Un día del montón.

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Comenzó como un día normal, tan normal, insulso y aburrido como cualquier otro.

Me levanté con bastante modorra cuando la alarma del despertador sonó por tercera vez, medida de precaución tomada gracias a mi intachable record en retrasos a la primera clase. La profesora de literatura, la señora Alonso, me había amenazado por última vez el miércoles de la semana anterior, diciéndome que si volvía a llegar tarde a su lección otra vez, reprobaría el curso. Ella podía ser una loba cuando quería, y yo no tenía intención de echármela al cuello.

Miré por la ventana de mi cuarto hacia la carrera húmeda después de la lluvia, desierta a esa hora de la mañana. Todo era de color gris... tan aburrido como podía ser. Qué color desabrido, el gris. No tiene nada de divertido, ni siquiera por casualidad... Se siente tan estático, tan inmóvil...

Un solitario árbol, desubicado, resaltaba en la monotonía monocromática de la vereda al otro lado de la calle. Parecía un manchón verde brillante en un dibujo a la carbonilla. Pobre... solo entre toda esa tristeza. Ni siquiera tenía la suerte de un cielo azul que le brindara un poco de luz. Lo observé con atención, temiendo que el mustio matiz de las fachadas viejas de las casas o del pavimento se lo tragara y luego lo escupiera pintado de su matiz horrible.

Enfrente, la señora Cook abría la puerta de su casa para salir, escoba en mano. ¡Oh, no! ¿Estaba tratando de volar a plena luz del día? Ah, no... en realidad sólo barrería las pobres hojitas verdes que adornaban la calzada... Pronto volvería a ser inmaculadamente gris.

Suspiré ante el tedio que me produjo la imagen, repetida día tras día, año tras año desde que puedo recordar.

Me quité el pijama y me dispuse a vestirme con el uniforme del colegio: una horrible pollera tableada en género escocés, de tonos verdes, azules y grises, combinado con la asexuada camisa blanca, que llevaba de adorno una corbata a juego con la falda. No hacía tanto frío, así que pasé de abrigarme con el desabrido sweater bordó con el escudo de la escuela bordado en el pecho. Está bien que se llevara uniforme, pues todos los colegios católicos lo acostumbran, pero ¡vamos!... Quienquiera que hubiera diseñado el espantoso conjunto, estaba decidido a fastidiar la vida de los alumnos adolescentes, especialmente la de las chicas poco agraciadas como yo.

Lo miré con odio, allí colgado en la silla junto a mi cama, donde mi abuela lo acomodaba cada tarde, después de que me lo hubiera quitado al llegar de la escuela y lo revoleara sobre la cama hecho un ocho. Lo detestaba con todas mis fuerzas. Más que por ser horrible, porque sentía que a mí me quedaba peor que a nadie. Había chicas en mi clase que parecían salidas de una de las telenovelas de la tarde al llevarlo puesto, pero yo no... oh, no... yo parecía una niña de cinco años.

Me mordí el labio inferior al imaginarme las dos colitas que completarían el ridículo disfraz y me metí al baño antes de que me ganaran las ganas de volver a acostarme en mi cálida, suave y acogedora cama, entre mis mullidos, perfumados y preciosos cobertores...

¡No! ¡A la escuela!

En el lavabo me esperaba la titánica tarea de cada mañana: acomodar el almiar en que se convertía mi pelo durante mis inquietas noches. No es fácil, de por sí, arreglar el cabello rizado... siempre parece desordenado no importa cuánto uno lo cepille o qué productos use para cuidarlo. ¡Qué frustración! ¡Por qué tenía que tener este cabello espantoso! ¡¿Por qué no podía tener el mismo pelo lacio y suave que tenía Oren?!

Gruñí mientras me arrancaba mechones kilométricos al cepillarlo y cuando lo hube hecho, lo miré fijamente, concienzuda: ahora que estaba desenredado, ¿qué demonios iba a hacer con él? Terminé tejiendo la usual trenza que me llegaba hasta la cintura y que luego acababa siempre colgando sobre mi hombro. Resoplé hacia arriba para volar al flequillo de costado que se chanfleaba enfrente de mis ojos. Necesitaba cortármelo un poco pero no tenía ganas de hacerlo.

La caza del león azulDonde viven las historias. Descúbrelo ahora