Capítulo 13

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No pude disimular el alivio que sentí cuando Adam me dijo que al final su
madre y su hermana no iban a venir a visitarnos.
—¿Te han dicho cuándo podrán venir? —le pregunté, mientras dejaba sobre la silla reclinable el maletín lleno de papeles y la bufanda que llevaba siglos tejiendo.
—No.
No lo miré mientras colocaba una pequeña mesa junto a la silla y doblaba una manta. Estaba tan habituada al ritual de todos los viernes por la noche, que mis manos los llevaban a cabo de forma automática. Al ver que algo se había enganchado en la silla y había hecho un pequeño agujero, decidí arreglarlo antes de que se hiciera más grande.
—Voy a por una aguja y un poco de hilo —empecé a volverme hacia la puerta, pero su mirada me detuvo.
—Sadie, les he pedido que no vinieran —me dijo, con voz gélida.
—¿Por qué?
—Porque en este momento no podría soportar tenerlas aquí.
Me había sentido un poco culpable por el alivio que me había inundado al saber que no iban a venir, y el hecho de que hubiera sido Adam el que había tomado la decisión hizo que me sintiera un poco mejor. Me acerqué a acariciarle la cabeza, y al
notar que su piel estaba un poco acalorada, levanté las sábanas para que su cuerpo recuperara una temperatura normal. Él aguantó mis cuidados en silencio, pero su mirada me agarró con tanta facilidad como lo habrían hecho sus manos. Empecé a recorrer el borde de la sábana con los dedos en un gesto nervioso que le habría molestado si hubiera podido
notarlo, pero me detuve en seco al ver que el movimiento repetitivo de mis brazos también le exasperaba.
Su mirada me recorrió de arriba abajo, y me dio la impresión de que iba apartando las capas de ropa hasta dejarme desnuda.
—Perdona, Sadie.
—No tengo nada que perdonarte —le dije con firmeza—. Las cosas son como son, pero saldremos adelante, como siempre...
—No —espetó él con brusquedad. Me negué a rendirme, así que me incliné hacia él y le dije:
—Sí.
En el pasado, no conseguía ganar de vez en cuando alguna de nuestras peleas por esgrimir mejores argumentos ni por ser capaz de tener un berrinche mayor, sino porque Adam acababa cediendo. Nuestras peleas podían llegar a ser espectaculares, pero él era el sonido y la furia y yo me limitaba a esperar en silencio hasta que se tranquilizaba.
Aquella vez no iba a ser así.
—Por muy capullo que seas, no pienso renunciar a ti.
Había tenido la esperanza de lograr que sonriera, pero su mirada se ensombreció aún más.
—No estoy jugando, Sadie. Esto... todo este...
—¿A qué te refieres, Adam? ¿A nuestro matrimonio?, ¿a nuestra vida?
Me sentí bien al acicatearlo. Él soltó un gruñido y me fulminó con la mirada, y yo lo miré con una expresión igual de ceñuda.
—Sí, a todo.
—¿Qué es lo que les pasa?
Nunca le había visto sin palabras. Normalmente, o las soltaba a raudales o iba regalándolas poco a poco como si fueran una recompensa, pero nunca le faltaban. Al ver cómo luchaba por encontrarlas, me sentí victoriosa y destruida a la vez.
—Creo... que quiero el divorcio.
Retrocedí como si me hubiera golpeado.
—¿Qué?
—Quiero que nos divorciemos.
Aunque la primera vez le había costado decirlo, la segunda pareció resultarle mucho más fácil.
—¡Ni hablar! —me puse las manos en las caderas, para no apretarlas en dos
puños—. ¡Vete al infierno!, ¡que te jod...!
—Ése es el problema, ¿no? —me interrumpió, gritándome con voz ronca, como si estuvieran arrancándole aquellas palabras de la garganta—. ¡No puedo hacerte eso,
ni ahora ni nunca! ¡No podré volver a hacerlo en toda mi vida!
Me quedé callada al oír aquella verdad. Tenía la respiración acelerada por la furia que me cegaba.
