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Me levanto en otra mañana de mi monótona y aburrida vida. Después de otro sueño extraño con nada de realismo. Siempre los tengo, el doctor dice que son efectos secundarios de mi medicación. Voy directo al baño y me meto en la ducha, mientras me baño pienso en todo mi día, como si en lugar de estar a punto de hacerlo repitiera una película que he visto un millón de veces. Salgo y me visto, la misma camisa blanca recién planchada, el mismo pantalón de gabardina, la misma corbata a rayas azul y blanco, y los mismos zapatos brillantes, mi uniforme de infeliz. Abajo me espera mi esposa, Victoria, con un desayuno que apuesto me hará querer quedarme, pero de alguna forma debo mantenernos, y a nuestro futuro o futura bebé. Victoria me recibe con un beso de buenos días.

–Buen día papi–dice colocando mi mano en su vientre con una criatura de ocho meses de vida, yo me arrodillo y susurro.

–Buen día campeón–y beso su barriga.

–O campeona–dice Victoria abrazándome, luego nos sentamos en la mesa, comemos el desayuno y me despido.

Cuando el auto sale de casa, el mundo cambia, ya no tiene la luz que me hace sentir mi hogar. No soporto este empleo, ni a mis compañeros. Si tengo que oír otro estúpido chiste de Patrick Calaghan, o escuchar los chismes sin sentido de Marietta Saint, o las ridículas historias de Robert Hall, juro que sería capaz de suicidarme. Saco de la guantera mi bolsa de medicamentos, pues yo, William Sullivan, soy "psicológicamente inestable" como dice mi médico, yo diría "completamente loco", cuando no tomo mis pastillas vuelven los sonidos raros, las sombras, los puntos de colores en el aire, las distorsiones de la vista y el insomnio, pero cuando las tomo sueño las cosas más extrañas y bizarras, como el día que soñé con un monstruo hecho de puras lenguas. Son en total nueve pastillas diferentes que debo tomar para soportar la vida.

Logro ver el enorme edificio negro con el logo de "Sullivan Tech" en la cara frontal, y aunque sea hijo del dueño de la compañía, no soy el "hijo de papi" como pensarían. Conocí a mi padre hace apenas dos años, o al menos eso pienso, pues desde que me dio el apellido no volví a verlo. En realidad supe que tenía papá a los nueve años, cuando me encontró hurgando en la basura. Quizá fue por remordimiento que quiso conocerme, pues soy el producto de la aventura con una prostituta. Mi madre murió cuando yo tenía solo seis años, y desde entonces viví en la calle, sin nadie que velara por mí. Cuando Daemian Sullivan supo quién era mi madre me reconoció como su hijo, aunque el orgullo de su familia le impidió llevarme a su casa. Simplemente me mantuvo con una pobre asignación mensual con la que podía apenas comer, compró un apartamento sencillo y allí viví solo. Estudié con maestros particulares pagados por mi padre hasta que estuve a nivel de instituto, luego me inscribieron en la escuela y no supe más de mi padre. Hasta que a los veinte años me dio empleo en su compañía, para ese entonces tenía novia, Victoria, y planes de casarnos. Ya tenía reunido algo de dinero de trabajos anteriores y me mude con victoria a una pequeña casa en los suburbios, cerca del edificio Sullivan.

Y ahora, dos años después, lamento haber aceptado. Subo al ascensor, hacia mi lúgubre cubículo en el piso nueve. Entro sin saludar, me siento frente a mi ordenador y tecleo mi clave de acceso. Una imagen con aves volando hacia el horizonte me hace querer ser una de ellas, y volar libre de aquí. Abro el programa de hojas de cálculo y me enfrasco en mi trabajo. Pero inexplicablemente me siento incómodo, no sé por qué es, pero no logro mantener la concentración. Sonido de tacones en el piso, gavetas abriendo y cerrando, teclas presionándose, conversaciones, incluso el sonido de papeles rozando me molesta a tal punto que me desespero. Tomo la bolsa de medicamentos y me voy al baño al borde de un ataque de pánico.

Aflojo mi corbata y me lavo la cara, luego vacío la bolsa de medicamentos en un lavamanos. Veo los frascos en busca de un calmante, pero no lo encuentro, me desespero, juraría que lo tenía aquí. Cuento los frascos: nueve en total, pero no aparecen los calmantes. Me frustro a tal punto que tomo la decisión más importante de mi vida, y decido abandonar este maldito lugar. Me saco la asfixiante corbata, me quito la camisa, los zapatos y los pantalones, arrojo los medicamentos a la basura y salgo en ropa interior a la oficina. Justo antes de salir me topo con John Griffin, mi jefe.

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