Capítulo III

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¡Oh amada libertad!

¿Dónde estás cuando te sueño?

¿Dónde estás cuando te pienso?

¡Oh amada libertad!

Dame un poco de tu sabor

Dame una bendita señal

Que no sea el viento con olor a hierro

Que no sea sabor a agua estancada

Que no sea una lagrima teñida de carmesí

¡Oh amada libertad!

¿Por qué me has abandonado sin más?

Me pusiste cadenas sin juzgarme

Me condenaste sin poder demostrarte

Cuánto te amo y cuándo te anhelo

¡Oh amada libertad!

Solo eres una mentira más...

Lo que sonaba entre las paredes del Coliseo del Perdón era una de las canciones favoritas de Número XXXIII que cantaba cuando estaba decaída. Su voz era hermosa, solo que la melodía que usaba en ese momento era melancólica y desgarradora. Por otro lado, su hermano se daba vueltas por toda la habitación acariciando su calvicie, sus ojos azules estaban nublados de ira. Era tanto que muchas veces golpeó con las manos desnudas las rejas que lo mantenían aprisionado. No estaba molesto con las reglas de los elfos, claro que no, estaba enojado consigo mismo por no defender a su hermana de Sir Rodrick sin importar las consecuencias; ¿Qué importaban cien latigazos si un sucio asqueroso humano humillaba a su hermana al frente de todos? ¿Qué importaba un castigo por proteger a quien amabas? Esas eras las preguntas que se hacía el chico que no paraba de castigarse solo con puñetazos en la pared por sentir temor, ya que su hermana si fue capaz de encarar a un guardia contra un hecho injusto y repugnante.

Número Cero siempre les había enseñado que entre los dos se debían de cuidar, sin embargo, un hombre por naturaleza era más fuerte que una mujer. A causa de esto, la carga del elegido y la responsabilidad de cuidar a Número XXXIII era primordial, más aún cuando sabía que en su espalda estaba el número de la profecía. El destino de liberar a los humanos y de restaurar el honor entre las razas estaba en sus manos. Un peso que todavía no sabía asimilar.

Número Cero estaba sentado en la cama, sus ojos analizaban meticulosamente los movimientos de su hijo. En sus rodillas tenía la cabeza la niña que estaba entonando tan deprimente melodía, le daba mimos; acariciaba el cabello, la mejilla y el cuello de la fémina con mucha tranquilidad. Finalmente, tomó la determinación de frenar el descontrol del chico; apartó con cuidado a su niña, se levanto con un aura intimidante y detuvo en seco a Número XXXII colocando su gruesa mano en el pecho del hombre para que este no diera ni un paso más. En reacción a eso, Número XXXII solo se limitó a bufar.

—¡Ya basta! —usó una voz fuerte y ronca para comunicarse con el alterado—. Eres el hombre de esta familia, pronto yo tendré que dejarte a cargo de tu hermana ¡Tus estúpidas pataletas no van a cambiar lo que ya no hiciste!

—¡Ese tipo me las va a pagar padre! —la rabia disminuyó un poco, pero la sed de venganza seguía viva—. No tengo idea de cómo o cuándo, pero voy a humillar a ese malnacido.

—Recuerda tu posición hijo mío: Aún solo eres un esclavo como todos nosotros. Y sé cauto: las paredes tienen oídos.

—¡Tú no eres un esclavo padre! —la cólera volvió a cegar el razonamiento del hombre— ¡Tú debiste escapar cuando ganaste los juegos! ¡Tienes derecho a ser libre!

Número XXXIIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora