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Esa noche, luego de que las luces se apagan y gran parte del personal se retira, Kim JungWoo comienza a quitarse las botas de tacón que lo han acompañado durante toda la puesta en escena. Estira los dedos de sus pies, comprimidos durante horas en un calzado femenino que es demasiado ajustado para sus pies masculinos, y en su lugar se pone unas cómodas zapatillas oscuras que no interrumpen el resto de su atuendo. Aún mantiene puestos los pantaloncillos y la camiseta ajustada con los que se ha presentado sobre la tarima y que pronto, tal como en cada oportunidad en que se presenta, han salido despedidos de su cuerpo.

Hacia el final del espectáculo, el resultado es siempre el mismo: solo quedan la música, sus botas de tacón y su ropa interior, minúscula, apenas suficiente para ocultar su miembro. Nada más puesto, nada más ocultando su piel cubierta de glitter. Luego bailar para sí mismo, para quienes lo ven, para aquellos que le lanzan billetes que se asegura de guardar en el hilito de tela que se asienta en sus caderas, único respaldo de que no quedará completamente desnudo frente a todos.

Resopla al recordar que ese es precisamente el deseo de todos quienes vienen a verle. No es un delirio producto del egocentrismo, ni mucho menos; sabe de primera mano, por varios muchachos que en diversas instancias se han acercado a hablarle, que esperan contemplarlo en todo su esplendor. Suprime una risita derivada de la molestia. Piensa en cuándo se aburrirán de venir, cuándo se darán cuenta de que no tiene la más mínima intención de perder lo último de privacidad y dignidad que le queda. Luego suspira. Incluso si dejan de venir, nuevas personas aparecerán todo el tiempo, mirándolo de la misma manera, buscando desesperadamente una oportunidad con él.

Como aquel nuevo cliente.

Niega, y se levanta del sofá que adorna el cuarto para empleados. Es demasiado tarde, el sueño pesa en sus hombros. Se pone la mochila en donde carga sus preciadas botas y deja atrás el recinto, despidiéndose del dueño a regañadientes y cerrando tras de sí, escapando antes de que sea muy tarde. Lo consigue.

Ya no lleva los billetes consigo.

A las afueras, con el frío y la quietud de la madrugada, tiene la intención de revisar qué hora es. Una figura a su derecha lo impide.

—¿Zeus...?

Y entonces, reconoce en esa figura al insistente nuevo cliente que no ha dejado de mirarlo en toda la velada.

—El espectáculo terminó —susurra, mecánicamente, como algo más aprendido de la rutina—. No me sigas, por favor.

—Zeus, Zeus, espera-

Apenas empieza a caminar en dirección contraria aquella voz —que no ha podido escuchar antes, oculta tras el retumbar de la música electrónica— lo hace detener. Suspira y vuelve a mirarlo. Esta vez, tiene la ventaja de que su visión no es distorsionada por las luces bajas ni por el calor del recinto. Lo observa de pies a cabeza: pelinegro, de ojos llamativos y oscuros, ropa deportiva, un bolso en la espalda, una capucha cubriendo parte de su cabellera. Lo único que mantiene la incapacidad que tiene para verlo bien, y que es la misma razón por la que ha podido reconocerlo al instante, es que tiene puesto un tapabocas negro que hace imposible distinguir más de sus rasgos.

Aquellos ojos se posan en los suyos. Son afilados.

Son ponzoña.

—Disculpa, solo quería decirte que... hiciste un excelente espectáculo. No —enarca una ceja. No escucha nerviosismo en su voz, como usualmente ocurre con todos los demás. Solo hay convicción—, más que excelente. Fue perfecto.

—Gracias. ¿Primera vez? —se aventura a preguntar, sonrisa en labios. Sus pupilas no se amedrentan.

—Sí. Pienso venir otra vez, si es que sigues presentándote por supuesto.

Esta vez enarca ambas cejas. Casi podría jurar que, debajo de aquel tapabocas, debe haber algún tipo de sonrojo. Pero no lo deja entrever.

Cuando asiente, sus pupilas se vuelven a encontrar. Son ponzoña, son tan profundos que le dan escalofríos.

Maldice internamente al sentir que se agolpa una oleada de calor en sus pómulos.

—¿Y, te presentas muy a menudo por aquí?

—Cuánto.

—¿Qué?

—Cuánto —vuelve a repetir, señalando con un movimiento de cabeza hacia su mano derecha, con la que frota su pulgar contra el resto de sus dedos—. La información tiene un precio. ¿Cuánto eres capaz de ofrecer por ella?

Sonríe. Sabe que lo ha pillado desprevenido, aunque no sea capaz de comprobarlo debido al trozo de tela que cubre casi por completo el rostro de su interpelante. Sus manos se tensan, a punto de alzarse y retirar aquel tapabocas de un tirón.

Quiere saber qué hay debajo de ahí.

—Esto... no lo sé. Dime tú cuánto necesitas.

—Cien mil wones. En efectivo.

Siente que su sonrisa se transforma en una mueca tensa, pero no desiste. Tal vez se ha pasado algo con el precio, mas no así con la decisión de cobrarle por ello. No es la primera vez que lo hace. Al verle sacar una billetera desde el bolso que lleva en la espalda, sonríe emocionado. Tampoco es la primera vez que le resulta. Cuenta el dinero y se lo guarda en la mochila, sin quitarle la vista al desconocido ni un segundo.

—De martes a viernes trabajo como presentador de otros números similares al mío —menciona—. Todos los sábados me tomo el escenario. Domingo y lunes descanso. Es todo lo que necesitas saber.

—¿Qué haces durante el día? ¿Trabajas en otra cosa? ¿Estudias?

No se ha equivocado al juzgarlo en medio de la multitud: es un cliente insistente. Aquella actitud no hace más que empujarlo a hacer el mismo gesto con su mano derecha. El desconocido entiende: desde su billetera, esta vez, brotan otros billetes que duplican la suma anterior.

—¿Qué más voy a hacer? Duermo —ríe, encogiéndose de hombros—. Has desperdiciado tu dinero. Anda, vete antes de que te quite aún más. Ya es tarde.

Está a punto de darse otra vez la vuelta y con ello retirarse antes de que el desconocido lo haga, pero esta vez lo escucha hablar con un deje divertido en la voz.

—...Pues nunca me sentí más feliz de desperdiciarlo, Zeus.

—JungWoo. Dime JungWoo —responde, en un murmullo. No puede reprimir la sonrisa que aparece en sus labios. Siente que el calor de sus mejillas se intensifica—. Es mi verdadero nombre. ¿Y el tuyo?

—Do... DongYoung —los ojos de DongYoung parpadean en completa confusión—. Esta vez no me pediste dinero...

—Es que esta vez quise decírtelo.

No da tiempo ni lugar a réplicas: se desliza fuera del influjo de esos ojos ponzoñosos, que lo miran una última vez con un deje de intriga, y no demora en encontrar un taxi que detiene con un gesto de su mano derecha, subiéndose a él sin siquiera comprobar si DongYoung lo está siguiendo o no. Apremia al conductor aunque no tenga ningún compromiso ni motivo de peso para hacerlo.

Lleva la mano a su pecho. El único peso que podría en teoría justificarlo está ahí.

Ciertamente para JungWoo ya pasó la época de los suspiros y mariposas propias de la adolescencia. Ya es adulto, un adulto que debe hacer cosas que no quiere día a día para así ganarse la vida, un adulto que conoce la ilusión de un primer amor y la amargura de una primera decepción; sin embargo se encuentra pronto mirándose al maltratado espejo del baño de su departamento en los suburbios, lavándose la cara con un poco de agua fría, acción que no es capaz de traerlo a sus sentidos.

Ya es adulto, ya no debería pasar por estas cosas, se repite a sí mismo. Una dulce voz y unos ojos ponzoñosos no tendrían por qué hacer que su pecho se sienta pesado y tembloroso.

Pero lo hacen.




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¡Hola! Muchas gracias por leer y seguir la historia, espero que les esté gustando. El tercer capítulo se viene pronto, ¡nos vemos!

Baby // DoWoo - DoJung - NCTDonde viven las historias. Descúbrelo ahora