10:25 A.M., JUEVES 22 DÍAS, 10 HORAS Y 25 MINUTOS DESDE QUE GABRIEL DESAPARECIÓ

49 1 0
                                    

Estoy sentada junto a mi maleta en la recepción de Las Flores aguardando al Tío Nicolás. Han transcurrido tres meses desde que intenté desaparecer. Tres meses encerrada en está casa que me cambió la vida. Tengo miedo de perder la seguridad que me dieron estás paredes. Miedo de ser una extraña para mí hermano Tommy, para mamá. Miedo de no volver nunca a sentir el abrazo de Gabriel, sus labios en los míos, la certeza de nuestro amor. Tengo miedo del miedo que siento.

Apenas me ve, el tío Nicolás corre hacia mí y me estrecha con sus brazotes de oso, como solía hacerlo papá. Él y papá eran compañeros de acrobacias. Las hacían para ganar dinero, no para ser famosos, eso decía papá.

Has crecido desde la última vez que te vi. me dice el tío Nicolás al soltarme. Tiene los ojos empañados y simula toser para pasarse por ellos la manga de la chaqueta.

Cuando me trajo a Las Flores, no paré de gritarle durante todo el camino. Estaba convencida de que mamá, él y el siquiatra se habían confabulado para encerrarme en una casa de locos. El tío Nicolás me explicaba, una y otra vez, que no se trataba de una casa de locos, sino de un lugar donde los chicos a quienes la vida había puesto una prueba difícil, podían refugiarse hasta que la crisis pasara. ¿Crisis? Lo mío no era una crisis. Yo quería morirme y punto.

En ese entonces, no sabía que en Las Flores estarían Gabriel, Gogo, Clara, Domi. Que nos encontraríamos en esos jardines dejados de la mano de Dios.

Tampoco sabía que los perdería.

Te traje ésto dice el tío Nicolás, y me entrega mi Nikon D5300.

Lo vuelvo a abrazar. Le pido que me mire para tomarle una foto. A través del lente distingo su expresión de zozobra. Sé que teme por lo que será de mi en el mundo de afuera.

Girate le indico. Quiero que mires hacia el cielo. Y él abre los brazos.

El tío Nicolás es el hermano de mi mamá y nunca se ha casado. Papá solía decir que a su cuñado le gustaban demasiado las mujeres como para comprometerse con una, lo que irremediablemente hacía que mamá los mirara a ambos con una expresión irónica, como a dos estúpidos.

Avanzamos por las calles de Santiago. Pero para mí es otra ciudad, otro país, otro planeta. Todo está muy lejos. Nunca debí salir de Las Flores.

¡Ah, que idiota soy, que increíblemente estúpida! Mi estúpida maleta, mi estúpida cara de niña, mi estúpida mirada vacía que se asoma por la ventanilla de la camioneta a mirar las estúpidas luces de la estúpida Navidad. Mi estúpida voz cuando la levanto para pedirle al tío Nicolás que se detenga a un costado de la calle. El estúpido vomito que sale de mi boca.

Cuando regreso a la camioneta, el tío Nicolás pasa su mano por mi pelo y me mira sin saber que decirme.

Es el desayuno, a veces les da por ponerle sapos al té con leche le digo. Él sonríe.

Me habla con su voz suave, pero yo no lo escucho porque mis oídos zumban. Todo se aleja, todo se vuelve líquido, nada aquí afuera tiene la solidez de las cuatro paredes de Las Flores ni de los jardines desangelados de Las Flores ni de la comida asquerosa de Las Flores. Hasta el tipo o la tipa más imbécil es capaz de vivir en éste mundo sin forma. Pero yo no. Yo no puedo.

Estoy hablando como lo hacía antes de entrar a la clínica. Los mismos sentimientos que vacían todo de contenido. Pero eso no voy a decírselo al tío Nicolás, porque se sentiría defraudado, y no quiero seguir defraudando a las personas que me quieren.

Mamá nos aguarda en casa. Las ojeras la hacen ver como un mapache. Sé que me echo de menos. Como yo a ella. Pero no tanto como echo de menos a papá. Lo primero que golpea mis sentidos cuando entramos son los olores. Los banales olores de una (ex) hermosa familia de clase media: los inciestos de mamá, rezagos de la cena de la noche anterior, el cloro del baño...Todo se agolpa en mi nariz y se va directo, sin paradero, a despertar mi memoria. Algo así como <<el efecto magdalena>> de Proust (que por cierto, no es una mujer sino un bizcocho), que es todo lo que sé de él y de su obra.

Mamá me abraza y yo la abrazo. Su contacto cálido y familiar me reconforta. Al fin y al cabo es mi mamá. Así permanecemos un rato, ella acariciando mi cabeza y yo con el rostro oculto en su pecho, como cuando era niña. Tal vez una parte de mi sigue siéndolo. Tal vez una parte nuestra nunca se hace grande.

Llevame al cieloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora