Confesiones inespedas.

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Los minutos pasaron lentos, parecían arrastrarse más que correr.

Miraba en todas direcciones, mientras apilaba ramitas compulsivamente, esperando que Raine apareciera de cualquier lado. Empezaba a hacer frío de verdad y él andaba con la poca ropa que llevaba, mojada.

¿Por qué está demorando tanto? ¿Por qué le permití irse sólo? ¿Estará bien?

Esa misteriosa corriente de aire helado que me envolvía de a ratos, no hacía más que ponerme de los pelos. No importa a qué dirección mirara, el paisaje era siempre el mismo: verde, verde, verde... Quién sabe qué es lo que se oculta detrás de las espesas matas. Lo mismo daba que fueran los cazadores, o esa chica Kattie y su séquito. El peligro acechaba en cada rincón de aquella lúgubre fosca, detrás de cada tronco, detrás de cada roca, a la vuelta de cada sendero perdido. Todo el maldito juego estaba diseñado para volvernos locos, para sacar a flote lo peor de cada persona que pisara la arena.

"Los que estamos a punto de morir, te saludamos". Eso es lo que deberíamos haber respondido cuando nos dieron la bienvenida a este infierno. Al fin y al cabo, todos terminaríamos muriendo salvo uno y era repulsivo, asqueroso, saber que muchos lo harían por las propias manos de sus compañeros de suerte... o mejor dicho, compañeros de desgracia.

Seguramente Kattie y su grupo ya habrían aprendido a utilizar el paisaje a su favor. Quizás ahora mismo estuvieran cazando a los otros como nosotros, dispersos, para limpiar su camino hacia la recta final. Quizá en alguno de los senderos hubieran atrapado a la chica del rosario, o a aquel muchacho moreno que parecía tan tranquilo... Quizá detrás de un árbol, ocultos por las ramas, ahora mismo, estuvieran aguardando para atrapar a Raine.

La sangre se espesó en mis venas.
No podían atraparlo. No debí dejarlo ir sólo...

Me levanté de un salto, decidida a salir a buscarlo, aterrada por la posibilidad.

Las hojas de un helecho se agitaron dejándome paralizada, pero entonces él emergió de entre ellas. Respiré por fin. La débil llama que ardía enfrente de mí, fluctuó con mi resoplo.

- Hay una pequeña caverna cerca de aquí -comentó entusiasta-. Es perfecta. Su entrada casi no se distingue del suelo y está lo suficientemente cerca para que lleguemos aquí sin problemas cuando necesitemos agua y comida...

No comprendí cómo podía emocionarse por algo en medio de aquel caos en que se había convertido nuestra vida.
Cómo podía olvidar el hecho de que estos fueran, con toda probabilidad, los últimos momentos que pasáramos en la Tierra? ¿Cómo hacía para mantenerse entero? ¿No pensaba en su padre? ¿No anhelaba nada de su vida lo suficiente como para sentir pena de perderlo?

Yo estaba devastada. Y si acaso hacía un esfuerzo por intentar evitar lo inexorable, era para no defraudarlos... ni a la abuela Mae, ni a Oren, ni a la memoria de mi madre, ni a él mismo.

En cambio Raine... Sólo lo había visto medio flaquear una vez, y con todo, seguía siendo fuerte, decidido, frío y sereno, dedicado a mantenernos vivos. Quizás él sufriera de una "positividad patológica" o algo así.

Lo envidié por un momento: sería genial tener esa fuerza interior, ese espíritu combativo, gutural, esa pasión por la vida... En mi caso, por lo visto, se saltaba un eslabón y se había quedado todo con Oren. La abuela: fuerte, mamá: débil, Oren: fuerte, Umma: débil...

Asamos el pescado y comimos con fruición. No habíamos notado lo desesperados de hambre que estábamos hasta que el primer bocado se deslizó por nuestras gargantas. Casi no hablamos.
Cuando terminé mi porción -antes de comenzar a sentir la culpa miserable de habérmelo comido- me dediqué a mirar comer a Raine.
Si alguna de las chicas del colegio lo viera ahora, con ese aspecto salvaje, el torso desnudo, las llamas lamiéndole la piel alabastrina, arrancándole fulgores a su pelo rojo, seguramente se ahogaría en un charco de su propia baba...

La caza del león azulDonde viven las historias. Descúbrelo ahora