—Puedes hacerlo, pero no quieres porque eres un maldito egoísta.
Adam parpadeó sorprendido, y cerró la boca con fuerza como si estuviera
intentando silenciar su respuesta; sin embargo, no lo consiguió.
—Quiero ponerte contra una pared y poseerte hasta que grites de placer, Sadie. Es ridículo, ¿verdad? —bajó los ojos hacia su cuerpo inmóvil antes de volver a mirarme, y añadió—: No puedo cuidar de mí mismo, y mucho menos de ti.
—Ya lo sé, ya sé que es muy injusto.
—Creía que siempre podría cuidar de ti, que siempre me necesitarías más que yo a ti, pero ahora te vas cada día y llevas una vida de la que no formo parte, y... y no entiendo cómo es posible que ya no me necesites.
Mi enfado se desvaneció, y me incliné a darle un beso.
—Claro que te necesito, Adam.
—No...
Empezó a negar con la cabeza, pero detuve el movimiento con otro beso.
—Sí, Adam, claro que sí.
—Pero no puedo...
—Shhh... claro que puedes.
Nos miramos a los ojos, y soltó un suspiro de placer cuando le acaricié el cuello. Deslicé una mano bajo el cuello del pijama para trazarle la clavícula, y cuando sus labios se abrieron, esperé a que su lengua penetrara en mi boca antes de acariciarla con la mía.
—Te quiero —susurré contra sus labios—. El amor que siempre he sentido por ti no ha cambiado, Adam.
Aparté las sábanas y le desabroché la camisa del pijama con manos
temblorosas. Había visto su cuerpo infinidad de veces, le había bañado y le había cambiado de ropa, así que conocía perfectamente los cambios que había sufrido y ya no me asustaban, a pesar del terror que había sentido al verlo la primera vez
inconsciente, destrozado y sangrando por heridas que habían acabado dejando unas pálidas cicatrices blancas. Empecé a trazar la más larga, la que había dejado la rama de un árbol al golpearlo por encima del pezón derecho y a lo largo de su cuerpo hasta la cadera, y él soltó un gemido cuando besé el extremo superior antes de ir recorriendo la línea con los labios. Hacía años que sólo lo besaba en la boca, en el cuello o en la mano. Nunca habíamos hablado de cómo se sentía respecto a su cuerpo, o de por qué en las veces
esporádicas que hacíamos el amor los dos nos centrábamos en lo que podía hacerme a mí misma, y nunca en lo que podía hacerle a él. Mis manos le acariciaron la piel mientras volvía a ascender hacia su boca, y lo besé con suavidad mientras le frotaba el pecho y los costados. Cuando metí la mano
en sus pantalones, jadeé y me flaquearon las rodillas al sentir el roce de su vello púbico en los dedos.
—¿Vas a tocarte? —susurró, con voz ronca.
—No, quiero tocarte a ti.
Cerró los ojos por un momento, y cuando volvió a abrirlos, el deseo que brillaba en ellos me abrasó. Volvimos a besarnos con las bocas abiertas, hambrientos, mientras acariciaba toda la piel que tenía a mi alcance y redescubría su cuerpo, sus curvas y sus líneas. No era lo mismo de antes, pero al fin y al cabo, todo cambia. Me
costó un poco bajarle los pantalones, pero una recompensa siempre es más dulce si hay que esforzarse en conseguirla. Adam se echó a reír cuando se lo dije, y comentó:
—Eres una optimista.
—Cierra el pico —le dije desde los pies de la cama, mientras le levantaba las
piernas para poder acabar de desnudarlo. En cuanto acabé, me quité la ropa. Cuando alzó un poco la cabeza para mirarme, me imaginé a mí misma enmarcada entre sus muslos, subiendo lentamente a la cama. Le acaricié las piernas, le besé las rodillas y froté las mejillas contra sus muslos; al cabo de unos minutos,
alargué la mano hacia el mando de la cama y le alcé un poco más la parte superior del cuerpo. -
—Quiero que veas bien lo que hago.
—Sadie... —dijo él, con tono alarmado.
Lo miré directamente a los ojos, y le dije con firmeza:
—Quiero hacerlo.
Y lo hice a conciencia. Aunque muchas partes de su cuerpo habían cambiado, su miembro seguía siendo el mismo. Cuando lo tomé en mi mano, Adam volvió la cabeza y cerró los ojos mientras murmuraba algo, como si mis caricias le dolieran.
Susurré su nombre antes de recorrer con los labios su vello púbico, la suave piel de su vientre y sus muslos, le besé la base del pene, y lo recorrí de arriba abajo con la boca mientras sopesaba sus testículos con una mano. Había muchas cosas que no podía hacer por él, pero muchas otras que sí. Podía
lamerlo, acariciarlo, besarlo por todas partes mientras mi pelo lo recorría en una caricia que solía enloquecerlo en el pasado. Al oír que susurraba mi nombre, levanté la mirada y vi el brillo de las lágrimas en sus ojos. Se humedeció los labios con la lengua, mientras su pene permanecía  fláccido e inmóvil en mi mano.
No me importó. Deslicé mi cuerpo desnudo sobre el suyo, mientras disfrutaba de la sensación de piel contra piel que no había vuelto a experimentar desde el accidente. Me tumbé a su lado con un muslo sobre su pierna y el sexo pegado al
suyo, y le arranqué un gemido al lamerle el hombro en un punto donde aún tenía sensibilidad.
—Echo de menos acariciarte. Lo echo de menos tanto como tus abrazos, pero tú nunca dejas que lo haga.
Su respiración se había vuelto jadeante, y por un segundo pensé que no iba a responderme.
—Me tocas a diario, Sadie. Me das de comer, me vistes, me limpias el trasero... pero no puedo sentir tus manos en mi piel.
—Ya lo sé —le dije, mientras le acariciaba la clavícula y los hombros.
—No, no lo sabes.
Acompasé nuestra respiración con un esfuerzo consciente, para que nuestros pechos subieran y bajaran al unísono. Tras besarle el hombro, mantuve los labios pegados contra su cálida piel; se me habían quedado unos mechones de pelo atrapados bajo la mejilla, y levanté la cabeza para apartarlos.
Adam me miró a los ojos, y me dijo con calma:
—No te culparía si tuvieras un amante.
Sentí que una oleada de vergüenza me recorría de la cabeza a los pies.
—No tengo un amante, Adam.
Entonces vislumbré al antiguo Adam, al hombre que se habría enfrentado a
cualquier otro que se hubiera atrevido a mirarme con deseo, y me incliné a besarlo al sentir una felicidad inmensa.
—Perfecto, porque no podría darle una paliza en estas condiciones.
Hice un gesto de negación, y aparté a Harry  de mi mente.
—No tienes nada de qué preocuparte.
Adam inclinó un poco la cabeza para buscar mi boca, y yo se la ofrecí.
—Ponte encima de mí.
Sentí un escalofrío de excitación al oír el deseo en su voz. Después de sentarme, deslicé la mano por su pecho y por su estómago.
—Quieres que...
—Que te sientes a horcajadas sobre mí, sobre mi pene.
Sentí que ardía al oír aquellas palabras, las palabras del Adam de antes, que siempre me había dicho con claridad meridiana lo que quería. Me incorporé un poco y le pasé una pierna por encima del abdomen, para que su pene quedara entre mis
muslos.
—Bésame —me pidió con voz ronca.
Cuando obedecí, fue él quien tomó la iniciativa en el beso, y me acarició la
lengua con la suya hasta que jadeé de placer. Me daba miedo apoyar demasiado peso en él, pero al oír su gruñido exigente, me acerqué más y me abrí por completo a él.
—Deja de pensar —susurró contra mis labios. Aunque sus manos seguían
inmóviles a ambos lados de su cuerpo, las sentí en la nunca, sujetándome contra él—. Bésame, Sadie.
