sus labios se abrieron, y el beso se profundizó. Cuando espiró, inhalé su aliento para introducirlo en mi interior, porque necesitaba fundirme con él, sentir que formaba parte de mí. Cuando abrió los ojos, le acaricié las mejillas con los pulgares sin soltarle la cara.
-Te quiero, Adam.
-Aunque mil poetas escribieran durante mil años, ninguno de ellos podría llegar a describir lo que siento por ti -me susurró él. Me quité los zapatos y aparté las sábanas antes de tumbarme a su lado. En aquella cama no quedaba demasiado espacio para mí, pero me las arreglé. Después
de acurrucarme contra su cuerpo, volví a colocar las sábanas hasta que los dos quedamos bien tapados; cuando posé una mano sobre su pecho, sentí el rítmico latido de su corazón y el movimiento de su respiración.
-No soporto defraudarte.
Su susurro me rompió el corazón.
-Nunca lo has hecho -me apreté aún más contra su cuerpo, a pesar de que sabía que él no podía sentir el consuelo de mi abrazo-. Nunca, Adam.
Esperé a que contestara, pero al ver que permanecía en silencio, le rogué:
-Háblame.
-¿Qué quieres que te diga?
-Lo que tengas que decirme, lo que quieras. Sólo quiero que hables conmigo como solías hacerlo, Adam.
-Estoy cansado, Sadie -me dijo, con los ojos cerrados. Me aferré a él con fuerza, y tras un largo momento me obligué a soltarlo, a pesar de que no estaba preparada para hacerlo. Después de salir de la cama, volví a taparlo con movimientos firmes, le quité varios pelos más del cuello y de la cara, ajusté la cama, le puse el ordenador a su alcance, y agarré la toalla que contenía su pelo.
-Me voy para que duermas un rato -no tenía su talento para usar las palabras ni la capacidad de mantener la voz inexpresiva y ocultar mis sentimientos, al menos con él-. ¿Necesitas algo?
-Lo necesito todo.
Tuve que inclinarme para poder oír su susurro, y aun así, no estuve segura de haberlo oído bien.
-¿Adam...?
Seguía con los ojos cerrados, como si estuviera escondiéndose de mí. Cuando hizo un ligero gesto de negación con la cabeza, aguardé esperanzada, pero permaneció en silencio sin abrir los ojos. Alargué la mano hacia él, pero al final me limité a alisar la sábana que le cubría una pierna en una caricia que ni siquiera pudo sentir.
Cuando llegué a la puerta, su voz me detuvo.
-Gracias por cortarme el pelo.
-De nada -esperé algo más durante unos segundos, pero no recibí nada.
Tardé una hora en recoger hasta el último pelo de la toalla; después de meterlos en una cajita de cartón, la guardé en el fondo de un cajón de mi tocador, para poder saber que estaba allí sin tener que verla. Desde la ventana de mi consulta se veía el río Susquehanna. A pesar de que hacía meses que el hielo se había derretido, el agua aún tenía el tono verde grisáceo del invierno. La isla que descansaba en medio de sus aguas, la City Island, también estaba pintada con colores apagados, pero el movimiento del campo de béisbol y del tren que la recorría ya presagiaban el bullicio veraniego.
Sin embargo, no era la impresionante vista lo que me tenía tan ensimismada
que ni siquiera me di cuenta de que llamaban a la puerta, sino las listas mentales que iba haciendo de todo lo que tenía que preparar antes de que mis invitadas llegaran a casa, de lo que tenía que comprar en el supermercado, de las facturas que tenía que pagar... tendría que estar poniéndolo todo por escrito, pero de momento me contentaba con tomar nota mental mientras contemplaba las calles bulliciosas de Harrisburg desde la ventana. Era la hora de la comida, y sentí envidia al ver a la gente paseando y aprovechando el buen tiempo.
-¿Doctora Danning?
Giré de inmediato la silla, y me sentí avergonzada al ver a Elle en la puerta.
-¡Elle! Perdona, no me había dado cuenta de que ya era la hora. Entra, por favor.
-He llamado, pero no debe de haberme oído -me dijo ella, con tono vacilante.
-Estaba con la cabeza en las nubes, supongo que son cosas de la primavera.
Elle nunca utilizaba el diván que tenía para los pacientes que se sentían más
cómodos al hablar tumbados, pero en aquella ocasión se sentó en el borde con cautela, como si pensara que se trataba de un alfiletero o de una de esas almohadillas de broma que sueltan pedorretas, como si estuviera a punto de levantarse y salir corriendo.
-¿Quieres un té frío?, también tengo limonada. Hace demasiado calor para
algo caliente.
