El hombre se vierte en el ritmo, cifra de su temporalidad; el ritmo, a su vez, se declara en la imagen; y laimagen vuelve al hombre apenas unos labios repiten el poema. Por obra del ritmo, repetición creadora, laimagen —haz de sentidos rebeldes a la explicación— se abre a la participación. La recitación poética es unafiesta: una comunión. Y lo que se reparte y recrea en ella es la imagen. El poema se realiza en laparticipación, que no es sino recreación del instante original. Así, el examen del poema nos lleva al de laexperiencia poética. El ritmo poético no deja de ofrecer analogías con el tiempo mítico; la imagen con eldecir místico; la participación con la alquimia mágica y la comunión religiosa. Todo nos lleva a insertar elacto poético en la zona de lo sagrado. Pero todo, desde la mentalidad primitiva hasta la moda, los fanatismospolíticos y el crimen mismo, es susceptible de ser considerado como forma de lo sagrado. La fertilidad deesta noción —de la que se ha abusado tanto como del psicoanálisis y del historicismo— nos puede llevar alas peores confusiones. De ahí que estas páginas no se propongan tanto explicar la poesía por lo sagradocomo trazar las fronteras entre ambos y mostrar que la poesía constituye un hecho irreductible, que sólopuede comprenderse totalmente por sí mismo y en sí mismo.El hombre moderno ha descubierto modos de pensar y de sentir que no están lejos de lo que llamamos laparte nocturna de nuestro ser. Todo lo que la razón, la moral o las costumbres modernas nos hacen ocultar odespreciar constituye para los llamados primitivos la única actitud posible ante la realidad. Freud descubrióque no bastaba con ignorar la vida inconsciente para hacerla desaparecer. La antropología, por su parte,muestra que se puede vivir en un mundo regido por los sueños y la imaginación, sin que esto signifiqueanormalidad o neurosis. El mundo de lo divino no cesa de fascinarnos porque, más allá de la curiosidadintelectual, hay en el hombre moderno una nostalgia. La boga de los estudios sobre los mitos y lasinstituciones mágicas y religiosas tiene las mismas raíces que otras aficiones contemporáneas, como el arteprimitivo, la psicología del inconsciente o la tradición oculta. Estas preferencias no son casuales. Son eltestimonio de una ausencia, las formas intelectuales de una nostalgia. De ahí que, al inclinarme sobre estetema, no pueda dejar de tener presente su ambigüedad: por una parte, juzgo que poesía y religión brotan de lamisma fuente y que no es posible disociar el poema de su pretensión de cambiar al hombre sin peligro deconvertirlo en una forma inofensiva de la literatura; por la otra, creo que la empresa prometeica de la poesíamoderna consiste en su beligerancia frente a la religión, fuente de su deliberada voluntad por crear un nuevo«sagrado», frente al que nos ofrecen las iglesias actuales.Al estudiar las instituciones de los aborígenes de —Australia y África, o al examinar el folklore y lamitología de los pueblos históricos, los antropólogos encontraron formas de pensamiento y de conducta queles parecían un desafío a la razón. Constreñidos a buscar una explicación, algunos pensaron que se trataba deaplicaciones equivocadas del principio de causalidad. Frazer creía que la magia era la «actitud más antiguadel hombre ante la realidad», de la cual se habían desprendido ciencia, religión y poesía; ciencia falaz, lamagia era «una interpretación errónea de las leyes que gobiernan la naturaleza». Lévy—Bruhl, por su parte,acudió a la noción de mentalidad prelógica, fundada en la participación: «El primitivo no asocia de maneralógica, causal, los objetos de su experiencia. Ni los ve como una cadena de causas y efectos, ni los consideracomo fenómenos distintos, sino que experimenta una participación recíproca de tales objetos, de manera queuno entre ellos no puede