Religión y poesía tienden a realizar de una vez y —para siempre esa posibilidad de ser que somos y queconstituye nuestra manera propia de ser; ambas son tentativas por abrazar esa «otredad» que Machadollamaba la «esencial heterogeneidad del ser». La experiencia poética, como la religiosa, es un salto mortal: uncambiar de naturaleza que es también un regresar a nuestra naturaleza original. Encubierto por la vidaprofana o prosaica, nuestro ser de pronto recuerda su perdida identidad; y entonces aparece, emerge, ese«otro» que somos. Poesía y religión son revelación. Pero la palabra poética se pasa de la autoridad divina. Laimagen se sustenta en sí misma, sin que le sea necesario recurrir ni a la demostración racional ni a lainstancia de un poder sobrenatural: es la revelación de sí mismo que el hombre se hace a sí mismo. Lapalabra religiosa, por el contrario, pretende revelarnos un misterio que es, por definición, ajeno a nosotros.Esta diversidad no deja de hacer más turbadoras las semejanzas entre religión y poesía. ¿Cómo, si parecennacer de la misma fuente y obedecer a la misma dialéctica, se bifurcan hasta cristalizar en formasirreconciliables: por una parte, ritmos e imágenes; por la otra, teofanías y ritos? ¿La poesía es una suerte deexcrescencia de la religión o una como oscura y borrosa prefiguración de lo sagrado? ¿La religión es poesíaconvenida en dogma? La descripción del capítulo anterior no nos da elementos suficientes para respondercon certeza a estas preguntas.Para Rodolfo Otto lo sagrado es una categoría a priori, compuesta de dos elementos: unos racionales y otrosirracionales. Los elementos racionales están constituidos por las ideas «de absoluto, perfección, necesidad yentidad —y aun la del bien en cuanto valor objetivo y objetivamente obligatorio— que no proceden deninguna percepción sensible... Estas ideas nos obligan a abandonar el terreno de la experiencia sensible y nosllevan a aquello que, independientemente de toda percepción, existe en la razón pura y constituye unadisposición original del espíritu mismo»28. Confieso que no me parece tan evidente la existencia a priori deideas como las de perfección, necesidad o bien. Tampoco veo cómo pueden constituir una disposiciónoriginal de nuestra razón. Es verdad que podría afirmarse que semejantes ideas son algo así comoaspiraciones constitutivas de la conciencia. Mas cada vez que cristalizan en un juicio ético, niegan otrosjuicios éticos que también pretenden encarnar, con el mismo rigor y absolutismo, esa aspiración al bien. Cadajuicio ético niega a los otros y, en cierto modo, a esa idea a priori en que se fundan y en la que él mismo sesustenta. Pero no es necesario detenerse en esta cuestión, que rebasa los límites de este ensayo (para nohablar de los más estrechos aún de mi competencia). Pues aun si efectivamente esas ideas constituyen undominio anterior a la percepción, o a las interpretaciones de la percepción, ¿cómo podemos saber sirealmente son un elemento originario de la categoría de lo sagrado? Ni en la experiencia de lo sobrenatural seencuentra un trazo de su presencia, ni tampoco aparece su huella en muchas concepciones religiosas. La ideade perfección, concebida como un a priori racional, debería reflejarse automáticamente en la noción dedivinidad. Los hechos parecen desmentir esta presunción. La religión azteca nos muestra un dios que cede ypeca: Quetzalcóatl; la religión griega y otras creencias pueden darnos ejemplos parecidos. Asimismo, lasideas de bien y de necesidad exigen la noción complementaria de omnipotencia. La misma religión aztecanos ofrece una desconcertante interpretación del sacrificio: los dioses no son todopoderosos, puesto quenecesitan de la sangre humana para asegurar el mantenimiento del orden cósmico. Los dioses mueven elmundo, pero la sangre mueve a los dioses. No es útil multiplicar los ejemplos, ya que el mismo Otto cuida defijar un límite a su afirmación: «Los predicados racionales no agotan la esencia de lo divino..., son predicadosesenciales más sintéticos. No se comprenderá exactamente lo que son si no se les considera como atributos deun objeto que en cierto modo les sirve de apoyo y que para ellos mismos es inaccesible»29.La experiencia de lo sagrado es una experiencia repulsiva. O más exactamente: revulsiva. Es un echar afueralo interior y secreto, un mostrar las entrañas. Lo demoníaco, nos dicen todos los mitos, brota del centro de latierra. Es una revelación de lo escondido. Al mismo tiempo, toda aparición implica una ruptura del tiempo odel espacio: la tierra se abre, el tiempo se