Hizo un gesto de negación brusco, mientras sus manos se movían sobre su regazo como gatitos inquietos. Me limité a esperar en silencio, hasta que finalmente me miró con una expresión que no había visto nunca en su rostro.
-Elle, ¿te pasa algo? -le pregunté con suavidad.
-No. Porque al decir que te pasa algo se da a entender que es algo malo,
¿verdad?
-Sí.
Se movió con nerviosismo, y apartó la mirada con las mejillas sonrojadas.
Después de cruzar y descruzar las piernas, volvió a cruzarlas y me miró finalmente con una sonrisa que revelaba una alegría vacilante.
Le devolví la sonrisa, y le pregunté:
-¿Quieres decirme algo?
-Sí.
Cuando levantó la mano lentamente hacia mí, vi el diamante que resplandecía en su dedo. La belleza del anillo no residía en su elegante simplicidad ni en su brillo, sino en lo que significaba para ella el hecho de llevarlo.
-Me pidió que me casara con él, y... y yo le dije que... que sí -sus palabras
fueron apenas un susurro, como si le diera miedo pronunciarlas en voz alta. Era un momento en el que no tenía cabida la objetividad profesional. Solté una pequeña exclamación de entusiasmo, y rodeé la mesa para tomarla de la mano.
- ¡Felicidades!, ¡es fantástico!
Se aferró a mi mano con una sonrisa radiante, y se echó a llorar. Le di uno de los pañuelos de papel que siempre tenía a mano en la consulta, me senté a su lado y le di palmaditas en el hombro mientras ella tenía un pequeño ataque de nervios. Su
reacción me resultó tranquilizadora, porque era espontánea y sincera.
-Lo siento -me dijo, cuando recuperó un poco el control-. Lo siento, es que debería estar feliz... y lo estoy, pero no puedo dejar de llorar.
Después de sonarse la nariz con fuerza, respiró hondo varias veces y volvió a echarse a llorar otra vez. Le fui dando un pañuelo tras otro sin soltarle la mano ni decir palabra, porque no me quedaba nada por decir que no le hubiera dicho ya montones de veces. Mi infancia no había sido brutal ni triste. Había disfrutado de una buenarelación con mis padres y con mi hermana, había tenido amigas en el colegio, me había casado con el hombre de mis sueños, y me había sentido satisfecha con mi vida.
Había sido una persona afortunada, con una sólida autoestima, y había
decidido dedicarme a la psicología para ayudar a otros que no habían tenido tanta suerte. En aquel entonces, me resultaba inconcebible pensar que los seres humanos fueran capaces de destruirse los unos a los otros sin miramientos, había creído que podía generar cambios positivos con mis consejos, que podía ofrecer consuelo y borrar el dolor ajeno sin dejar huella. Pero me sentía inútil e impotente al ver sufrir a alguien por quien había llegado a sentir un gran respeto. Elle había trabajado duro conmigo y nunca se había resistido a mis sugerencias, ni siquiera cuando le habría resultado más fácil rendirse
que afrontar sus problemas. Había hecho muchos cambios en su vida con mi ayuda, pero a pesar de que la había visto llorando y lamentándose, gritando de rabia y sentada en un silencio estoico, era la primera vez que se desmoronaba hasta aquel
punto y que perdía el control del que se sentía tan orgullosa. Mientras sollozaba como si se le estuviera rompiendo el corazón, no pude hacer
otra cosa que permanecer sentada a su lado, acariciarle tranquilizadoramente la espalda, y darle pañuelos de papel. Se aferraba con tanta fuerza a mi mano, que se me entumecieron los dedos. Sus lágrimas los salpicaban como pequeñas gotitas de ácido, y los sollozos sacudían su cuerpo con la fuerza de un cristal al romperse en mil pedazos.
-Es normal tener miedo -le dije al cabo de un rato. Ella asintió y se limpió la cara, mientras las lágrimas iban remitiendo y los sollozos perdían fuerza hasta fundirse en un suave suspiro. Me soltó la mano para secarse la cara con otro puñado de pañuelos, se colocó un mechón de pelo detrás de la oreja, y fijó la mirada en su regazo.
-He empezado a contar otra vez.
Después de darle una ligera palmadita en el hombro, fui a buscar la jarra de
limonada que tenía en la pequeña nevera y llené dos vasos. Como Elle se bebió el suyo de golpe, volví a llenárselo antes de sentarme de nuevo a su lado.
-Eso te preocupa, ¿no?
-Sí, pero también me ayuda.