moverse sin afectar al otro. Esto es, que no puede tocarse a uno sin influir en el otroy sin que el hombre mismo no cambie». Freud, por su parte, aplicó con poco éxito sus ideas al estudio deciertas instituciones primitivas. C. G. Jung ha intentado también una explicación psicológica, fundándose enel inconsciente colectivo y en los arquetipos míticos universales; Lévi—Strauss busca el origen del incesto,acaso el primer «No» opuesto por el hombre a la naturaleza; Dumézil se inclina sobre los mitos arios yencuentra en la comunión primaveral —o como poéticamente la llama en uno de sus libros: El festín de lainmortalidad— el origen de la mitología y de la poesía indoeuropeas; Cassirer concibe el mito, la magia, elarte y la religión como expresiones simbólicas del hombre; Malinowski..., pero el campo es inmenso y no esmi propósito agotar una materia tan rica y que día a día se transforma, conforme surgen nuevas ideas ydescubrimientos.Lo primero que debemos preguntarnos ante esta enorme masa de hechos e hipótesis es si de verdad existe esoque se llama una sociedad primitiva. Nada más discutible. Los lacandones, por ejemplo, pueden serconsiderados como un grupo que vive en condiciones de real arcaísmo. Sólo que se trata de los descendientesdirectos de la civilización maya, la más compleja y rica que haya brotado en tierras americanas. Lasinstituciones de los lacandones no constituyen la génesis de una cultura, sino que son sus últimos restos. Nisu mentalidad es prelógica, ni sus prácticas mágicas representan un estado prereligioso, ya que la sociedadlacandona no precede a nada, excepto a la muerte. Y así, esas formas más bien parecen mostrarnos cómomueren ciertas culturas, que cómo nacen. En otros casos —según indica Toynbee— se trata de sociedadescuya civilización se ha petrificado, según ocurre con la sociedad esquimal. Por tanto, puede concluirse que,decadentes o petrificadas, ninguna de las sociedades que estudian los especialistas merece realmente elnombre de primitiva.La idea de una «mentalidad primitiva» —en el sentido de algo antiguo, anterior y ya superado o en vías desuperación— no es sino una de tantas manifestaciones de una concepción lineal de la historia. Desde estepunto de vista es una excrecencia de la noción de «progreso». Ambas proceden, por lo demás, de laconcepción cuantitativa del tiempo. No es eso todo. En la primera de sus grandes obras Lévy—Bruhl afirmaque «la necesidad de participación seguramente es más imperiosa e intensa, incluso entre nosotros, que lanecesidad de conocer o de adaptarse a las exigencias lógicas. Es más profunda y viene de más lejos». Lospsiquiatras han encontrado ciertas analogías entre la génesis de la neurosis y la de los mitos; la esquizofreniamuestra semejanza con el pensamiento mágico. Para los niños, dice el psicólogo Piaget, la verdadera realidadestá constituida por lo que nosotros llamamos fantasía: entre dos explicaciones de un fenómeno, una racionaly otra maravillosa, escogen fatalmente la segunda porque les parece más convincente. Por su parte Frazerdenuncia la persistencia de las creencias mágicas en el hombre moderno. Pero no es necesario acudir a mástestimonios. Todos sabemos que no solamente los poetas, los locos, los salvajes y los niños aprehenden almundo en un acto de participación irreductible al razonamiento lógico; cada vez que sueñan, se enamoran oasisten a sus ceremonias profesionales, cívicas o políticas, el resto de los hombres «participa», regresa, formaparte de esa vasta society of life que constituye para Cassirer el origen de las creencias mágicas. Y noexcluyo a los profesores, a los psiquiatras y a los políticos. La «mentalidad primitiva» se encuentra en todaspartes, ya recubierta por una capa racional, ya a plena luz. Sólo que no parece legítimo designar a todas estasactitudes con el adjetivo «primitivo», pues