Nos besamos durante mucho tiempo, como aquella primera vez en su
apartamento. El hecho de que la parte superior de la cama estuviera levantada hacía que pudiera permanecer cómodamente sentada a horcajadas sobre él, con las rodillas
apretadas contra sus muslos y mi sexo frotándose contra su miembro y su vientre. Él era el que tenía el mando de la situación, y siguió devorándome la boca con un deseo ardiente.
—Frótate contra mí. ¿Tienes los pezones duros?
—Sí...
—Deja que te los chupe.
Alcé los pechos hasta su boca, uno tras otro, y él lamió y succionó hasta que
grité y me estremecí, a las puertas del clímax; de repente, los movimientos de su boca se hicieron más pausados, y su lengua me acarició la piel lentamente antes de que sus labios volvieran a cerrarse de nuevo sobre el pezón. Cuando me arqueé contra su
boca, completamente inmersa en el éxtasis que sentía, él se detuvo durante unos segundos y gemí cuando el placer y la anticipación se acrecentaron aún más. Entonces empezó a succionar con un poco más de fuerza, y un poco más aún, hasta
que me resultó imposible quedarme quieta.
—Eso es —susurró contra mi piel—, tenlo encima de mí, Sadie.
El movimiento incesante de mi clitoris contra él me había ido acercando aún más al borde del abismo, y sus palabras combinadas con la siguiente caricia de su lengua fueron el empujón final que necesitaba para liberarme. Me quedé sin aliento mientras la eternidad giraba a mi alrededor. Mi cuerpo
entero se tensó, y mi sexo se contrajo en espasmos de placer tan intensos, que resultaron casi dolorosos. Los ruidos que se hacen durante el acto sexual no suelen ser demasiado decorosos, pero eso me daba igual; además, no habría podido ahogar mis gemidos de placer ni aunque lo hubiera intentado.
—Tenlo para mí, Sadie.
Al oír que su voz se rompía, abrí los ojos para mirarlo directamente mientras estallaba en llamas. Mirarlo a los ojos en el momento del clímax fue lo más íntimo que habíamos compartido jamás, porque en aquel momento él pudo ver todo lo que
había en mi interior y yo no quise ocultarle nada. Tras un momento, sonrió y se pasó la lengua por los labios.
—La próxima vez, voy a comerte la entrepierna.
—Tendrás que dejar que antes me recupere de esto —le dije, jadeante.
—Debilucha.
Incliné la cabeza para besarlo lentamente, con una ternura infinita, y al apartarme ligeramente susurré:
—Te quiero.
—Yo también te quiero.
Relajada y satisfecha, lo abracé y apoyé la cabeza en su hombro; sin embargo, cuando oí que bostezaba no tuve más remedio que bajarme de la cama a regañadientes, aunque mientras lo hacía me aseguré de acariciarlo y tocarlo todo lo
posible.
—Deja de sobarme, desvergonzada.
Nos echamos a reír. Sus mejillas estaban sonrojadas, y sus ojos tenían un brillo que no había visto desde hacía demasiado tiempo. Sentí una oleada de amor tan fuerte hacia él, que habría tropezado de no haber estado agarrada al borde de la
cama. Consciente de que no era el momento de llorar, contuve las lágrimas. Adam se mostró muy efusivo mientras le limpiaba con unas toallas humedecidas con agua templada y volvía a colocarle el pijama. Me habló de sus clases y de sus estudiantes, de lo que tenía planeado para el año siguiente... y de la posibilidad de que nos fuéramos de vacaciones.
—¿Lo dices en serio?, ¿de verdad quieres que nos vayamos de viaje?
—Sí, ¿crees que podríamos arreglárnoslas? Me gustaría ir a algún sitio con playa, podría buscar información en Internet sobre centros turísticos habilitados para discapacitados.
Yo nunca le había negado el derecho a salir de casa, era él el que nunca quería ir a ningún sitio, el que decía que bajar al jardín era demasiado problema. Me sorprendió tanto que mostrara interés en hacer un viaje, que no supe qué decir.
—¿Qué te parece la idea? —me preguntó, mientras observaba cómo le colocaba bien los miembros y le tapaba con las mantas.
—Me parece genial.