escinde; por la herida o abertura vemos «el otro lado» del ser. Elvértigo brota de este abrirse del mundo en dos y enseñarnos que la creación se sustenta en un abismo. Masapenas el hombre intenta sistematizar su experiencia y hace del horror original un concepto, tiende aintroducir una suerte de jerarquía en sus visiones. No es aventurado ver en esta operación el origen deldualismo y, por tanto, de los llamados elementos racionales. Ciertos componentes de la experiencia seconvierten en atributos de la manifestación nocturna o siniestra del dios (el aspecto destructor de Shiva, lacólera de Jehová, la embriaguez de Quetzalcóatl, la vertiente norte de Tezcatlipoca, etc.). Otros elementos setransforman en expresiones de su forma luminosa, aspecto solar o salvador. En otras religiones el dualismo sehace más radical y el dios de dos caras o manifestaciones cede el sitio a divinidades autónomas, al príncipede la luz y al de las tinieblas. En suma, a través de una purga o purificación los elementos atroces de laexperiencia se desprenden de la figura del dios y preparan el advenimiento de la ética religiosa. Perocualquiera que sea el valor moral de los preceptos religiosos, es indudable que no constituyen el fondo últimode lo sagrado y que no proceden, tampoco, de una intuición ética pura. Son el resultado de unaracionalización o purificación de la experiencia original, que se da en capas más profundas del ser.Otto funda así la anterioridad y originalidad de los elementos irracionales: «Las ideas de numinoso y suselementos correlativos son, como las racionales, ideas y sentimientos absolutamente puros, a los que seaplican con exactitud perfecta los signos que Kant señala como inherentes al concepto y al sentimientopuros». Esto es, ideas y sentimientos anteriores a la experiencia, aunque sólo se den en ella y sólo por ellapodamos aprehenderlos. Al lado de la razón teórica y la razón práctica, Otto postula la existencia de un tercerdominio «que constituye algo más elevado o, si se quiere, más profundo». Este tercer dominio es lo divino, losanto o lo sagrado y en él se apoyan todas las concepciones religiosas. Así pues, lo sagrado no es sino laexpresión de una disposición divinizarte, innata en el hombre. Estamos, pues, en presencia de una suerte de«instinto religioso», que tiende a tener conciencia de sí y de sus objetos «gracias al desarrollo del oscurocontenido de esa idea a priori de la que el mismo ha surgido». El contenido de las representaciones de esadisposición es irracional, como el a priori mismo en que se asienta, porque no puede ser reducido a razones ni a conceptos: «La religión es una tierra incógnita para la razón». El objeto numinoso es lo radicalmenteextraño a nosotros, precisamente por inasible para la razón humana. Cuando queremos expresarlo no tenemosmás remedio que acudir a imágenes y paradojas. El Nirvana del budismo y la Nada del místico cristiano sonnociones negativas y positivas al mismo tiempo, verdaderos «ideogramas numinosos de lo Otro». Laantinomia, «que es la forma más aguda de la paradoja», constituye así el elemento natural de la teologíamística, lo mismo para los cristianos que para los árabes, los hindúes y los budistas.La concepción de Otto recuerda la sentencia de Novalis: «Cuando el corazón se siente a sí mismo y, desasidode todo objeto particular y real, deviene su propio objeto ideal, entonces nace la religión». La experiencia delo sagrado no es tanto la revelación de un objeto exterior a nosotros —dios, demonio, presencia ajena—como un abrir nuestro corazón o nuestras entrañas para que brote ese «Otro» escondido. La revelación, en elsentido de un don o gracia que viene del exterior, se transforma en un abrirse del hombre a sí mismo. Lomenos que se puede decir de esta idea es que la noción de trascendencia —fundamento de la religión— sufreun grave quebranto. El hombre no está «suspendido de la mano de Dios», sino que Dios yace oculto en elcorazón del hombre. El objeto numinoso es siempre interior y se da como la otra cara, la positiva, del vacíocon que se inicia toda experiencia mística. ¿Cómo conciliar este emerger de Dios en el hombre con la idea deuna Presencia absolutamente extraña a nosotros? ¿Cómo aceptar que vemos a Dios gracias a una disposicióndivinizarte sin al mismo tiempo minar su existencia misma, haciéndola depender de la subjetividad humana?Por otra parte, ¿cómo distinguir la disposición religiosa o divinizarte de otras «disposiciones», entre lascuales se encuentra, precisamente, la de poetizar? Porque podemos alterar la frase de Novalis y decir, con elmismo derecho y sin escándalo para nadie: «Cuando el corazón se siente a sí mismo... entonces nace lapoesía». El mismo Otto reconoce que «la noción de lo sublime se asocia estrechamente a la de numinoso» yque sucede lo mismo con el sentimiento poético y el musical. Sólo que, dice, la aparición del sentimiento delo sublime es posterior a la de lo numinoso. Así, lo distintivo de lo sagrado sería su antigüedad.La anterioridad de lo sagrado no puede ser de orden histórico. No sabemos, ni lo sabremos nunca, qué fue loprimero que sintió o pensó el hombre en el momento de aparecer sobre la tierra. La antigüedad que reclamaOtto debe entenderse de otra manera: lo sagrado es el sentimiento original, del que se desprenden lo sublimey lo poético. Nada más difícil de probar. En toda experiencia de lo sagrado se da un elemento que no estemerario llamar «sublime», en el sentido kantiano de la palabra. Y a la inversa: en lo sublime hay siempreun temblor, un malestar, un pasmo y ahogo, que delatan la presencia de lo desconocido e inconmensurable,rasgos del horror divino. Otro tanto puede decirse del amor: la sexualidad se manifiesta en la experiencia delo sagrado con terrible potencia; y éste en la vida erótica: todo amor es una revelación, un sacudimiento quehace temblar los cimientos del yo y nos lleva a proferir palabras que no son muy distintas de las que empleael místico. En la creación poética pasa algo parecido: ausencia y presencia, silencio y palabra, vacío yplenitud son estados poéticos tanto como religiosos y amorosos. Y en todos ellos los elementos racionales sedan al mismo tiempo que los irracionales, sin que sea posible separarlos sino tras una purificación—*)interpretación posterior. Todo esto nos lleva a presumir que es imposible afirmar que lo sagrado constituyeuna categoría a priori, irreducible y original, de la que proceden las otras. Cada vez que intentamos asirla nosencontramos con que lo que parecía distinguirla está presente también en otras experiencias. El hombre es unser que se asombra; al asombrarse, poetiza, ama, diviniza. En el amor hay asombro, poetización, divinizacióny fetichismo. El poetizar brota también del asombro y el poeta diviniza como el místico y ama como elenamorado. Ninguna de estas experiencias es pura; en todas ellas aparecen los mismos elementos, sin quepueda decirse que uno es anterior a los otros.El sentido, y no la composición de los elementos que las forman, podría distinguir cada una de estasexperiencias. La coloración especial que distingue las palabras del místico de las del poeta es el objeto a queestán referidas. Un texto de San Juan adquiere tonalidad religiosa porque el objeto numinoso las baña en unaluz particular. Así, lo realmente privativo de cada experiencia sería su objeto. Pero aquí la dificultad empiezaa mostrarse como realmente insuperable. Nos movemos en un círculo. Pues los objetos externos sólo pueden«excitar o despertar la disposición divinizarte». No son ellos, sino esa elusiva disposición, la que los inscribedentro de lo sagrado. Mas esa disposición no es pura, según se ha visto. En suma: nada nos permite aislar lacategoría de lo sagrado de otras análogas, excepto su objeto o referencia; pero el objeto no se da fuera, sinodentro, en la experiencia misma. Todos los caminos de acceso se cierran. No queda más remedio queabandonar ideas y categorías a priori y asir lo sagrado en el momento de su nacimiento en el hombre.El horror sagrado brota de la extrañeza radical. El asombro produce una suerte de disminución del yo. Elhombre se siente pequeño, perdido en la inmensidad, apenas se ve solo. La sensación de pequeñez puedellegar a la afirmación de la miseria: el hombre no es sino «polvo y ceniza». Schleier—macher llama a esteestado «sentimiento de dependencia». Una diferencia cualitativa separa esta «dependencia» de las otras.Nuestra dependencia de un superior o de una circunstancia cualquiera es relativa y cesa apenas desaparece suagente; nuestra dependencia de Dios es absoluta y permanente: nace con nuestro mismo nacimiento y notermina nunca, ni siquiera después de la muerte. Esta dependencia es algo «original y fundamental delespíritu, algo que no es definible sino por sí mismo». Lo sagrado se obtiene así por inferencia: delsentimiento de mí mismo, del sentirme dependiente de algo, brota la noción de la divinidad. Otto hace suya laidea del filósofo romántico, pero le reprocha su racionalismo. En efecto, para Schleier-macher lo sagrado onuminoso no constituye realmente una idea anterior a todas las ideas, sino que es una consecuencia de estesentirnos