no constituyen formas antiguas, infantiles o regresivas de lapsiquis, sino una posibilidad presente y común a todos los hombres.Si para muchos el protagonista de ritos y ceremonias es un hombre radicalmente distinto a nosotros —unprimitivo o un neurótico—, para otros no es el hombre, sino las instituciones, la esencia de lo sagrado.Conjunto de formas sociales, lo sagrado es un objeto. Ritos, mitos, fiestas, leyendas —lo que llaman conexpresión reveladora el «material»— están ahí, frente a nosotros: son objetos, cosas. Hubert y Mausssostienen que los sentimientos y emociones del creyente ante lo sagrado no constituyen experienciasespecíficas ni categorías especiales. El hombre no cambia y la naturaleza humana es la misma siempre: amor,odio, temor, miedo, hambre, sed. Lo que cambia son las instituciones sociales. Esta opinión me parece que nocorresponde a la realidad. El hombre es inseparable de sus creaciones y de sus objetos; si el conjunto deinstituciones que forman el universo de lo sagrado constituye realmente algo cerrado y único, un verdaderouniverso, aquel que participa en una fiesta o en una ceremonia es también un ser distinto al que, unas horasantes, cazaba en el bosque o conducía un automóvil. El hombre no es nunca idéntico a sí mismo. Su manerade ser, aquello que lo distingue del resto de los seres vivos, es el cambio. O como dice Ortega y Gasset: elhombre es un ser insustancial, carece de substancia. Y precisamente lo característico de la experienciareligiosa es el salto brusco, el cambio fulminante de naturaleza. No es cierto, por tanto, que nuestrossentimientos sean los mismos frente al tigre real y al dios—tigre, ante una estampa erótica y las imágenestántricas de Tibet.Las instituciones sociales no son lo sagrado, pero tampoco lo son la «mentalidad primitiva» o la neurosis.Ambos métodos ostentan la misma insuficiencia. Los dos convierten lo sagrado en un objeto. Enconsecuencia, habrá que huir de estos extremos y abrazar el fenómeno como una totalidad de la cual nosotrosmismos formamos parte. Ni las instituciones separadas de su protagonista, ni éste aislado de las primeras.También sería insuficiente una descripción de la experiencia de lo divino como algo exterior a nosotros. Esaexperiencia nos incluye y su descripción será la de nosotros mismos24.El punto de partida de algunos sociólogos es la división de la sociedad en dos mundos opuestos: uno, loprofano; otro, lo sagrado. El tabú podría ser la raya de separación entre ambos. En una zona se pueden hacerciertas cosas que en la otra están prohibidas. Nociones como la pureza y el sacrilegio arrancarían de estadivisión. Sólo que, según se ha dicho, una mera descripción que no nos incluya nos daría apenas una serie dedatos externos. Además, toda sociedad está dividida en diversas esferas. En cada una de ellas rige un sistemade reglas y prohibiciones que no son aplicables a las otras. La legislación relativa a la herencia no tienefunción en el derecho penal (aunque sí la tuvo en épocas remotas); actos como enviar presentes, exigidos porlas leyes de la etiqueta, resultarían escandalosos si fueran practicados por la administración pública; lasnormas que rigen las relaciones políticas entre las naciones no son aplicables a la familia, ni las de ésta alcomercio internacional. En cada esfera las cosas pasan de «cierto modo», que es siempre privativo. Así,debemos penetrar en el mundo de lo sagrado para ver de una manera concreta cómo «pasan las cosas» y,sobre todo, qué nos pasa a nosotros.Si lo sagrado es un mundo aparte, ¿cómo podemos penetrarlo? Mediante lo que Kierkegaard llama el «salto»y nosotros, a la española, «el salto mortal». Huineng, patriarca chino del siglo vil, explica así la experienciacentral del budismo: «Mahaprajnaparamita es un término sánscrito del país occidental; en lengua Tangsignifica: gran—sabiduría—otra—orilla—alcanzada... ¿Qué es Maha? Maha es grande... ¿Qué es Prajna?Prajna es sabiduría... ¿Qué es Paramita?: la otra orilla alcanzada... Adherirse al mundo objetivo es adherirseal ciclo del vivir y el morir, que es como las olas que se levantan en el mar; a esto se llama: esta orilla... Aldesprendernos del mundo objetivo, no hay ni muerte ni vida y se es como el agua corriendo incesante; a estose llama: la otra orilla»25.Al final de muchos Sutras Prajnaparamita, la idea del viaje o salto se expresa de una manera imperiosa: «Oh,ido, ido, ido a la otra orilla, caído en la otra orilla». Pocos realizan la experiencia del salto, a pesar de que elbautismo, la comunión, los sacramentos y otros ritos de iniciación o de tránsito están destinados a prepararnos para esa experiencia. Todos ellos tienen en común el cambiarnos, el hacernos «otros». De ahíque consistan en darnos un nuevo nombre, indicando así que ya somos otros: acabamos de nacer o derenacer. El rito reproduce la experiencia mística de la «otra orilla» tanto como el hecho capital de la vidahumana: nuestro nacimiento, que exige previamente la muerte del feto. Y quizá nuestros actos mássignificativos y profundos no sean sino la repetición de este morir del feto que renace en criatura. En suma, el«salto mortal», la experiencia de la «otra orilla», implica un cambio de naturaleza: es un morir y un nacer.Mas la «otra orilla» está en nosotros mismos. Sin movernos, quietos, nos sentimos arrastrados, movidos porun gran viento que nos echa fuera de nosotros. Nos echa fuera y, al mismo tiempo, nos empuja hacia dentrode nosotros. La metáfora del soplo se presenta una y otra vez en los grandes textos religiosos de todas lasculturas: el hombre es desarraigado como un árbol y arrojado hacia allá, a la otra orilla, al encuentro de sí. Yaquí se presenta otra nota extraordinaria: la voluntad interviene poco o participa de una manera paradójica. Siha sido escogido por el gran viento, es inútil que el hombre intente resistirlo. Y a la inversa: cualquiera quesea el valor de las obras o el fervor de la plegaria, el hecho no se produce si no interviene el poder extraño.La voluntad se mezcla a otras fuerzas de manera inextricable, exactamente como en el momento de lacreación poética. Libertad y fatalidad se dan cita en el hombre. El teatro español nos ofrece vanasilustraciones de este conflicto.En El condenado por desconfiado, Tirso de Molina —o quienquiera que sea el autor de esta obra— nospresenta a Paulo, asceta que desde hace diez años busca la salvación en la austeridad de una cueva. Un día sesueña muerto; comparece ante Dios y aprende la verdad: irá al infierno. Al despertar, duda. El demonio se leaparece en forma de ángel y le anuncia que Dios le ordena ir a Nápoles: allá encontrará la respuesta a lascavilaciones que le atormentan, en la figura de Enrico. En él verá su destino «porque el fin que aquél tuviere,ese fin has de tener». Enrico es «el hombre más malo del mundo», aunque dueño de dos virtudes: el amorfilial y la Fe. Ante el espejo de Enrico, Paulo retrocede horrorizado; luego, no sin cierta lógica, decideimitarlo. Pero Pauio nada más ve una parte, la más exterior, de su modelo e ignora que ese criminal estambién un hombre de fe, que en los momentos decisivos se entrega a Dios sin reticencias. Al fin de la obra,Enrico se arrepiente y se abandona sin segundos pensamientos a la voluntad divina: da el salto mortal y sesalva. Paulo, empecinado, da otro salto: al vacío infernal. En cierto modo se hunde en sí mismo, porque laduda lo ha vaciado por dentro. ¿Cuál es el delito de Paulo? Para Tirso, el teólogo, la desconfianza, la duda. Ymás hondamente, la soberbia: Paulo jamás se abandona a Dios. Su desconfianza frente a la divinidad setransforma en un exceso de confianza en sí mismo: en el demonio. Paulo es culpable