Él siguió hablando sin parar, lleno de entusiasmo, mientras yo me ponía el
camisón, mientras me lavaba los dientes y me recogía el pelo, mientras extendía la silla reclinable y colocaba mi manta y mi almohada sobre ella, mientras preparaba el despertador para levantarme cuando llegara la hora de cambiarlo de postura.
—Ya sé que te dará más trabajo, pero a lo mejor podríamos pedirle a Dennis
que venga también para que puedas darte un respiro, ir a la playa o a que te den un masaje. Creo que funcionaría.
—Sí, yo también lo creo —le dije, feliz de verlo tan entusiasmado.
—He intentado con todas mis fuerzas conseguir que te alejaras de mí, Sadie... pero tú no te has rendido —me dijo de repente.
—No quiero dejarte, Adam. No voy a hacerlo —le contesté, mientras le pasaba una mano por el pelo corto.
Él me miró en silencio durante unos segundos, con expresión muy seria, y
finalmente me dijo:
—Las cosas van a cambiar a partir de ahora, te lo prometo.
—Sí, muchas cosas serán diferentes —le dije, antes de besarlo con ternura.
Y así fue, al menos durante un tiempo.
Adam estaba mucho más alegre, flirteaba conmigo, e incluso empezó a hablar de buscar información sobre ayudas para conseguir una erección; aunque la idea me atraía, también me preocupaba un poco, porque el uso de medicamentos siempre podía tener algún efecto secundario.
—Imagínatelo... una erección que dure cuatro horas —me dijo en broma una noche, mientras yo permanecía tumbada a su lado.
—Por el amor de Dios, Adam, no la necesitaría durante cuatro horas seguidas.
—Si pudiera tener una erección, también podríamos plantearnos...
—¿El qué? —le pregunté, mientras me alzaba sobre un codo para mirarlo a la cara.
—Podríamos plantearnos tener un hijo.
Me quedé boquiabierta, y me incorporé hasta sentarme; al cabo de unos segundos, le pregunté:
—¿Quieres tener un hijo?
—¿Tú no?
No supe qué contestar. No estaba segura de si quería o no, pero el mero hecho de que él hubiera planteado la posibilidad indicaba lo mucho que habían cambiado las cosas.
—Muchos tetrapléjicos tienen hijos, sólo digo que podríamos pensar en ello — insistió. Un hijo. Quizás un niño con la sonrisa traviesa de Adam, o una niña con un gran sentido práctico. ¿Un hijo...? Años de responsabilidad, de pañales y de vómitos, de dulces abrazos perfumados y besos infantiles. Un trocito de Adam que podía conservar para siempre.
—Oye, oye... Sadie, mi vida, no llores...
Me sequé las lágrimas, y le pregunté:
—¿Crees de verdad que podríamos hacerlo?
—Sí, creo que sí —me contestó, con convicción. Aquella noche fue la primera vez desde el accidente que me chupó hasta que alcancé el orgasmo. Después, mientras permanecía completamente saciada a su lado inhalando el aroma a sexo, me susurró poemas contra el pelo y hablamos de un futuro brillante y lleno de posibilidades.
El primer viernes de octubre, no pensaba volver al banco del parque, porque Harry había dejado claras sus intenciones al llevar allí a Priscilla y ya no necesitaba sus historias gracias a mi nuevo comienzo con Adam.
Cuando aquella mañana me despedí de mi marido con un beso, él inclinó la cabeza para olerme el cuello, me miró con una expresión indescifrable, y me dijo:
—Que tengas un buen día.
Salí decidida a que fuera así. Era un día ideal para comer fuera, porque hacía muy buen tiempo, y había un montón de sitios fantásticos a lo largo del río donde podría disfrutar del sol de principios de octubre. Tenía las mejores intenciones, pero cuando me puse mi rebeca y agarré la fiambrera, mis pies emprendieron como por voluntad propia el camino hacia el
parque donde había pasado el primer viernes de cada mes en los últimos dos años. Me dije que todo tenía un final, una resolución. No tenía intención alguna de volver a encontrarme HarryJoe, pero al final lo hice.

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