Todos tenemos historias que nunca vamos a contar. Incluso si las contamos, siempre hay detalles que no mencionamos, que hacen que la historia no sea completamente oída.
Hay historias que mamá y papá jamás mencionaron, jamás las compartieron con nosotras. A veces pensaba que era por el egoísmo, pero no, ni siquiera tenían tiempo de serlo o tal vez ni siquiera querían recordarlo.
Tú siempre te sentabas a pensar en voz alta y decías:
—¿Cuántas historias se habrán perdido en el mundo? ¿Cuánta gente morirá y se llevará historias fascinantes, secretos escandalosos a la tumba?
Y yo me quedaba pasmada porque ni siquiera lo había imaginado. Miles y miles de historias perdidas en todos lados, historias que no llegaron a ser contadas, historias que esperan ser contadas algún día.
Una vez me levanté a la madrugada, porque no tenía sueño. Sufría de insomnio en aquellas noches, aunque muchas veces era porque yo no quería dormir, a causa de las pesadillas que padecía. Sufría de parálisis del sueño.
Cuando pasé por tu habitación, vi que mamá estaba parada en la puerta. Me detuve en seco, a punto de preguntar por qué estaba allí. Pero mantuve la boca cerrada, porque mamá estaba en el umbral de la puerta, inerte, viéndote a ti, cómo dormías, la forma en la que respirabas por las noches, con la boca abierta.
Ella te veía dormir, Clementine. Ella realmente te amaba. Todos nosotros lo hacíamos.
Nos preocupábamos tanto que era como que nos consumía por dentro, era un monstruo con pinzas filosas que nos clavaba en el corazón, en el alma una y un millón de veces.
Me acerqué a ella, con pasos lentos, como lo hacía cuando me acercaba a ti. Las luces estaban apagadas: sólo había oscuridad.
Ella me escuchó y volteó su cabeza hacia mí.
Mamá estaba llorando. Lágrimas estaban derramándose de sus ojos, como un sinfín de cascadas de dolor. Se me encogió el corazón, porque ella estaba muy preocupada por ti. Realmente preocupada, de verdad.
Me coloqué a su lado, y las dos te observamos dormir en tu cama. Descansabas. Tus rasgos finos, tu cabello desparramado en la almohada; tú parecías como si estuvieras volando, como si flotaras en el agua y el cabello se esparciera lejos de ti, como una especie de corona oscura.
La luz de la luna alumbraba tus facciones, las curvas en tu rostro...
—Ella es un ángel —decía mamá en voz baja, los sollozos creciendo en su garganta.
Un día, cuando fuimos de vacaciones a la costa, yo estaba sentada en la arena. Veía que mamá y papá se reían a lo lejos, mientras pisaban con fuerza en la orilla, el agua salpicando en todas partes. Lanzaban carcajadas sonoras. El viento me revoloteaba el cabello, me susurraba en los oídos. Aún puedo sentirlo. El sonido de las gaviotas daba una especie ambiente solitario, pero relajante. Tú estabas con la lengua en tus labios, en gesto de concentración, mientras construías un gran castillo de arena.
Yo tenía doce años. Estábamos en una complicada situación familiar: de esas que son cursis pero que todos están felices. A excepción de mí.
Clementine, yo sentía que estaba en medio del océano, lejos de nuestros padres que reían, lejos de ti que construías un castillo, ahogándome en el agua, gritando por ayuda, pero nadie escuchaba.
Yo me estaba ahogando y nadie me salvaba.
Me sentía de aquella manera. La atención que nuestros padres tenían sólo se centraba en ti, la poca atención que te brindaban. Luego, era como si las sobras del amor que ellos tenían para brindar me lo tiraran en el rostro.
No estaba celosa, pero necesitaba cariño y amor. Yo te lo brindaba todo a ti y se lo brindaba todo a mamá y a papá. Pero nadie me brindaba nada a mí.
Cuando tú naciste, ellos ya estaban cansados de todo. A veces el cansancio hace que las personas dejen de ser como son en realidad.
Y de repente, parecía como si el hechizo de nuestra hermandad, de amor y de esperanza te atraía hacia mí como un magnetismo irresistible. Como si tú presintieras mis pensamientos, como si tú estuvieras al tanto de lo que sentía en aquel momento. Se sentía como algo físico, real.
Te paraste frente a mí, con una sonrisa en tus labios. Tenías ocho años.
—¿Qué te ocurre? —me decías.
—Nada —murmuraba con cara de exasperación.
—No mientas. Algo te ocurre.
—No me ocurre nada.
—Claro que sí.
—Claro que no —repliqué.
Me mirabas, amenazante.
—¡Bien! —bufé, resignada.
Te sentaste a mi lado, como si fueras una chica mayor. Abriste tu corazón, me escuchaste, y fue la cosa más increíble que jamás sentí. Un sentimiento, de ser escuchada, por alguien a quien le importas.
Tú, tú, siempre fuiste tú.
—Quiero que sepas —me decías de repente—, que tú me tienes a mí. ¿De acuerdo, hermanita? Quiero que sepas que para mí eres lo primero que más me va a importar en el mundo.
Tenía la respiración acelerada, porque no me lo esperaba.
—Mira esto. —Abriste los brazos de par en par, y me miraste, con tu cabello negro y corto esparciéndose en tu rostro lleno de alegría—. Todo lo que ves aquí, representa lo que eres para mí. Para mí lo eres todo. ¿De acuerdo? Tú eres todo lo que tengo. Mi todo.
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Cuando los ángeles merecen morir
Teen FictionMi único propósito es informar sobre el trastorno bipolar, las pérdidas de personas muy cercanas y la depresión. Son temas muy delicados pero que muchas veces no se consideran tan importantes. A veces, la gente piensa que hay enfermedades que son pe...