de no saber oír. Sóloque Dios se expresa como silencio; el demonio, como voz. La entrega libera a Enrico del peso del pecado y leda la eterna libertad; la afirmación de sí mismo pierde a Paulo. La libertad es un misterio, porque es unagracia divina y la voluntad de Dios es inescrutable.Más allá de los problemas teológicos que provoca El condenado por desconfiado, es notable el tránsitoinstantáneo, el cambio fulminante de naturaleza que se opera en los protagonistas. Enrico es una fiera; depronto se vuelve «otro» y muere arrepentido. Paulo, también en un instante, se transforma de asceta enlibertino. En otra obra, de Mira de Amescua, El esclavo del demonio, la revolución psíquica es igualmentevertiginosa y total. En una de las primeras escenas del drama, un piadoso predicador, don Gil, sorprende a ungalán en el momento en que escala el balcón de Lisarda, su amada. El fraile logra disuadirlo y el mancebo sealeja. Cuando el sacerdote se queda solo, el movimiento de orgullo por su buena acción le abre las puertas delpecado. En un monólogo relampagueante, don Gil da el salto mortal: de la alegría pasa al orgullo y de éste ala lascivia. En un abrir de ojos se vuelve «otro»: sube por la escala que ha dejado el caballero y, al amparo dela noche y el deseo, duerme con la doncella. A la mañana siguiente, Lisarda descubre la identidad del fraile.También a ella se le cierra un mundo y se le abre otro. Del amor pasa a la afirmación de sí misma, unaafirmación, por decirlo así, negativa: puesto que el amor se le niega, no le queda sino abrazar el mal. Elvértigo se apodera de ambos. De ahí en adelante la acción, literalmente, se precipita. La pareja no retrocedeante nada: robo, matanza, parricidio. Pero sus actos, como los de Paulo y Enrico, no consienten unaexplicación psicológica. Inútil buscar razones a este fervor sombrío. Libremente, pero también empujados,arrastrados por un abismo que los llama, en un instante que es todos los instantes, se despeñan. Aunque susactos son el fruto de una decisión al mismo tiempo instantánea e irrevocable, el poeta nos los presentahabitados por otras fuerzas, desaforados, salidos de madre. Están poseídos: son «otros». Y este ser otrosconsiste en un despeñarse en ellos mismos. Han dado un salto, como Enrico y Paulo. Saltos, actos que nosarrancan de este mundo y nos hacen penetrar en la otra orilla sin que sepamos a ciencia cierta si somosnosotros o lo sobrenatural quien nos lanza.El «mundo de aquí» está hecho de contrarios relativos. Es el reino de las explicaciones, las razones y losmotivos. Sopla el gran viento y se rompe la cadena de las causas y los efectos. Y la primera consecuencia deesta catástrofe es la abolición de las leyes de gravedad, naturales y morales. El hombre pierde peso, es unapluma. Los héroes de Tirso y de Mira de Amescua no tropiezan con ninguna resistencia: se hunden o seelevan verticalmente, sin que nada los detenga. Al mismo tiempo, se trastorna la figura del mundo: lo dearriba está abajo; lo de abajo, arriba. El salto es al vacío o al pleno ser. Bien y mal son nociones queadquieren otro sentido apenas ingresamos en la esfera de lo sagrado. Los criminales se salvan, los justos sepierden. Los actos humanos resultan ambiguos. Practicamos el mal, oímos al demonio cuando creemosproceder con rectitud y a la inversa. La moral es ajena a lo sagrado. Estamos en un mundo que es,efectivamente, otro mundo.La misma ambigüedad distingue nuestros sentimientos y sensaciones frente a lo divino. Ante los dioses y susimágenes sentimos simultáneamente asco y apetito, terror y amor, repulsión y fascinación. Huimos deaquello que buscamos, según se ve en los místicos; gozamos al sufrir, nos dicen los mártires. En un sonetoque lleva por epígrafe unas palabras de San Juan Crisólogo (Plus ordebat, quam urebat), Quevedo describelos goces del martirio: