Capítulo 4: Una propuesta decente.

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La puerta de mi habitación se abrió y me giré hacia la pared para evadir la luz del exterior que encandilaba mis pobres ojos que no habían visto claridad en mucho tiempo.

–Jade, ¿podrías venir a comer algo?– pidió mi amiga.

–No quiero– mi voz salió como un fino hilo.

–Si quieres matarte de hambre lo estás logrando.

Tal vez no era capaz de sacar el feto y seguir con mi vida, pero si ambos moríamos ya no tendría esta culpa.

Sinceramente, no sabía qué era lo que quería. Lo único seguro era que si estuviera convencida de no quererlo ya habría hecho algo al respecto.

–Puedo aguantar una semana solo tomando agua– murmuré acurrucándome con mi almohada–. Y solo han pasado dos días.

–Han pasado tres días, ¿ves que el hambre te está afectando?– bufó–. ¿Qué te parece si comes algo y después llevamos a Pongo al parque?, sé que te gusta jugar con él y él te extraña, yo también.

Un peso ajeno se afincó en mi pecho con más fuerza. No entendía por qué me sentía así, pero mi cama era el único lugar donde estaba parcialmente segura.

–No quiero– sollocé y poco después la puerta se cerró.

Sorbí por la nariz secando mis lágrimas con el dorso de mi mano. Había llorado tanto los últimos tres días que apenas podía mantener mis ojos abiertos por el escozor de mis párpados, tampoco podía dejar de moquear como si estuviera enferma y ni hablar del dolor de garganta.

Intenté seguir durmiendo cuando la puerta se volvió a abrir, resoplé.

–Ya te dije que no quiero comer ni mucho menos salir de la cama– me quejé sin intenciones de enfrentar a Sam de nuevo.

Mantuve mis ojos cerrados. Si la ignoraba tal vez se fuera. Sentí como un lado de la cama cedió ante el peso de alguien, hundí el entrecejo y una sensación de revuelo se activó en mi interior por el fuerte perfume que penetró mis fosas nasales. Conocía ese perfume.

–¿Quién te dejó entrar?– pregunté.

–Samantha está preocupada por ti, yo también lo estoy y ahora mucho más que me contó cómo has estado últimamente.

Levanté mi torso débilmente, restregué mi rostro con torpeza.

–Estar en cama todo el día no es nada del otro mundo.

Sus ojos azules, generalmente claros como el cielo, se veían oscuros como el mar. Seguro por la oscuridad de la habitación. Un calorcito inquietante se dispersó por mi estómago subiendo a mi pecho y saltando a mis mejillas.

–¿Sin comer?– inquirió y suspiré con resignación.

–No quiero hablar contigo ahora.

–¿Y cuándo será?, ¿cuando ya no puedas hablar para nada?– hizo una pausa y exhaló.

Un nudo se apretó en mi garganta y luché por no derramar ni una lagrima. Agarró mis manos, se puso de pie y haló suavemente invitándome a levantarme.

–Vamos a darte una ducha– propuso, lo miré con indecisión y desconfianza–. Tú sabes que yo casi no tengo olfato, pero Samantha dijo que no te bañas hace tres días.

Esa chismosa.

Nathan me llevó al baño caminando de espaldas para no soltar mis manos. Encendió la luz y achiné los ojos para adaptarlos a la iluminación. Se sentó en el borde de la tina y se encargó de ponerla a llenar, giró ambas llaves para ajustar la temperatura: la de agua caliente hasta la mitad y la fría un poco menos de la mitad. Se tomó un momento para enrollar las mangas de su camisa hasta los codos y metió una mano comprobando que estuviera bien. Agregó una bomba de baño de color azul junto a otros productos que usaba regularmente, lo cual me hizo sentir de forma extraña, una sensación extraña pero grata, porque justo así preparaba el baño. Nunca pensé que le prestara atención a ese tipo de detalles.

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