Epílogo.

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Ocho meses después me convertí en mamá, finalmente.

Di a luz a una niña de tres kilos y cincuenta centímetros, con cabello rubio y ojos azules como el cielo, era tan hermosa y perfecta... aún con sus ojos almendrados, sus orejas más pequeñas, su carita aplanada y su cromosoma extra en el par veintiuno. No la cambiaría por nada.

Y tres semanas más tarde estoy sobre el altar, sosteniendo las manos de mi prometido con una euforia que apenas me puedo contener.

Nuestros votos estaban dichos, ambos soltamos una que otra lágrima mientras los decíamos o escuchábamos los del otro. Teníamos los anillos, él ya había dado su confirmación y solo faltaba yo por dar mi respuesta final.

–Acepto– respondí con una sonrisa.

–Puede besar a la novia– dijo Anthony, quien convenientemente era ministro y se ofreció a casarnos.

Nathan puso una mano en mi mejilla primero, me acarició con su pulgar como si quisiera convencerse de que esto era real. Sus ojos estaban un poco rojos por haber llorado también cuando entré al salón, la sonrisa era tan amplia como la que tenía el día que se me propuso en mi habitación.

Estaba nervioso, se notaba.

–Bésala ahora o arrepiéntete para siempre– susurró su padre y reí.

Cuando empezamos a salir deseaba pasar el resto de mi vida con él, solo para ver su sonrisa todos los días. Y ese deseo estaba por cumplirse.

–Lo siento, te ves tan hermosa– soltó y me besó.

Mi cuerpo se agitó con una nueva sensación de plenitud, incluso las piernas me flanquearon, mi corazón latió a mil revoluciones por minuto quemando en mi pecho. Nos separamos y giramos para saludar a los invitados. Todos estaban de pie aplaudiéndonos, silbaban y vitoreaban. Uno de los primos de Nathan se subió a un banco, agitó una botella de champaña y la abrió empapando a todo aquel que estuviera cerca. Otro lo imitó.

–Felicitaciones– nos dijo Anthony, me dio un beso en la mejilla y abrazó a su hijo.

Bajamos del altar agarrados de la mano, la gente no tardó en abordarnos entre abrazos, besos, más felicitaciones. Yo buscaba a una persona en específico. Alcé un poco mi cuello y la vi, Sam avanzó abriéndose paso entre la gente alzándola por encima de su cabeza.

–Aquí está, sana y salva– aseguró, poniéndola en mis brazos.

–Hola mi vida– le hablé con ese tono ridículamente meloso con el que suelo referirme a Pongo.

Nathan se inclinó y le dio un beso en la frente. Ella emitió un chillido alegre y se metió las manos a la boca, sonriendo. Los hoyuelos sobresalieron.

Nuestra pequeña Natasha ya tenía ocho meses y tres semanas de edad, y era todo un encanto. La cosita más hermosa que haya visto en mi vida, lo mejor que nos había pasado. Nathan incluso se había tatuado su nombre entre su quinta y sexta costilla, yo planeaba hacer lo mismo en un futuro no muy lejano.

Nos dimos besos esquimales.

–¡Agh, te amo, eres tan adorable!– exclamé y cubrí su rostro con pequeños besos.

Nathan me dio un beso en la mejilla riendo.

El fotógrafo apareció de repente, las personas se apartaron para darnos espacio. La sostuvimos entre nosotros como si fuera su día especial y tomó la primera foto. Luego una nosotros besándonos, besando a Natasha, él cargándola, yo cargándola. No podíamos dejar de sonreír.

La espera había valido la pena.

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