Capítulo 1

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Tú estabas allí sentada, en medio de la sala. Llevabas puesto un mini top que dejaba al descubierto tu abdomen plano. Tenías una minifalda que exhibía tus piernas largas y esbeltas, cubiertas de unas medias rasgadas. En tus pies, llevabas unas sandalias altas de plataforma.

Lucías sensual. Eras una niña con un alma rota en un cuerpo que lucía como el de una mujer adulta. Quería sentirme celosa de ti, pero no podía hacerlo. No podías comprender lo que te estaba sucediendo.

No podía ver tu rostro, porque estabas inclinada ante la mesa llorando con los hombros dando fuertes sacudidas como si estuvieras sufriendo espasmos violentos. Fue entonces cuando el miedo me inundó, pero me contuve. Yo nunca acostumbré a demostrar las cosas que sentía, tú lo sabes mejor que yo.

 

Caminé lentamente hacia ti, porque no quería alarmarte. Sentía un vacío en mi interior, como si lo que estuvieras sintiendo en aquel momento me lo transmitías de una forma inexplicable. El corazón me latía deprisa, trataba de calmarlo, pero no era posible alentar los latidos golpeando en mi pecho. La cabeza me daba vueltas, era como si miles de murallas estuvieran estrellándose entre sí luego de tanto tiempo esforzándome por construirlas y mantenerlas a pie.

Eso era lo que me pasaba cada vez que te veía.

Sigilosa como una sombra, caminé ligeramente con los pies descalzos. Entonces el suelo me jugó una mala pasada y tú levantaste la mirada de un salto. Quedé inmóvil en el lugar, con el rostro inexpresivo. Sabía que tú odiabas las miradas de compasión, las miradas que reflejaban pena ajena. Pero no te daba vergüenza llorar, así que no aparté la vista de ti. Tú me necesitabas, yo lo sabía. No merecías lo que estabas padeciendo todos los días. Eras como un animal pequeño que estaba a punto de ser una presa.

Tenías los ojos contorneados de maquillaje negro, como sombras oscuras. Pero el maquillaje estaba corrido, desparramado por los párpados y goteando por tus mejillas como lágrimas negras que reflejaban el dolor que habías acumulado por mucho tiempo. Tus ojos lucían cansados, exhaustos.

Recuerdo que tú siempre querías parecerte a mí. Te teñías el cabello de rubio, dejabas que la tintura tiñera tu cabello por horas hasta que tomara aquel rubio platinado. Pero no duraba mucho tiempo, porque las raíces negras volvían a asomarse en tu cuero cabelludo y tú me maldecías hasta el cansancio por eso. Mamá no dejaba de decirte que ibas a quedar calva de tanta tintura, mientras papá intentaba quitarte la tintura del cabello con desesperación, porque su reputación de abogado era muy alta como para tener a una hija sin cabello.

Luego mamá suspiraba, diciendo que tú eras la sombra y yo la luz.

Estaba tan, tan equivocada.

 

Tu rostro era un desastre, pero aún así te veías jovial, hermosa y sensual. No había manera de no ver un parecido en nuestros rostros, pero aún así tú siempre me pareciste la más hermosa de las dos. Tu cabello negro azabache, brillante y rebelde que tanto despreciabas era algo que deseaba en mi interior, pero aún así tú no querías aceptarlo.

A pesar de que no me dirigiste la palabra, continué acercándome a ti con sigilo, como si tú fueras un animal salvaje y herido perdido en la intemperie en busca de un refugio. Temía que esta vez te escaparas, corrieras lejos de mí como siempre solías hacerlo. Huías de mis brazos abiertos, sabía que me despreciabas, pero cuando tú te quedabas y te entregabas a mis brazos, era la cosa más profunda que jamás había sentido junto a una persona.

Aún permaneciste inmóvil, siguiéndome con tus ojos de color esmeralda hasta estar frente a ti. Tu cuerpo daba espasmos de tanto llorar, tu rostro se contraía y se movía a un lado como un tic nervioso.

Cuando los ángeles merecen morirDonde viven las historias. Descúbrelo ahora