a nosotros mismos como dependencia de algo desconocido. Ese algo desconocido, siempre presentey nunca visible del todo, se llama Dios. Para evitar todo equívoco, Otto llama al sentimiento original «estadode criatura». El centro de gravedad cambia. Lo realmente característico reside en el hecho «de no ser más quecriaturas». Con lo cual no quiere decir que nuestro sentimiento original arranca de la oscura conciencia denuestra finitud y pequeñez, sino que nos sentimos criaturas porque nos encontramos ante la faz de un creador.La aprehensión inmediata del creador constituye así el elemento primero y distintivo del sentimiento original.A la inversa de Schleier-macher, para Otto el estado de criatura es una consecuencia de este súbitoenfrentarse al creador. Nos sentimos poca cosa o nada porque estamos ante el todo. Somos criaturas ytenemos conciencia de nosotros mismos porque hemos vislumbrado al creador.Es difícil aceptar esta interpretación. Todos los textos místicos y religiosos más bien parecen afirmar locontrario: los estados negativos preceden a los positivos, el estado de criatura es anterior a la noción o visiónde un creador. Al nacer, el niño no se siente hijo, ni tiene noción alguna de paternidad o de maternidad. Sesiente desarraigado, echado en un mundo extraño y nada más. Estrictamente hablando, el sentimiento deorfandad es anterior a la noción de maternidad o de paternidad. Así, Otto no hace sino reproducir —sólo queen sentido inverso— la operación que critica a Schleier-macher. El primero hace surgir la idea de Dios delsentimiento de dependencia; el segundo, hace de lo numinoso la fuente del estado de criatura. En amboscasos se trata de una interpretación de una situación dada. ¿Y cuál es esa situación? Aquí Otto da en el blancojusto. Porque precisamente se trata de la situación original y determinante del hombre: el haber nacido. Elhombre ha sido arrojado, echado al mundo. Y a lo largo de nuestra existencia se repite la situación del reciénnacido: cada minuto nos echa al mundo; cada minuto nos engendra desnudos y sin amparo; lo desconocido yajeno nos rodea por todas partes. Despojado de su interpretación teológica, el estado de criatura de Otto no essino lo que llama Heidegger «el abrupto sentimiento de estar (o encontrarse) ahí». Y como dice Waelhens ensu comentario a El ser y el tiempo: «El sentimiento de la situación original expresa afectivamente nuestracondición fundamental»30. La categoría de lo sagrado no es una revelación afectiva de esa condiciónfundamental —el ser criaturas, el haber nacido y el nacernos a cada instante— sino que es una interpretaciónde esa condición. El hecho radical de «estar ahí», de encontrarnos siempre lanzados a lo extraño, finitos eindefensos, se convierte en un haber sido creados por una voluntad todopoderosa a cuyo seno hemos devolver.De acuerdo con el análisis de Heidegger, la angustia y el miedo son las dos vías, enemigas y paralelas, quenos abren y cierran, respectivamente, el acceso a nuestra condición original. Gracias a la experiencia de losagrado —que parte del vértigo ante su propia oquedad— el hombre logra asirse como lo que es:contingencia y finitud. Mas esta revelación fulgurante queda encubierta un segundo después por lainterpretación de nuestra condición conforme a elementos exteriores a ella misma: un creador, una divinidad.En efecto, «muchos autores han discernido muy bien la nada que se descubre en la angustia. Peroinmediatamente han desviado el sentido de esta revelación, denunciando la nadería del pecador ante Dios.Por gracia de la Redención y del perdón que otorga a nuestras faltas, parece que nuestra miseria se borra; y larecobrada perspectiva de una salvación eterna restaura el valor de nuestra existencia y nos permite superar lanada un instante entrevista. Una vez más se disfraza la verdadera significación de la angustia, según ocurreen San Agustín, Lutero y el mismo Kierkegaard»31. Nosotros podemos añadir otros nombres: Miguel deUnamuno, y sobre todo, Quevedo (en sus poemas Lágrimas de un penitente y Heróclito cristiano, hasta ahoraignorados por nuestra crítica). Puede concluirse que la experiencia de lo sagrado es una revelación de nuestracondición original, pero que asimismo es una interpretación que tiende a ocultarnos el sentido de esarevelación. Reacción ante el hecho fundamental que nos define como hombres: el ser mortales y el saberlo ysentirlo, la religión es una respuesta a esa condena a vivir su mortalidad que es todo hombre. Pero es unarespuesta que nos encubre eso mismo que, en su primer movimiento, nos revela.