Capítulo 20

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No puedo escribirte siempre sobre buenos momentos, ¿sabes? No puedo pretender que aquí está todo bien, que yo estoy bien, que tú estuviste bien.

Parecía que aquel día era el mejor día del mundo. No lo digo porque fuese así, lo digo porque el cielo estaba soleado sin que ninguna nube lo cubriese. El cielo era celeste, tan celeste, que se contrastaba con el universo. Era una temporada de otoño, que normalmente siempre lloviznaba, ¿recuerdas?

Ese día, el clima era espléndido.

En los noticieros no dejaban de decirlo.

Pero después de todo, el día no terminó siendo tan espléndido.

Tenía dieciséis años. Y tú tenías doce. Te habías tomado tu medicamento, uno que no recuerdo su nombre. Tantos nombres de drogas y píldoras que debías tomar regularmente era exasperante hasta para mí.

La cuestión era, que el medicamento te había dado un efecto secundario. Estabas muerta de sueño. Mamá no dejaba de decir que resistieras, que era un gran momento familiar para salir a pasear e ir de compras.

Tú te esforzaste por mantener los ojos abiertos, pero te quedaste dormida. Te llevé a la cama en brazos, te tapé hasta por encima del cuello y planté un pequeño beso en la sien de tu cabeza. La expresión en tu rostro era relajada, no podía evitar sentir admiración por ti, todo lo que habías hecho para atravesar aquellos caminos que amenazaban con hacerte sangrar.

Cuando bajé hacia el piso inferior, mamá y papá me miraron con sorpresa.

—¿Dónde está Clementine? —habían preguntado.

—Se quedó dormida.

Mamá estaba enojada. No contigo. Con los medicamentos. El psicólogo que te los había recetado iba a recibir un gran sermón en la próxima sesión.

No te perdiste de nada aquel día, Clementine, porque todo lo que hicimos fue fingir estar felices entre la multitud y comprar cosas que jamás iban a ser de gran utilidad.

Me había esforzado por sonreír, realmente lo había intentado. Todavía, en aquellos tiempos, éramos una familia que fingía estar feliz.

Fingíamos que todo estaba en orden.

Y cuando volvimos a casa, todo era un caos.

La verdad es que yo no recuerdo el estado de la casa. Yo te recuerdo a ti, tirada en el suelo. Mechones negros brillantes de tu cabello estaban a tu alrededor. Algunos parecían haber sido arrancados por la fuerza, otros con la tijera que yacía inerte a tu lado. Tenías un corte irregular en tu cabello, algunos rincones exhibiendo tu cuero cabelludo con círculos perfectos. Luego vi la posición de tu cuerpo. Tenías las rodillas pegadas al pecho, la cabeza escondida entre las piernas. Pero tus brazos... tus brazos se desplazaban a tus costados.

Un tajo perfecto en cada brazo, desde la parte donde comienza el antebrazo hasta la muñeca, líneas perfectas en forma vertical. El corte en tu brazo izquierdo lucía más inclinado que el derecho, porque tú eras zurda. No habías podido hacer la línea tan perfecta con tu brazo derecho.

La sangre era una estela oscura que te rodeaba. Casi habías muerto desangrada. Los medicamentos nuevos que te habían recetado no habían funcionado. Se suponía que te estabas recuperando, se calculaba que menos dosis de droga te iba a mantener controlada, porque se creía que eso era suficiente. 

Nunca te habías recuperado, nunca lo ibas a hacer.

Llegar al hospital fue la cosa más lenta y dolorosa que jamás tuve que soportar. La ambulancia era inútil, jamás llegaba. Estabas inconsciente, pálida, tan pálida como una hoja de papel.

Cuando los ángeles merecen morirDonde viven las historias. Descúbrelo ahora