Capítulo 7

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De fondo se oía un perro agonizando. Caminé a paso lento para no dejar a Clementine detrás. Sabía que le dolían los pies con las sandalias de plataforma que llevaba puestos, pero ella no decía palabra alguna. Se iba mirando en un espejo de mano mientras la hacía a un lado cuando pasaban los automóviles por la acera a toda velocidad. Las calles estaban desérticas y las nubes habían dejado de llorar. Pero el sol no se asomaba.

Miles de charcos de agua dominaban partes del suelo. Estaba satisfecha por llevar mis botas altas. Clementine comenzó a jurar por lo bajo mientras la ayudaba a subir los escalones del pavimento.

Se oyó un estruendo ensordecedor que me puso los pelos de punta. Todo mi cuerpo se había puesto en estado de alerta. Unos sujetos repugnantes pasaron con unas motos ridículas haciéndose pasar por motociclistas profesionales. Nos silbaron y nos gritaron cosas, al mismo tiempo que sostenía a mi hermana cerca de mí. Clementine se reía por lo bajo. Los motociclistas desaparecieron en una esquina frente a nosotras. Uno de ellos derrapó en la acera húmeda lanzando una sonora carcajada. Como si fuese divertido. Agradecí mentalmente que no se habían detenido a por nosotras.

—Lo dicen por mí —anunció ella.

Me miré los nudillos. Mi corazón latía fuerte. Tenía el presentimiento de que la fiesta a la que nos dirigíamos era como las que solíamos ir mucho antes. De esas fiestas de las que no tienes idea quién la organiza pero que asistes de todas formas. Fiestas pedorras —como decía mi padre—, bastantes ordinarias hasta que algo extraño o peligroso ocurría.

No me importaba el grado de humillación en el que Clementine me sometía. De todas formas ella era la que volvía ebria y drogada hasta casa. Yo tenía que estar con ella, que aunque era imposible prohibirle que tomara alcohol, tenía que protegerla a toda costa. La explicación que les daba a mis padres cuando llegábamos a casa era bastante monótona.

«Mamá. Papá. Esta fue mi idea. No de Clementine. Yo he decidido salir a una fiesta, y ella sólo me ha acompañado. Ustedes saben, yo les desobedezco todo el tiempo.»

Lo cierto era, que esto era así. Pero yo era la más «rebelde» de la casa, sólo para albergar toda la culpa encima de mí, y no encima de Clementine.

Por fin habíamos llegado hasta un salón de fiestas demasiado pequeño como para considerarlo como uno. Las puertas estaban abiertas de par en par y en la entrada una pareja se besuqueaba con ferocidad. Ingresamos dentro, con todo el peso de las miradas encima de nosotras.

En el techo se situaban las típicas luces fluorescentes que nunca faltan en las fiestas o en celebraciones. Iluminaban la estancia de varios colores, titilando y lloviendo en toda la habitación. Estaba agradecida de que no había humo en aquel momento, porque se dispersaría en todos lados y obstaculizaría mi visión.

Había diversas barras en las partes laterales del salón. Descubrí en una de las esquinas una escalera en forma de espiral que dirigía hacia el piso de arriba, hacia un pequeño balcón. Vasos y bebidas se derramaron en el suelo. El suelo era pegajoso. La música a todo volumen provocó un revoltijo en mi estómago. Caminé con la barbilla en alto junto a Clementine, que se encaminaba hacia un grupo de chicos y chicas, saludando a todos con una espléndida sonrisa.

«¿Hace cuánto los conoces?», pensé en aquel momento, sombría. «Tal vez hace unas pocas horas, o acabas de conocerlos. Ellos no actuarían así si te conocieran.»

Permanecí en mi posición con expresión fría. No saludé a nadie, no me apetecía. En primer lugar no quería estar allí en absoluto. Deseaba quedarme en casa, descansar, leer un libro o escuchar música a todo volumen.

«¿Por qué sigues este camino?», pensé con desesperación mientras la observaba entablar conversación con energía. «Se supone que te quieres parecer a mí. Por favor, detente. Deja de hacer estas cosas.»

Cuando los ángeles merecen morirDonde viven las historias. Descúbrelo ahora