-Lo importante es que seas consciente de por qué lo haces, de que sólo es un mecanismo que utilizas para calmarte. No has vuelto a beber, ¿verdad?
-No, pero estoy dejando al pobre Dan sin fuerzas -soltó una carcajada, y
añadió-: Él dice que no le importa, pero tres veces al día es demasiado para cualquiera, ¿no?
En el pasado habría podido solidarizarme con su novio, pero hacía mucho tiempo que no tenía que preocuparme por aquel tipo de cosas.
-Apuesto a que le parece más que bien -le dije. Elle se echó a reír, y tras apurar de nuevo el vaso, lo dejó sobre la mesa y presionó los dedos contra sus ojos hinchados.
-Dice que no le importa lo que tenga que hacer para conseguir que me case
con él, que puedo chuparle las fuerzas hasta dejarlo seco si quiero.
Al ver que ya había recuperado un poco la compostura, volví a sentarme tras mi mesa.
-Pero aún tienes miedo. ¿De qué?
Elle era una paciente especial. Siempre estaba dispuesta a profundizar en nuestras charlas, y sus problemas emocionales eran especialmente conmovedores
porque tenía plena consciencia de lo que los había causado, y de lo que tenía que hacer para superarlos. Sabía cuál era la dirección adecuada, pero le costaba creer que sería capaz de seguirla sin desviarse.
-De que si nos casamos se eche a perder lo que hay entre nosotros, de ser incapaz de adaptarme a una vida doméstica.
-Ya vivís juntos.
-Sí, aunque mi madre está horrorizada -dijo, con una carcajada.
-Pero Dan le cae bien a tu madre, ¿no?
-Ella quiere que me case, así que lo acepta porque es mi pareja y prefiere que me case con él a que me quede soltera.
Habíamos pasado un montón de horas hablando de su madre, y podríamos haber pasado muchas más sin llegar a agotar el tema. En la universidad nos inculcaban que no había que proyectar la vida de los pacientes sobre la propia, pero cuando Elle me hablaba de su madre, no podía evitar sentirme agradecida por la relación que yo tenía con la mía.
-Tengo miedo de haberle dicho que sí a Dan por complacer a mi madre, y no porque realmente quiera casarme con él.
-Mmm... llevas tiempo trabajando en tu deseo de conseguir que tu madre se
sienta orgullosa de ti, ¿crees que no has avanzado en ese aspecto?
-¿Usted cree que lo he hecho?
A pesar de la rapidez con la que me devolvió la pregunta, supe por su sonrisa que el momento de histeria ya había pasado por completo.
-Sí -dudé por un instante antes de añadir-: Elle, estoy muy contenta con lo mucho que has progresado.
-No creía que llegaría tan lejos, ¿verdad?
-Me parece que has avanzado más de lo que tú misma creías posible.
-Sí, eso es verdad.
-También me parece que casarte con Dan es algo positivo.
Estrujó los pañuelos de papel entre las manos, y asintió con gesto vacilante.
-Mi corazón me dice que es lo correcto, pero mi cabeza... -me miró con una sonrisa llorosa, y añadió-: Mi cabeza está llena de un montón de razones en contra, y soy incapaz de encontrar la respuesta correcta aunque no dejo de contar una y otra vez.
-La vida no puede reducirse a una serie de cálculos exactos, aunque sería genial porque todo resultaría más fácil, ¿verdad?
-Mucho más fácil -contestó ella, con otra carcajada.
Nos miramos en silencio durante unos segundos. Todas las relaciones entre
paciente y terapeuta tienen que acabar tarde o temprano, ya sea porque se ha alcanzado la recuperación o porque es imposible obtenerla.
-Me gustaría que viniera a la boda, que estuviera allí.
-Gracias, iré encantada.
Aunque su sonrisa parecía fragmentada, como la luz del sol a través de un prisma, rebosaba sinceridad, así que le devolví el gesto. Mientras se secaba de nuevo los ojos, nos dimos cuenta de que ya había pasado una hora. Había llegado el
momento de que se fuera, y ambas sabíamos que de forma definitiva.
-Gracias, doctora Danning -me dijo, después de levantarse. Cuando alargó una mano hacia mí, se la estreché y le dije:
-Buena suerte, Elle.
Asintió con una sonrisa, y alzó la barbilla con determinación.
-Cuídate -parecía un comentario muy trillado, pero en aquel caso estaba cargado de significado.
-Usted también -me contestó.
Volvía a separarnos el mismo distanciamiento que había existido desde el primer día que había venido a verme, pero era algo necesario. Al ver cómo se marchaba, deseé poder estar segura de que las cosas le iban a ir bien. El problema era que nunca había forma de saberlo.