La tarde de otoño caía dulcemente sobre la ciudad de Nueva York, los murmullos de los estudiantes que iban y venían viviendo su vida de prisa se oían lejos, pero aún así podían escucharse, el clima ligeramente frío se hacía presente y Valentina tuvo que acomodarse su bufanda que le apretaba un poco el cuello pero que le mantenía calientita. A su lado, tenía su termo con café mientras la pluma entre sus dedos se movía velozmente contra la página en blanco, manchándola de tinta que creaba versos nostálgicos de la historia que había creado en su cabeza.
Un poema más.
La rubia amaba escribir, la poesía le fascinaba hasta el fondo de sus entrañas y encontraba una paz profunda al plasmar sus emociones en pequeños versos contados con sílabas consonantes y asonantes.
Se perdía largos ratos que parecían eternidades entre los poemarios que se devoraba uno tras otro, sin tener fin, sin poder saciar su hambre de letras y sentimientos que solo esos autores le hacían sentir con tanta potencia en su pecho.
Pero aunque amara leer y escribir poesía, como todo escritor, tenía sus horribles bloqueos. La inspiración parecía escapársele y perderse por días que parecían años creándole una miseria horrible en la que se sumergía.
Ese día no era la excepción.
Por más que quisiera escribir y escribir, su cerebro no se coordinaba correctamente con su mano derecha y nada, nada salía.
Volteó de inmediato al oír el ruido de la puerta del auditorio abriéndose. Ese lugar sagrado y secreto para Valentina donde iba a escribir sin falta todos los días. Dos, tres o cuatro horas, no importaba, ella permanecía ahí.
El ruido de tacones resonando contra el piso de madera le impidió concentrarse una vez más, volteó de nuevo para encontrarse con el causante de tanta molestia, y la vio.
Una chica de cabello negro que caminaba de prisa hacia uno de los asientos de la tercera fila a la izquierda, muy agobiada tal vez como para percatarse de su presencia.
Se sentó ahí y sacó dos hojas de su bolso, para después empezar a hablar.
Estaba recitando, estaba recitando un poema.
El Despertar de Alejandra Pizarnik siempre había sido uno de los favoritos de Valentina por el mensaje que expresaba.
Pero al escuchar esa aterciopelada voz de la morena, llena de sentimiento profundo, incluso dolor, con firmeza pronunciando cada una de las palabras, hizo que Valentina sintiese ganas de llorar.
¡Qué talento! Aquella extraña tenía la voz de un ángel que pronunciaba los más bellos versos jamás escritos.
Valentina amaba escribir poemas, pero amaba más escucharlos ser declamados, y esa desconocida chica hizo que los amara aún más.